Hay que esperar hasta el final de los créditos para comprobar que En defensa propia se filmó en 2017 y no en 1993. Todo en el film de Steven C. Miller remite a una formar de pensar y hacer cine que hoy circula por los andariveles laterales del sistema de grandes estudios y resiste desde el mercado hogareño o producciones de reducida salida comercial en salas. Su estructura es la de un thriller policial a la vieja usanza con centro gravitacional en la corrupción en las altas esferas del brazo ejecutor de la ley, uno muy parecido a los que hace veintipico de años protagonizaban en serie Nick Nolte, Richard Gere y/o Morgan Freeman. De aquellos duros y recios oficiales al que le toca en suerte a Bruce Willis hay un trecho tan chico como el que separa el bien y el mal en estas historias. Y es justamente el hombre de la pelada más brillosa de Hollywood el único, culposo atractivo de una película vista mil veces antes... y mejor.
En la primera escena Will (Hayden Christensen) habla de millones de dólares como un vuelto. El hombre es un exitoso corredor de bolsa endeudado sólo con su familia. Con el hijo como fija del bullying escolar y mamá enojada por las obligaciones laborales constantes, un fin de semana en una cabaña en las afueras del pueblo natal es la excusa perfecta para recomponer el vínculo. Sobre todo con ese chico de doce años al que hay que hacer hombrecito para que de una vez por todas devuelva golpes. Y pocas cosas más de machote estadounidense que salir a matar ciervos por el solo placer de hacerlo, tal como mostraron Los Simpson en el capítulo que Homero, temeroso de que el mundo se haya vuelto gay, quiere encauzar a Bart en los canales de la virilidad trumpeana llevándolo de cacería. Papá y el nene no se cruzan con metalúrgicos bailando en fundidora gay-friendly, pero sí con un hombre a punto de asesinar a sangre fría a otro. ¿Algo que ver con el robo a un banco que el jefe de la policía local (Willis) les había comentado en la entrada del pueblo?
No es necesario estar muy avispado para mirar de reojo a ese policía que, evidentemente, sabe mucho más de lo que dice y con el que Will deberá vérselas cara a cara como testigo de los hechos: Will vs. Willis. Hechos que cuenta muy distinto a como fueron por la sencilla razón que de eso depende de la vida de su hijo, secuestrado como seguro del futuro botín por parte de uno de los ladrones. Así, el muchacho pasa de papá abandónico a lo más parecido a un superhéroe de carne y hueso intentando derribar él solito una red delictiva que abarca todo el organigrama policial. El problema con En defensa propia no es tanto lo trillado de sus peripecias como la forma seria, adusta con que Miller elige para contarlas. El realizador inició su carrera en el cine de terror de explotación para, unos años atrás, afincarse en las producciones clases B con estrellas del pasado. Películas fácilmente olvidables –Marauders, segunda de tres colaboraciones con Willis, se estrenó en mayo de este año– pero que al menos se asumían como ejercicio anacrónico de relojería genérica, el recuerdo de un tiempo que ya no es. Acá, en cambio, las clavijas del guión crujen ante algunos vacíos que con los minutos se vuelven pozos. Un policial como los de antes al que le falta policial como los de antes. El duro de matar, menos duro que nunca.