Andábamos por los andurriales, cerca de nuestras madrigueras pero lo suficientemente lejos como para sabernos fuera de la vigilancia de la familia.

Casas de doñas con varices y luchadores de sumo engordados a vinacho, diésel de los camiones y asado. Había en el aire un olor a tragedia que solo los perros y los pibes videntes parecen intuir.

-Esto es el final -me decía mi primo el Rúben.

-¿El final de qué?

-Mirá cómo están las casas, se caen solas y encima los van a ametrallar.

-¿Y vos qué sabés? ¿Quién sos? -le preguntaba con un hilo de susto y reproche. Era mi primo, el Rúben, quien describía el sitio donde estábamos para atestiguar que no daba para más nada de nada. Él parecía saberlo todo, intuirlo como un Nosferatu morochón.

Covachas bestiales hechas de retazos de otras casas donde el Crucificado pendía en una estampita como anunciándote que una vez atravesada esa puerta ya estarías adentrándote en el más profundo de los infiernos.

-El que vendrá -confirmaba él.

Recuerdo una tapera donde a la entrada, bajo un alerito de chapa, se distinguía la foto de Kennedy. Por la radio pasaban tangos y entre ellos, la voz de Isabelita. "¡Hay que ser pacientes y esperar las elecciones venideras", graznaba en su tono de niñita.

Y la vaca ciega siempre allí, mirando sin ver, echada, ajena a los ruidos, con su cola de látigo y la cornamenta inútil. Llegaba el vasco con un balde gris a ordeñarla y al rato se iba, con la carga espumosa, hacia el caserón con arcada de chapa, recostado como una barraca, herrumbrado bajo la sombra del otoño sin frutas ni aromas vivos que se nos iba enquistando en la piel como un pegote. "¡Ladronzuelos de siete suelas, ya los va a venir a buscar la policía", nos aullaba.

No éramos felices, no sé qué queríamos, pero los pibes criados en esos arrabales saben mucho más de lo que pueden decir. Quizás porque presienten que el final es el principio de una vida para esclavos.

Pobres de nosotros que nos dábamos cuenta de todo y lo único que anhelábamos era un milagro, un pequeño milagrito. Sonaban los mensajes de un Perón ya difunto y el diario en primera plana nos anticipaba que todo se estaba terminando. Que había malestar en los uniformados.

- Ellos tienen un laburo fijo, ¡no sé de qué se quejan! -expliqué puerilmente.

El Rúben me sonrió levemente.

-Ellos son como vampiros, quieren matarnos a todos, primo. Hay que rajar lejos, a las montañas.

Pensé: “Podría ser guardiaparque lejos de esta mugre. Y el Rúben se podría emplear de cualquier cosa que tenga que ver con las matemáticas”. 

Había que irse pronto: no soñábamos con ser médicos, ni arquitectos. Buscábamos algo diferente intuyendo que por delante, ahí cerca de nuestras casas, en las esquinas, nos esperaba la trampa de ser como los demás. O caer, como decía mi primo, fusilados por lo que va a venir. Empezamos a robar. Primero espejos de coches estacionados, luego picaportes de bronce, alguna golosina cara en los primeros súper, estampas de santos, alguna bicicleta. Eso fue en el verano. Pero ni eso nos satisfacía. Probamos con la única droga que teníamos a mano: dejar de dormir. Y así empezamos una vida rumbosa, con el alcohol de la caña Legui y la poderosa droga de la falta de sueño que nos hacía imaginar cosas. 

La gente joven nos advertía en algunas esquinas que tuviéramos coraje y nos alistáramos para luchar. Nos invitaban a pelear; nosotros que descreíamos de todo y que intuíamos que el Trencito de la Alegría ya había pasado... ¿Qué hacían esos grandulones pidiendo emancipación? El Rúben me miraba de reojo como diciéndome: “Yo te lo vengo diciendo, acá va a haber quilombo”.

Nunca tuve tanta angustia. Empecé a robarle los trapax a mi madre, que me calmaban y atontaban. Parálisis de no poder moverme sabiendo que estábamos en peligro. Hablaba con mis padres. Mi viejo aseguraba que todo iba a explotar y se iba al río con sus penas y su esperanza. Mi madre repetía “ay no sé dónde iremos a parar con esta inflación”.  Mi hermana ya no dormía en casa, escondida en algún refugio. Nadie me daba una explicación lícita. Solo el Rúben que ahora se había puesto de novio con una morochita petisa y bocona que lo retenía y me impedía estar más con él. “Dejalo, soltalo que se va a perder y necesito que me guíe, la puta que te parió”, pensaba decirle.

Una noche, luego de un baile en casa de la noviecita, salimos a la vereda a fumar. El cielo estaba negro y sin estrellas.

-¡Che, Rúben, vamos urgente a Córdoba a escondernos! ¡Despertate boludo! -. Hizo un mohín y señaló con el dedo hacia atrás, hacia la puerta del pasillo de su dama.

-Primo, me parece que me acollararon. Encontré el amor definitivo-. Me dieron ganas de trompearlo.

-¿Pero y lo que se avecina, el quilombo, la metralla, todo el barrio inundado de sangre como decís?

-Ah, la piel que todo lo puede, voy a esperar la prueba de amor y después nos vamos, primo. Vos preparate… -y se silenció por la llegada de su amorcito.

Luego llegaron las materias previas, el perfume Crandall, la vuelta en moto prestada, el Sambae de San Lorenzo, algunos besos que me dieron y que no supe devolver, unos pesos ganados en La Florida como limpiador de la arena, la Negra Alicia y su casa llena de humo, el novio de gafas que nos daba lecciones de marxismo, mi hermana, de la que no teníamos noticias, todo aquel berenjenal de hechos me hizo olvidar al Rúben, a quien veía casi nada capturado por su novia.

-¿Cuándo nos vamos? Tengo algo de guita que junté. Nos alcanza para el viaje y unos días. Llevo el carnet de ferroviario de mi viejo y vos te colás. Todos los jueves hay un Estrella del Norte que va para las sierras -. No me contestó. Arqueó las cejas y me puso una mano en el hombro. Largaba el humo por la nariz y ahora fumaba mentolados, como su novia.

Fui a los andurriales y casi me pongo a llorar. Casas donde las jóvenes se hacían prostitutas por aburrimiento o para parar la olla y terminaban en el mejor de los casos convertidas en pupilas alquiladas a algún quinielero que las habría de colocar en las casas del centro. Los pibes serían policías, albañiles o jugadores de fútbol. Estaban ennegrecidas como si el demonio las hubiera secado. Sentí un escalofrío.

El 24 de marzo me sorprendió en Villa Giardino, en un hostal. Me enteré por la tele. Lloviznaba y no tenía con quién desaguar el pánico.

Del Rúben no supe más nada, ni de su novia tampoco. Dicen que los vieron en un autito entrando juntos a un motel. Había logrado lo que buscaba, pero no le alcanzó el tiempo para salvarse. Ni siquiera su tercer ojo se lo advirtió.

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