Pocas semanas atrás, la prensa especializada británica se regocijó por un hecho casi inadvertido: la modernización de la pista de aterrizaje de las Islas Malvinas, valorada en 26 millones de dólares, se completó antes del plazo preestablecido.

La estación se ubica en Mount Pleasant, un nombre indisolublemente ligado a la historia y a la guerra de Malvinas de 1982, y no sólo resulta fundamental para la Real Fuerza Aérea británica, la RAF, ya que también cumple importantes funciones para la OTAN en la vigilancia y el control de una región cada más estratégica como actualmente es el Atlántico Sur.

La base, que en mayo cumplirá cuarenta años, no sólo refuerza la ocupación inglesa de las Malvinas contra Argentina. Además, provee recursos logísticos para las enormes reservas petroleras de la región y para la pesca de una amplia variedad de especies marítimas, sirve como un punto estratégico en el sur del continente americano y como puerta de entrada al territorio antártico en una etapa de competencia creciente entre naciones por explorar el rico subsuelo polar.

La adecuación del aeródromo de Mount Pleasant se desenvuelve dentro de un proceso de rearme en la zona y se enmarca, a su vez, en la mayor inversión en defensa que está llevando adelante el primer ministro del Reino Unido, Keir Starmer, en buena medida, como resultado de la presión ejercida por el gobierno de Estados Unidos en esta nueva era Trump.

La nueva agenda de seguridad consiste entonces en aumentar la presencia militar global de Gran Bretaña por medio del fortalecimiento de los lazos políticos con Estados Unidos y mediante un consecuente incremento del gasto en la política de defensa. Un intento de recreación de un imperio cada vez más desvencijado, reconstruido sobre melancolía y codicia, pero ya en pleno siglo XXI.

Para rearmar la patria, en febrero pasado Starmer anunció un gasto militar anual adicional de cerca de 8 mil millones de dólares a partir de 2027, financiado mediante recortes directos a la educación pública, a las prestaciones sanitarias y, especialmente, a los subsidios por discapacidad. Alejado de la importancia que alguna vez el laborismo le concedió a la asistencia social, hoy el gobernante británico apunta a convertirse en una suerte de socio menor (o de lugarteniente) de Donald Trump.

Si bien la defensa de Ucrania se ha convertido en un objetivo prioritario, más aún, desde que Estados Unidos encaró una política de acercamiento a Rusia, las ambiciones del Reino Unido apuntan a construir una fuerza de respuesta global con capacidad para desplegarse en cualquier lugar según se especifica en el documento oficial de estrategia militar conocido como Defence’s response to a more contested and volatile world, publicado por el gobierno británico en 2023.

De ahí que, para la próxima década, Londres calcula invertir más de 150 mil millones de dólares para actuar en cualquier punto en donde perciba una amenaza de ataque a objetivos británicos, o un intento de adueñarse de ubicaciones estratégicas.

Hoy, sin embargo, el principal temor del Reino Unido no se refiere a ninguna potencia contrahegemónica sino a un impredecible Donald Trump que, en virtud de la “seguridad nacional”, y motivado por las incalculables riquezas y recursos estratégicos del Atlántico Sur y, sobre todo, de la Antártida, decida tener una mayor presencia en esa porción del planeta, desplazando o forzando a compartir lo que Londres, hasta ahora, ambicionaba sólo para sí mismo.

El gobierno de Starmer está tomando nota de los cambios que están ocurriendo en la política exterior de Estados Unidos desde la asunción de Trump, aunque no causó mayor sorpresa la falta de apoyo a Ucrania, el renovado diálogo con Rusia, el relegamiento de Europa y lo que se prevé como una gradual extinción de la OTAN, sobre todo, por falta de presupuesto y de liderazgo.

En cambio, existieron dos reacciones del caudillo republicano que sí impactaron en la administración laborista.

En principio (aunque también era previsible) es la falta de apoyo militar y financiero por parte de Washington para sustentar un limitado ejército preponderantemente europeo en Ucrania. Pero lo que mayor conmoción generó fue el apoyo de la Casa Blanca a la resolución de 2019 de la Corte Internacional de Justicia por la cual el Reino Unido debía devolver el archipiélago de Chagos a Mauricio, en África Oriental, y asumir el pago de indemnizaciones y de un arriendo anual para seguir ocupando la base “Diego García”, coadministrada junto con Estados Unidos en el Índico sur. Un caso que inquieta especialmente a Londres por sus resonancias frente a la ocupación ilegal de las Malvinas y el pleno desconocimiento de la soberanía argentina sobre las Islas.

Para Londres, el interés de Estados Unidos por el Atlántico Sur fue planteado incluso antes del 20 de enero, cuando Trump reclamó el control del canal de Panamá para los Estados Unidos, en una iniciativa que, en caso de no prosperar, podría reactualizar la importancia geopolítica del Pasaje de Drake, un corredor bioceánico que, indefectiblemente, se encuentra vinculado a las Malvinas.

Entre la voracidad de unos y la insaciabilidad de otros se abre, con todo, una ventana para comenzar a discutir la soberanía argentina en el Atlántico Sur. Pero, seguramente, el gobierno de Javier Milei desaprovechará la oportunidad con tal de no importunar a sus superiores ni de generar una supuesta mala imagen a nivel internacional, siempre bajo la pretensión absurda de que el abandono de la causa de Malvinas impactará positivamente en la política exterior de Argentina.