En el siglo XVI, el madrileño Alonso de Ercilla escribió su poema épico La Araucana. Son  treinta y siete cantos narrando las sangrientas batallas entre los nativos y los españoles al mando de García Hurtado de Mendoza, gobernador y Capitán general de Chile.

Ercilla presenció las contiendas entre 1557 y 1559 y contó en versos la gran cantidad de población indígena que habitaba la región. Ante la arremetida wingka, cada líder mapuche puso a disposición de la causa miles de guerreros proveniente de los lugares más recónditos. El poeta describió la bravura indígena, las estrategias del joven Leftraru para evadir a los blancos con sus caballos mansos y obedientes.

Dentro de sus filas estaba Galvarino, un guerrero corpulento que fue capturado en la batalla de Lagunillas, a quien como escarmiento los españoles le cortaron las manos. Según cuenta Ercilla, Galvarino “con desdén y menosprecio dello alargó la cabeza y tendió el cuello”. Lo hizo para que terminaran de una vez con su vida. El objetivo español no era asesinarlo sino dejarlo vivo para que su gente lo viera y supiera de la ferocidad a la se estaban enfrentando.

Cuando el mapuche se encontró con sus pares, pidió que le ayudaran a colocarse puntas de lanza atadas para reemplazar sus manos y una vez amarradas a los antebrazos, volvió a combate con manos de hierro enfrentando a los civilizados, dando muerte a varios enemigos. No resistió mucho, lo capturaron y a pesar de que el poeta Ercilla pidió por su vida, el mismo Galvarino le contestó mostrándole sus brazos mutilados, lamentando no haber podido matar a más aunque sea con sus dientes y diciendo que prefería morir. Los españoles que esperaban súplicas, lo consideraron un indio soberbio y adelantaron su ejecución.

En su décimo canto Ercilla habla del ejército de mujeres, de todas las edades, que se lanzaban sobre los españoles “con varonil esfuerzo”. La estrategia era la de permanecer largo tiempo escondidas en el bosque para emboscarlos, silenciosas, esperando el momento oportuno para atacar con gritos enfurecidos y armadas con lo que tuvieran. El poeta describió su coraje diciendo que “ni les daba pesadumbre los pechos al correr, ni las crecidas barrigas de ocho meses ocupadas, antes corren mejor las más preñadas… y de ajeno valor y esfuerzo armadas, toman de los ya muertos las espadas”. Eran mujeres como Guacolda, la esposa de Leftraru, y Fresia, esposa de Kalfulicán, que no quedaron afuera de los versos de Ercilla.

La Nación Mapuche tenía desventaja en cuanto a armas y era inminente la derrota. Como si fuera poco, comenzaban a padecer las pestes traídas por los europeos, como el tifus, la viruela y algo que los mapuche llamaron chavalongko, un dolor de cabeza fuertísimo que podía ocasionar la muerte si no se la trataba con la maceración de determinada hierba.

En el siglo XVII comenzaron los parlamentos para generar alguna tregua entre las partes, aunque los conflictos entre los hispano-criollos y los mapuche seguirían hasta la actualidad. Siempre perseguidas, combativas y muchas veces despojadas, las Primeras Naciones han dejado en esas encerronas un rastro indeleble sobre la Cordillera de los Andes. Porque eso de que “los mapuches vinieron de Chile” es lo que se solía decir y aún hoy algunos historiadores sostienen con gran convicción. Del otro lado, en Gullu Mapu, Chile, aún se enseña en establecimientos educativos la otra versión. Historiadores que expresan ante su público que “los mapuches vinieron de Argentina”, como si no bastara con recordar que en el siglo XVI no existían las fronteras.

Para cuando llegó el siglo XIX, el genocidio perpetrado por el Estado Argentino se había cobrado miles de vidas, y los que sobrevivieron pudieron contar su verdad, para mantener viva la memoria de los antepasados asentándose en campos sin títulos, con permisos de pastaje solamente y sin ninguna garantía de poder establecerse definitivamente.

En 1880 a la persecución y el escarmiento se sumaba la humillación pública, como le sucedió a los prisioneros en el Museo de Ciencias Naturales. Una mujer que fue apagándose de a poco fue Margarita Foyel, hija de longko, quien ingresó en 1883 al museo que Francisco Pascasio Moreno acababa de inaugurar en La Plata. Ella tenía treinta años y fue exhibida como pieza viviente junto a su familia y la del longko Inacayal. Para entretener a los visitantes, Margarita era obligada a tejer todo el día, varios de sus tejidos eran puestos luego en vitrinas. La clase pudiente de Buenos Aires tenía algo con qué entretenerse a la hora de ver un poco de exotismo en la urbanidad.

Moreno, que en sus expediciones a la Patagonia había conocido la hospitalidad de las Primeras Naciones, sólo tuvo que entregarle al ejército la ubicación de las tolderías para “terminar con la barbarie”. El perito, que gustaba de observar y tomar nota de todo lo que veía a modo de seguir con sus investigaciones, a medida que sus cautivos se iban muriendo, los mandaba “a descarne” para convertirlos en nuevas piezas a exhibir. Sus vitrinas se llenaron de esqueletos y cráneos.

