Los caminos para llegar al conocimiento pueden ser muy variados y muy distintos. Mientras que unos se aventuran por la ruta del autodidactismo, otros necesitan que un maestro, o maestra, les ilumine el camino, les transmita sus saberes y aprendizajes. La meta siempre es la misma: aprender algo nuevo. Francisca Amigo, la artista que acaba de inaugurar una muestra individual en la galería Selvanegra, atravesó muchas instancias de formación, de las más variadas. Pasó por la carrera de química, pero la abandonó. También por la de filosofía, aunque tampoco quiso terminarla. Pasó por clínicas y programas de artistas, talleres, encuentros, jornadas. Decenas de instancias de formación, muy distintas unas de otras, pero en ellas se aventuró tratando de descubrir algo nuevo para meter en su cabeza. Su curiosidad la ha llevado mucho más allá de la universidad, las galerías y los museos; en ese afán por cruzar –o habitar– nuevos terrenos, esta artista se colgó una guitarra eléctrica y se puso a cantar con su banda Lenin Tiene Hambre, una grupo de punk rock conformado por cuatro amigas, que lanzó su disco debut el año pasado.
Quizás el hecho de haber atravesado todas esas experiencias fue lo que la llevó a crear esta exhibición, titulada Matar el tiempo, en la que las obras refieren directamente a distintos procesos de formación, formales e informales. La pregunta por cómo se hacen las cosas, o cómo se aprende a hacer algo, ya venía apareciendo en el trabajo de Amigo. El año pasado, en otra muestra que realizó –con curaduría de la artista Diana Aisenberg–, presentó una serie de pinturas que mostraban, sobre cada tela, una decena de manos en distintas posiciones, simulando el clásico ejercicio de escuela de arte donde se le pide a cada alumno que dedique miles de minutos, cientos de horas, a hacer manos. Lo que en un contexto es procedimiento, técnica y ejercicio, ella lo transforma en obra. En Matar el tiempo, el centro de la escena está ocupado por las cabezas que –al igual que las manos– también son dibujadas y pintadas hasta el cansancio en los espacios formativos. Las pinturas que se presentan en esta oportunidad muestran dos conjuntos de cabezas. La particularidad de estas cabezas es que están invertidas, boca abajo: cuelgan de la tela, miran hacia el suelo. Uno de los conjuntos las muestra con líneas de guía –que servirían para ubicar narices, ojos y bocas– y unas peluquitas; en el otro, aparecen apenas con unos colores encima.
El ejercicio de repetición que implica hacer un sinfín de caras, en teoría, garantiza que la persona pueda aprender cómo dibujar o pintar una cara perfecta. Pero qué pasa si esa actividad se interrumpe, si se abandona a la mitad, qué es lo que queda sobre la superficie. Lo que parecería estar pensando Amigo con estas pinturas es justamente eso, si se puede concebir como una obra acabada algo que está diseñado para ser una parte de un proceso más grande. Ella convierte el ejercicio práctico –que no deja de funcionar como una metáfora de la educación en términos generales– en una obra, en una pintura hecha y derecha. El proceso de aprendizaje aparece en Matar el tiempo como un resultado. Es el destino de llegada. La artista parece invertir el circuito de producción, convirtiendo el principio de todo en un final: para crear una obra de arte alcanza sólo con bocetar, con hacer unos ejercicios con la muñeca pensando en hacer una cabeza perfecta y consiguiendo apenas su contorno.
Además de las pinturas, la muestra incluye una serie de esculturas creadas a partir de cientos de hojas de apuntes, sacadas de cuadernos de espirales A4, y enduido. Estos bloques de conocimiento se esparcen por toda la galería. Fueron hechos con las hojas de todas esas carreras que la artista abandonó y también por donaciones de amigas y amigos que se desprendieron de sus recuerdos de universidad para que estas esculturas existan. Además, hay algunas otras fuentes de conocimiento infiltradas entre estas anotaciones universitarias, como recetas de cocina. La premisa de Amigo fue construir estas torres con cualquier hoja que tuviera encima algún saber escrito, por eso la conversación entre los apuntes es disparatada: las tablas de verdad, típicas de “Introducción al pensamiento científico”, conviven con complejos diagramas para hacer funcionar un circuito eléctrico.
El cuaderno espiralado es uno de los íconos más pregnantes de la vida de un estudiante y el apunte es justamente la manera de dar cuenta del tiempo que se le dedicó a ese saber. Estas pilas de hojas que reúne la artista son el testimonio de cientos de horas de estudio y clases que distintas personas atravesaron. Amigo convierte ese tiempo en un monumento, en una escultura que tiene su propio peso, pero que sobre todo tiene encima el peso de esos saberes que algunas vez ella y sus amigas cultivaron. En este sentido, con esta obra se enaltece la relación que las personas tienen con esos kilos infinitos de papel que, por algún motivo, guardan como si fueran tesoros aunque nunca más las usen; todo el mundo tiene una caja con apuntes en su casa, un rectángulo de cartón lleno de papel que guarda “por las dudas”, “por si hay que revisar algo”, aunque se sepa que nunca nadie revisa nada. A las hojas ajadas y llenas de polvo, la artista les renueva su vida útil y las devuelve al mundo transformadas en otra cosa, embadurnadas de un enduido que intenta dejarlas blancas otra vez, listas para tomar nuevos apuntes. Pero, aunque no logran su cometido, dejan entrever los saberes de un pasado que alguna vez existió en esos cientos de renglones.
Matar el tiempo se puede visitar de miércoles a viernes, de 15 a 19.30, en Selvanegra, Av. Córdoba 433. Hasta el sábado 29. Gratis.