“Hubo un momento en que alguna gente se dio cuenta de que quería vivir de su música. Y que si metía un lolololo era más fácil que la peña lo corease. Si luego además contratabas al productor de La Oreja de Van Gogh, podías llegar todavía a más gente”, ironizó alguna vez Cristina Plaza, una artista madrileña que firma como Daga Voladora, tan conocida por sus opiniones ásperas como por su dulcísima y cándida voz.

Cristina Plaza no es ninguna extraña en su propia escena: lleva cerca de dos décadas en el circuito independiente español –ese circuito del que tanto bebió el indie argentino de principios de esta década– al frente de proyectos como Clovis, Los Eterno o Gran Aparato Eléctrico. Lo que sucede es que ella es una de esas presencias inquietas, quizás demasiado experimentales para cruzar la barrera del under, o siquiera desearlo, que parecen constitutivas y casi omnipresentes en cualquier comunidad pequeña: es la chica que toca y colabora en todas las bandas, la que las va a ver a todas, la que arenga, la que en definitiva, contribuye a que una comunidad sea como es, pero que no necesita impacientarse todo el tiempo por el ascenso o los resultados de un proyecto en particular. “Es una de esas raras artistas a las que es mucho más fácil encontrarse como público en un concierto que subida a un escenario”, dijo alguna vez la prensa española sobre ella. Una frase que podría hacer composé con cierta forma esencial de su personalidad: cuando era niña, sus profesores asombrados por su facilidad para la música le aconsejaron a sus padres enviarla al conservatorio, pero ella prefirió hacer gimnasia rítmica. “Mi problema es que yo quiero ser todo. Una vida no es suficiente”, explicó.

Daga Voladora entonces es la última incursión solista de Cristina Plaza, proyecto que ella define como “folk cósmico” o “pequeñas joyas de gran impacto emocional”. Una aventura con la que ya había lanzado dos discos anteriormente, aunque tuvieron que pasar cerca de ocho años para la llegada del tercero, su trabajo más ambicioso, o quizás su consagración a una escala mayor, donde puso todo el pulso y la convicción. El nuevo disco se llama Los manantiales y parece sacado de otra época, aunque presume de todas las posibilidades del presente. En él, Daga Voladora explora el pop y la psicodelia en clave lo-fi, con influencias de Stereolab, Galaxie 500 o Cate Le Bon; un puñado de canciones donde cuenta historias con letras como “Yo quise ser héroe de ficción, pintora expresionista, actriz revelación”. Y donde su voz cálida y flotante, sus frases listillas y sugestivas –“Puede ser algo que sale de una conversación, o que leo en un libro, en una noticia, o hasta en la etiqueta del champú”, explica– , se mezclan tanto con los nostálgicos sonidos analógicos como con los beats electrónicos bien contemporáneos.

Cristina Plaza habitó varios momentos del indie español –esos sonidos que en algún momento se hicieron norma y luego fueron desapareciendo fundiéndose con el género urbano–, incluido su cambio de paradigmas. El espacio liminal en el que el foco de atención se movió de bandas fundacionales como Los Planetas a otras más joviales como Los Punsetes. “Clovis no encajaba realmente en ninguno de los dos lados. A veces pienso que, si hubiéramos salido un poco antes o un poco después, nos hubiera ido mejor”, dijo ella sobre el sonido intempestivo de su propia banda, aunque el asunto realmente no la impacienta mucho. Ha dicho también que cree en la ética del beatnik: “Esa cosa de deslomarse una temporada y después subirse a un tren de mercancías para irse a otra parte y vivir con poco, haciendo lo que les da la gana”, y no cree en la música como un trabajo de oficina.

Cristina Plaza es Daga Voladora

Para Los manantiales de hecho se tomó su tiempo entre trabajos asalariados y otros deberes –dice que no vive de la música sino, como casi todos los creativos, de trabajos vinculados a medios de comunicación y redes sociales– y para hacerlo se retiró al campo: se alquiló una casa en una aldea entre Madrid y Ávila y se aisló un mes para reencontrarse con sus propias canciones. Aunque ella, acaso como la música indie, es indefectiblemente oriunda de la ciudad. “Al pueblo me llevé los instrumentos y me puse a improvisar. Pensé que la naturaleza iba a influirme, pero soy una urbanita de mierda”, contó Plaza. “Todo salió cuando estaba en un sótano con humedades y con un martillo pilón taladrándome el oído”, dijo sobre esas canciones que terminó concretando de vuelta la ciudad, en el lugar que alquiló en un taller de instrumentos musicales y “cachivaches analógicos”.

Los manantiales, que finalmente salió en invierno del año pasado y que por estos días Plaza se dedica a presentar en vivo, fue grabado de forma casera, aunque a diferencia de sus dos anteriores –Chiu-chium (2016), que salió en cassette, por el sello estadounidense OSR y Primer segundo (2017), por el sello madrileño Gramaciones Grabofónicas– cuenta con un sonido sofisticado que no se enorgullece del lo-fi en lo material, aunque sí quizás como idea y derrotero. En él participaron un mínimo de personas a pesar de la cantidad de sonidos, instrumentos e influencias, y ella hizo también de productora. La mezcla final, de hecho, es lo único en lo que intervino de manera más secundaria: de eso se encargó Fino Oyonarte, su pareja, compañero de bandas pasadas, y productor a cargo de discos como Super 8 de Los Planetas. El disco se podría enmarcar, quizás, y muchos lo dicen, en el bedroom pop –ella misma cuenta que alguna canción la cantó literalmente metida en la cama cubiertas de colchas– si no fuera porque su impronta prescinde de la ingenuidad que caracteriza ese sonido y, cargada de referencias literarias, imágenes poéticas, secuencias narrativas o simples postales de un momento, se establece en un lugar mucho más adulto, con cinismo pero con ternura. Un manantial es un agua subterránea que sale a la superficie, y era poético pensar que he estado un montón de tiempo sin hacer nada, y ahora salgo”, se entusiasmó al presentarlo.