Cuando murió Margarita Foyel, tres años después de ingresar, Moreno consideró que era una gran idea exhibir su cerebro y su cuero cabelludo, para mostrarle al mundo cómo la hija del cacique usaba las trenzas negras. En 2014, las autoridades del Museo de Ciencias Naturales de La Plata devolvieron sus restos a la comunidad Las Huaytecas, en Río Negro.

En los años noventa, una abuela llamada Cayupán, Seis Pumas, solía decir que “los wingka siguen avanzando, y yo sigo escapando”. Lo que había visto a los cinco años de edad le había marcado dolorosamente su alma. Ella siempre estaba esperando ser desalojada por sorpresa, en cualquier momento, a cualquier hora. Tenía más de cien años y era una mujer muy fuerte. Se sentía orgullosa de los rebeldes que tenían la vitalidad para pelear por lo que consideraban justo. “Me siento viva cuando los peones reniegan por su paga, todavía no nos han domao”. Vivía en la provincia de Chubut. Cuando sus ojos miraban el horizonte, allí volvía el recuerdo de las persecuciones y matanzas de la campaña militar de 1881 en el País de las Manzanas, en las orillas del río Limay.

Cuando el ejército irrumpió sorpresivamente en la toldería, su madre la escondió debajo de los cueros y para asegurarla le colocó piedras encima. Le dijo al oído xipai alkutunükün, que saliera cuando escuchara mucho silencio. Ella obedeció y al escuchar el silencio absoluto, de a poco se animó a salir. Sus padres y abuelos habían quedado tendidos junto a otros tantos, sembrando con su sangre la tierra manzanera. Como escarmiento, a sus abuelos y padres antes de matarlos les habían cortado la lengua. Cayupán caminó sola un trecho bastante largo, hasta que escuchó el llanto de un niño al que fue a socorrer. Era más pequeño que ella, tendría unos tres años, y no tuvo otra opción que hacerse cargo. Le agarró la mano y juntos siguieron sin rumbo. Recordaba que habían caminado muchas lunas hasta que llegaron a otra toldería y que durante esos días al niño se le pegaban los ojitos de tanto llanto mezclado con tierra y ella se los mojaba con la lengua para que los pudiera abrir. Cuando fueron adultos a él le pusieron de nombre Akilino y se casaron a la usanza antigua.

Siempre los nutram, los relatos de lo vivido, dejan una enseñanza de entereza ante la crueldad. La longko Zoila Pulgar Wentukidel de Puerto Patriada solía bajar al pueblo por el camino de tierra. Para ella era frecuente cruzarse con una camioneta cuatro por cuatro de vidrios polarizados que frenaba, y tras bajar la ventanilla una voz masculina le gritaba desde adentro “caminá india de mierda”. Ella nunca se dejó amedrentar, agarraba con más fuerza su bolsita de las compras y seguía su camino con la frente en alto. En otra ocasión, viendo que a mitad de la noche las luces de una chata apuntaban a su tranquera, se acercó a la ventana y corriendo levemente la cortina lo único que atinó a decir fue “bueno… me vendrán a matar a mí ahora…”

Esperando que le pasara lo mismo que a Lucinda Quintupuray.

La familia Quintupuray había llegado desde Neuquén en 1914 en un paraje llamado Cuesta del Ternero, en Río Negro. Eran muchas hectáreas de pastaje verde, ríos y vegetación autóctona y ese ensueño natural despertó el interés de muchos empresarios. Dos por tres se le aparecían desconocidos al rancho de Lucinda para ofrecerle sumas millonarias por sus hectáreas. Tras la negación de la anciana, un 11 de enero de 1993 la encontraron muerta a balazos tendida sobre su cama. Los interesados en el campo de Lucinda creyeron que no tenía herederos, sin embargo apareció un hijo llamado Victorio, que enterado lo de su madre viajó desde Zapala para hacerse cargo del campo. Al poco tiempo, apareció ahogado en el río con un fuerte golpe en la cabeza. Ese y otros tantos crímenes nunca fueron esclarecidos.

La historia de las Primeras Naciones está llena de cuerpos violentados, puestos en vitrinas, sus cerebros en formol. Niñas abusadas que esperan un futuro justo, familias a la intemperie a causa del despojo y el trato inhumano. La apropiación de vidas y tierras, todo espera una reparación histórica.

La compositora Violeta Parra escribió su tema Arauco tiene una pena. Un canto donde verso a verso manda a levantarse a los líderes que murieron el siglo XVI, para que su espíritu luchador no se olvide, porque si la vida es cíclica todo en su momento, vuelve.

“¿A dónde se fue Lautaro, perdido en el cielo azul?

Y el alma de Galvarino se la llevó el viento sur.

Por eso pasan llorando los cueros de su kultrún,

Levántate pues, Calful.

Del año mil cuatrocientos que el indio afligido está,

A la sombra de su ruca lo pueden ver lloriquear.

Totora de cinco siglos, nunca se habrá de secar,

Levántate Quilapán.