Hoy como ayer el neoliberalismo vuelve a ser exitoso en la generación de discurso económico de consumo masivo, algo similar a aquello que la prensa oficialista del presente definió en la década pasada como “relato”, en este caso económico. Las máximas funcionan siempre a modo de axioma publicitario. Por ejemplo, sólo para citar dos grandes éxitos: “Achicar el Estado es agrandar la Nación” o “La emisión genera inflación”. Y aunque 2016 es un nuevo y gigantesco ejemplo práctico, en el laboratorio de la historia, de que la economía no funciona como lo describe la ortodoxia, el gran éxito político de la Alianza PRO es haber conseguido que buena parte de la sociedad civil, sumada a la porción económicamente analfabeta de la sociedad política, crea que los malos resultados económicos del presente no resultaron de la sumatoria de medidas desacertadas decididas a partir de diciembre de 2015, sino de la presunta e inevitable corrección de los “desequilibrios” heredados. El debate sobre el pasado, sin embargo, no se repetirá aquí, donde lo que importa son dos elementos clave del presente: el gradualismo presunto de la transición asociada a la evolución del déficit fiscal y su financiamiento vía endeudamiento en divisas.

Respecto del déficit, el relato oficialista sostiene que la actual administración evitó hacer un ajuste doloroso y, por lo tanto, no ejecutó el recorte violento demandado por las caricaturas del extremismo ortodoxo. En este espacio se dijo muchas veces, y se repetirá hasta el infinito, que el resultado fiscal, deficitario o superavitario, es primero una función de la evolución del PIB. Dado que el método estándar de refutación de la ortodoxia es por el absurdo, se aclara que lo dicho no quiere decir de ninguna manera que no importen los ingresos y gastos, sino que dada una determinada estructura presupuestaria, generalmente inelástica en el mediano plazo (especialmente por el lado del gasto, pero no solamente) el resultado fiscal depende del crecimiento, positivo o negativo, a la vez que sobre reacciona a él. Dicho de manera rápida, si la economía se contrae, la recaudación impositiva se contrae todavía más y viceversa. Las series históricas permiten corroborar la relación: los déficits fiscales son efectos y no causas de las recesiones. Cualquiera con un mínimo de honestidad intelectual que a principios de 2016 proyectara el comportamiento de los componentes de la ecuación macroeconómica básica o fundamental (PIB = C + I + G + X - M) podía predecir que el déficit fiscal aumentaría como finalmente ocurrió. A los malos resultados contribuyó luego, en segundo lugar, no el aumento del gasto, que cayó en términos reales en el acumulado anual, sino el renunciamiento voluntario de ingresos tributarios, como el caso paradigmático de la eliminación parcial de retenciones. Con los resultados en la mano tras un año de funcionamiento del nuevo esquema, resulta difícil imaginar una decisión más inadecuada macroeconómicamente que la eliminación de retenciones en el marco de un proceso devaluatorio.

Sobre la existencia del problema del déficit fiscal se monta el segundo axioma del relato; el más absurdo de ambos, pero a la vez, el más difundido. Se trata de la afirmación de que se toma deuda en dólares para no tener que “financiar el déficit con emisión de pesos, lo que generaría inflación, como ocurría durante el kirchnerismo”. La primera refutación reside, otra vez, en los números de 2016, en el implacable laboratorio de la historia. Si semejante tontería fuese cierta sería imposible explicar 55 mil millones de dólares de deuda nueva con más de 40 por ciento de inflación.

No es este el lugar para la discusión teórica, pero la macroeconomía tradicional, con disfraz keynesiano, explica esta necesidad de dólares para cubrir déficit interno con el “modelo de las tres brechas”, un reagrupamiento estático de los componentes de la ecuación macroeconómica básica para separarlos en tres sectores: el privado, el público y el externo y, según el cual los déficit o superávit de cada sector se compensan inevitablemente con los de los otros. El modelo fue desarrollado inicialmente para explicar los efectos internos de la restricción externa, tema clave de las economías latinoamericanas, pero no sirve para comprender el funcionamiento del dinero en una economía bimonetaria, punto al que interesa acercar la lupa del análisis.

El primer punto crítico es que todo déficit presupuestario que pretenda financiarse con divisas se financia también con emisión, no son componentes que se reemplazan mutuamente, por la sencilla razón de que la deuda en dólares debe transformarse a pesos. Los salarios públicos, los pagos a proveedores, etc., son pagos en pesos, no en dólares. Debería ser muy sencillo de entender. Por ejemplo ¿para qué una provincia necesitaría endeudarse en dólares? Pensar que los pesos del gasto deben estar respaldados por dólares significa no sólo volver a la históricamente descartada lógica de la convertibilidad, sino rechazar la soberanía monetaria del Estado. Los dólares sirven para otra cosa, para financiar las importaciones, cumplir con los pagos internaciones y, en una economía como la local, sostener el nivel del tipo de cambio, especialmente en situaciones de restricción externa vinculada a procesos de crecimiento. 

El segundo punto crítico respecto de la emisión de pesos es que en un sistema capitalista, si es excluye la creación de dinero bancario, el déficit del sector público es la única forma de inyectar liquidez al sistema económico. Un camino alternativo sería que el Estado regale dinero a los particulares; esto último dicho sólo para que se entienda el mecanismo. El tercer punto crítico refiere a la lógica que está por detrás de la idea de “la emisión genera inflación”, un mecanismo de inflación de demanda por exceso de pesos. Aunque explicar la inflación por demanda es erróneo en el actual contexto económico (la inflación es de costos y opera por puja distributiva y cambiaria) vale suponer analíticamente que tal inflación de demanda existe y preguntarse, en tal caso, por qué demandar bienes y servicios con billetes verdes con el rostro de George Washington sería distinto a hacerlo con billetes con animales