Efecan Kültür, un influencer turco de 24 años que practicaba el “mukbang”, acaba de fallecer en el contexto de un fenómeno que tiene su origen en Corea del Sur. Esta práctica en streaming consiste en comer desaforadamente y sin parar delante de una cámara. Los millones de seguidores del joven Efecan lo alentaban a superar sus propios récords, que podían alcanzar los diez o más kilos de comida diaria. Sus videos en YouTube se habían vuelto virales, y fueron los graves trastornos provocados por su monstruosa obesidad los que pusieron fin a su trágica carrera. En los últimos meses ya no podía levantarse de la cama, y las facciones de su rostro casi habían desaparecido, cubiertas por el espesor de grasa que había convertido todo su cuerpo en una prisión asfixiante. El mukbang es una catástrofe subjetiva aún más grave que los “hikikomoris”, los adolescentes japoneses que encerrados en sus cuartos cortan todo vínculo con sus padres. Varios jóvenes han muerto, algunos por estallido del estómago, otros por anoxia, pero eso no ha detenido ni a los practicantes de esa conducta ni a sus seguidores. Sabemos que el hombre adora los juegos demoníacos.
Freud supo aislar una instancia psíquica, el superyó, al que atribuyó la función de vigilar al yo, y también ejercer un límite al empuje de las pulsiones. En ese sentido, al prohibir las satisfacciones sexuales incestuosas, el superyó tuvo a su cargo la función civilizadora de la ley. Al mismo tiempo, la incorporación subjetiva de la ley dio paso a distintas formas de transgresión, aquellas que se descubren en los síntomas y en los rasgos perversos del deseo humano. Con el transcurso de su investigación, Freud descubrió la paradoja de que cuanto más renuncia un sujeto a sus satisfacciones, más culpable se siente ante su conciencia moral. Para ser más precisos, en verdad no constituye una conciencia, porque se trata de una culpabilidad que permanece inconsciente, y que solo se comprueba en la misteriosa búsqueda de autocastigo que sin un análisis no encuentra explicación alguna. Más aún, Freud profundizó en esta compleja instancia del superyó, hasta revelar una cara que había permanecido oculta. El superyó también puede instar al sujeto a cometer toda clase de excesos. Freud llegó a afirmar que actuaba también empujando a hacer que lo imposible se realice. Lacan tomó el relevo del estudio del superyó basándose en los últimos hallazgos de Freud. Lo caracterizó como una instancia que posee una doble faz, la de prohibir pero también la de arrojar al sujeto al abismo de la pulsión de muerte.
El progresivo desvanecimiento de la función paterna, que en el plano sociológico se ha estudiado bajo las nociones de posmodernidad y licuefacción de los ideales, ha dado lugar al surgimiento de nuevos síntomas, y también a la aparición de categorías psicóticas que han renovado la nosología clásica, aunque esta última no haya desaparecido. El ocaso de la función paterna ha sido celebrado como un triunfo del progreso, como una emancipación libertaria que daría paso a una época donde las minorías tendrían reconocimiento y cabida. Una época más justa, más inclusiva, donde el lenguaje mismo habría de ser reconfigurado para adaptarse a los nuevos aires que soplaban con fuerza. No tenemos la impresión de que este porvenir, legítimo en sus buenas intenciones, se haya cumplido acorde con lo esperado. Por el contrario, y como lo ejemplifica el caso del joven Efecan Kültür, comprobamos que la ciencia ficción se ha realizado no como utopía literaria, sino como realidad fáctica dominante. La salvaje y obscena exhibición de la gula es la puesta en acto del desenfrenado imperativo de un superyó que, montado sobre la cabalgadura de la pulsión de muerte, ha iniciado su carrera hacia el abismo.
No menos patético, en el sentido del pathos, del dolor, es la mirada de los millones de seguidores animando a los influencers que predican la muerte. Millones de sujetos convertidos en esclavos, a su vez, de la desesperación y del vacío existencial. Los devoradores son devorados, literalmente engullidos por su espantosa voluntad de morir, y los espectadores no son menos esclavos de una pasión que hace de la muerte el máximo ideal. Unos y otros comparten en distintas proporciones una soledad sin atenuantes.
Citando unos versos de Apollinaire, Lacan observó que “el que come no está solo”. En efecto, la comida, incluso en ausencia de todo lazo social y ritual compartido, puede ser un partenaire. Tal vez el sentimiento de ser un objeto de la mirada social le permitió a Efecan Kültür encontrar un lugar en el mundo, un lugar donde alojar el goce que arrasaba su cuerpo y comandaba su terrible compulsión. Quizás una manera de fabricarse una imagen narcisista que pusiese algún freno al deslizamiento hacia el agujero de los desechos.
Vemos así trazarse una serie de coordenadas que nos impulsan a investigar en los intrincados lazos entre los designios de la civilización, la psicosis, y la globalización del dolor de existir.
Gustavo Dessal es psicoanalista.