Desciendo de un autobús al pie del monte Bukhan donde me espera Kim, un joven rapado con túnica marrón. Subimos una larguísima escalinata de peldaños irregulares a la sombra de unas arboledas y a mitad de camino el monje coloca mi maleta en un carrito colgante con polea mecánica: la veo partir balanceándose en el aire entre los árboles.
A la media hora de caminar nos internamos en una cueva con un santuario budista. Al fondo se abre una escalera caracol tallada en la roca y la subimos atravesando la montaña. Salgo a la superficie, como por el túnel vertical de Alicia en el país de las maravillas, a un bosque paradisíaco donde sobresalen techos de pagoda: el ambiente me retrotrae al tiempo de Buda.
He reservado tres noches en el monasterio Geumsusan en las afueras de Seúl para observar otra forma del autoencierro coreano: la de los monjes budistas, quienes serían la antípoda del racionalismo high-tech de la sociedad coreana.
En el monasterio cuatro monjes me reciben con sonrisa de iluminado y las manos en posición de rezo. Kim habla un inglés entendible y me lleva al modesto cuarto donde dormiré sobre una esterilla. A través de un gran ventanal veo los rascacielos de Seúl y las autopistas –el espectáculo de la posmodernidad en su máxima expresión– a una distancia suficiente para que el rugido de la gran ciudad se haya apagado. La calma zen se matiza con el canto de los pájaros y la vibración de un gong que Kim golpea con un tronco colgado del techo de un templo. Pero la gran bestia contaminadora, consumista e hipertecnológica de la “Corea potencia” del siglo XXI perdura omnipresente en la lejanía cuando miro de reojo por la ventana: cara y contracara de una sociedad.
A simple vista reinan en este microcosmos budista los códigos y una lógica de renunciamiento a los placeres terrenales que son lo opuesto a lo que se desarrolla allí abajo. Este recinto sagrado donde decidí aislarme tiene 600 años y lo surca un arroyo que cruzo por el Puente del Nirvana en forma de arco.
Hasta hace una hora, en la otra Seúl, veía pantallas en serie: la luminosa fachada completa de un edificio, el suelo táctil de la Digital Plaza –donde uno escribe–, la transparent smart-window de un centro comercial y la puerta de una heladera inteligente que propone recetas con los ingredientes de su interior.
En el monasterio no hay pantallas. El tiempo se nos va contemplando la naturaleza, esculturas de Buda y la oscuridad de la retina al meditar. Los hombres calmos y silenciosos que habitan aquí están entregados a una espiritualidad tan inasible como la esencia tecno-virtual. Pero salvo por esta abstracción, en la montaña todo lo que vemos “es”: los árboles no son unos y ceros digitales sino átomos palpables que generan aire puro con aroma a sándalo.
Átomos contra dígitos pareciera ser un clivaje medular de la percepción en la posmodernidad coreana. Y está claro que la efímera virtualidad avanza como un tsunami futurista por sobre la materia.
De una población coreana de 50 millones, unos 50.000 –el 0,1 %– optan por el escape hacia una vida monacal. Los monjes son unas rara avis muy convencidos de ir contra la corriente tigreasiática: renuncian a todo placer físico terrenal, al estrés del Suneung, a la endiosada tecnología y al autoritarismo laboral, aunque muchos religiosos tienen su smartphone.
Encerrados en un monasterio acaso se sientan protegidos en una burbuja a destiempo, reduciendo su vida a la repetición obsesiva de una rutina de autoprohibiciones –ese concepto tan paradójico como coreano– con un alto nivel de sacrificio. De acuerdo con la máxima filosófica del budismo, aspiran a suprimir el sufrimiento de la vida eliminando el deseo. Y para alcanzar el Nirvana utilizan técnicas de esfuerzo físico y mental focalizando el pensamiento en dos o tres cuestiones existenciales. La iluminación es alcanzable por monjes y laicos: la felicidad no se busca fuera del cuerpo con posesiones materiales, sino en el interior del propio ser (y nunca de a dos). Esto se lograría reenfocando el deseo individual hacia el bienestar de todos los seres vivientes del planeta.
En el monasterio comienzo una rutina de pequeños sacrificios. A media tarde hacemos el ritual de las 108 postraciones inclinando el torso hasta apoyar la frente en el suelo de un templo. Kim aclara que las flexiones no son para Buda porque en su religión no hay Dios ni esclavos: “Este ritual baja el ego que nos hace olvidar que somos parte de la naturaleza y no sus amos”.
Cenamos a la hora de la merienda –5 PM– igual que en el kisuk-hagwon. Me siento en el suelo con los monjes junto a una mesa ratona a comer insulsos platos vegetarianos con una jarra de agua. No hay que desperdiciar una gota ni un grano de arroz: vaso y plato deben quedar vacíos. Entrego el mío con un resto porque no me gusta la berenjena. El encargado de cocina me lo devuelve con rigor coreano: “Debe comer todo”.
