Un síndrome agudo, inesperado, invade el cuerpo en descomposición del régimen gobernante. Huele a pútrido. La propia usina represiva lo llama barrabrava. Tiene un fin claro, estigmatizador del otro, de cancelar al que protesta. Barrabrava sos vos, jubilado, desocupado, precarizado, pobre, indigente, amarrado con alfileres al sistema que te descarta. Pero como todo mote de ocasión, efímero porque no se sustenta en argumentos ni datos ciertos, se empezó a volver en contra del propalador.

Barrabrava según el diccionario libertario es la abuela Beatriz Blanco tirada contra el asfalto por un policía; el hincha en camiseta de Chacarita, Jonathan Navarro, que perdió un ojo; el reportero gráfico Pablo Grillo al que le tiraron a matar y sigue en estado reservado; los militantes de a pie, trabajadores, estudiantes y mujeres feministas. Todos y todas entraron en el radar montado por la ministra Patricia Bullrich, festejada desde la Casa Rosada.

Una mujer embriagada por la violencia contra el pueblo y siempre desde lugares de privilegio que ha ocupado. Debería dejar de hacer daño. Debería, sí, estar procesada y camino a una condena judicial que ya es pública. No podrá pisar una calle sin custodia. Como en nuestra Bahía Blanca inundada que el gobierno pretende emparchar con la mitad del dinero que necesita de asistencia.

La obra teatral esta vez se quedó sin elenco. No pasó de un montaje domiciliario, porque de sus casas nunca salieron sus actores principales, al menos de manera organizada. Tal vez uno de reparto e inorgánico. No vamos a generalizar. Porque si los barrabravas tomaran las calles del Congreso como sugirió la funcionaria represora, quizás no hubieran acompañado las marchas de los abuelos.

La historia demuestra que en muchas ocasiones fueron funcionales al poder de turno. En gobiernos de facto y en democracia. Pactaron con el comisario Alberto Villar, uno de los fundadores de la Triple A en los ’70 para combatir a los zurdos, como ahora. Lo hicieron durante la dictadura genocida con el vicealmirante Carlos Alberto Lacoste. Carlos Alberto De Godoy, el Negro Thompson, jefe de la barra de Quilmes, fue uno de los que participó en el operativo frustrado del Mundial de España ’82 para silenciar a los exiliados argentinos.

Las barrabravas monetizan el aliento que desparraman desde las tribunas. Hacen negociados los días de partido. Van a la cancha con custodia policial. Hablamos del prototipo clásico que utiliza la violencia del apriete para sacar tajada de su sola presencia en un lugar. Son aliadas del narcotráfico en los territorios que dominan. Encajan bien en el libreto de políticos y políticas como Bullrich, que sale en patota desde su ministerio de precaria Seguridad a cazar abuelos de la mínima o hinchas y socios de clubes que integran espacios que defienden los derechos humanos. Porque el régimen de Milei y compañía viola los derechos humanos con ganas, como nunca pasó en 42 años de democracia ininterrumpida. Le faltan los muertos de De La Rua para consagrarse campeón de los sepelios.

Los auténticos barrabravas estaban adentro del Congreso. Liderados por Martín Menem, que en un chat de whatsapp le pidió a su rebaño libertario: “Los quiero a los gritos, puteándome, nada de algo pacífico”. Su estrategia era autoproclamarse víctima. Una teatralización de pésimo guion en la Argentina guiada por un psicótico y una ministra que ve barrabravas hasta debajo de su cama.

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