En la mesa de al lado hay tres monjes y una huésped occidental llamada Mary, una norteamericana treintañera y cachetona al límite de la obesidad, que parece levitar en estado de gracia espiritual durante su fin de semana monacal. Me cuenta que su marido es militar y viven en la base norteamericana de Seúl: acaban de llegar desde Afganistán. Ella se dedica a hacer volunteering para los pobres de esos países a donde sigue a su marido. El aura de bondad budista que nos rodea no me impide imaginarla, orgullosa de sí misma, dándole de comer en la boca a dos huerfanitos afganos, el “daño colateral” del ataque de un dron.
A las 07.30 PM comienza la ceremonia del té, el único momento no tan regulado de la jornada: uno puede conversar de lo que quiera. Nos sentamos en el suelo, Kim hierve agua y llena mi tetera.
“El budismo es una filosofía, no una religión; Buda fue un ser humano que descubrió el camino medio luego de experimentar el derroche y el ascetismo extremos”, explica Kim con tono pausado entre un sorbo y otro.
Le pregunto cómo se alcanza la iluminación: “Es un camino largo; yo estudié cuatro años y al final mi maestro me asignó una incógnita para que buscara la respuesta el tiempo necesario. Al criar un pájaro en una botella, ¿cómo lo sacas sin matarlo cuando crece?”. Kim lleva 16 años meditando sobre esta indagación y yo arriesgo una teoría: “No se puede liberar al pájaro porque no sabría alimentarse y moriría”.
El monje pestañea, reprime su sorpresa y reflexiona un rato en silencio: “Es la respuesta más inteligente que he oído; voy a meditarla”. Esta es una de las indagaciones filosóficas más famosas de las 1400 que estudia la escuela budista coreana. El día que encuentre la solución, Kim quizá alcance el Nirvana.
“¿Cómo lleno de agua un cántaro con un orificio en la base?”, me desafía Kim en un alarde. Mi hipótesis sería hacerlo con nieve. Error: “En primavera no podrías. La respuesta es tirarlo al océano”.
Los monjes también estudian mucho y son evaluados. Su meta no sería trabajar en una gran empresa sino alcanzar la iluminación: pero igual que allá abajo, no todos llegan.
Kim es como un rebelde inocuo que rompe de manera radical con una sociedad que no le gusta pero tampoco quiere destruir: hace su revolución en solitario, es una suerte de hippie radical con las convicciones muy firmes. Él también vive en comunidad pero cambió los tipos de encierro posmoderno por los medievales del monasterio. De vez en cuando baja a la tierra –perdón, a Seúl– como única variación de su rutina: así pasa su vida sin sobresaltos ni imprevistos. Dentro de su lógica quizá sea feliz.
El monje me lleva sin querer a la reflexión del clivaje átomos-vacío digital: “Me apasiona la microfísica atómica porque tiene respuestas similares al budismo; la física cuántica plantea que todo es ilusión; tú lo eres y yo lo soy. Y la conclusión del budismo es que todo es yongui (vacío). En el fondo, el pájaro en la botella no existe y este mundo es pura ilusión”.
En Corea del Sur ni los monjes se salvan del servicio militar. De hecho, la semana que viene Kim bajará para sumarse a unos ejercicios militares como reservista.
–¿Iría usted a la guerra? –pregunto dudando de la pregunta.
–El budismo no permite matar: pero nuestra nación está antes que los preceptos religiosos –responde con pragmatismo.
–¿Iría por obligación o convicción? –repregunto con cierta esperanza.
–Por lo segundo –dice con su eterna sonrisa y me desarma.
El temple de los monjes coreanos se endurece con un ejercicio zen: la primera semana de octubre celebran la iluminación de Buda meditando siete días en posición de loto, sin comer ni dormir. Allí no hay videocámaras pero un maestro vigila con una vara de bambú en la mano que nadie cabecee de sueño. En tal caso, el despertar serían tres golpes en el occipital. Cada tanto caminan alrededor del templo para prevenir calambres.
–Meditamos una semana porque es el tiempo que le llevó a Buda alcanzar el Nirvana; y te aseguro que no dormimos.
–A las 9 PM voy a dormir pero a las 3 AM ya me despierta Kim con el toque de una larga castañuela de bambú en el jardín: dormimos seis horas como en el kisuk-hagwon, ese instituto de preparación para el ingreso a la universidad donde los estudiantes se internan nueve meses sin poder salir ni comunicarse con el exterior.
Luego golpea un tambor en un enervante tono creciente. A las 4 AM estamos meditando en posición de loto bajo el marco de una gran puerta abierta del templo mayor, mirando el disco perfecto del sol que asoma sobre los rascacielos de Seúl en la lejanía. Lo oigo a Kim recitar su repetitivo mantra y veo en él a miles de jóvenes coreanos que estarán ahora mismo, en algún lugar de encierro, repitiendo de memoria la lecciónZ
* Corea, dos caras extremas
de una misma nación.
Ediciones Continente, 2017.