Las revoluciones requieren sigilo. El arte de la conspiración hace del secreto uno de sus engranajes indispensables. En la era pre-digital los conjurados crearon un artilugio tan simple como eficaz: el de ocultar a la vista los textos que inspirarían voluntades redentoras mediante la escritura con tinta invisible. Garrapateadas con jugo de limón en las entrelíneas de cartas anodinas, al ser sometidas por el destinatario al pabilo de una vela las frases insurgentes revelaban su llamado a la acción. De allí proviene la marca de agua. Solo perceptible al tacto, labrada con la técnica del gofrado, uno de los métodos de grabado, estampaba membretes en relieve en papeles y libros para rubricar su pertenencia. Los Estados hicieron de ella un mecanismo para impedir la falsificación de billetes; el capitalismo virtual, el reaseguro de la propiedad intelectual.
Tras la inundación de Bahía Blanca, entre los millones de bienes recibidos en donación desde todo el país por los bahienses fueron apareciendo mensajes adheridos a los objetos en los que el donante declaraba su solidaridad conmovida. “Estos pañales eran para mi bebé. Tristemente él nació sin vida hace apenas unos meses. Sé que hoy se alegra en el cielo de que sus papás ayuden a los pequeños que más necesitan. Que dios los fortalezca y cuide siempre de sus niños. Dios los bendiga. Papás de Eliseo” -reza una esquela manuscrita encontrada en un paquete. “Hola. Me llamo Alma Rufino. Mi deseo para quienes reciban esta botella es ¡No se rindan!” -escribe con letra vacilante una niña en la etiqueta de una botella de agua mineral enviada desde la salita de 5 de un jardín de infantes de Córdoba.
Pero junto a los mensajes de redención circulan, como después de toda catástrofe, rumores infundados que horadan el vínculo comunitario. “Dicen que vieron montañas de cadáveres en la morgue, los sacan por la noche en helicópteros”; “el gobierno oculta el número de muertos y desaparecidos”; “no donen al municipio porque se roban la plata”, son consignas que en medio de la desgracia lesionan la creencia en los más que evidentes esfuerzos que hace la institución reparadora por antonomasia, el Estado, para salvar la situación. Hijas dilectas de la anti-política, herederas del “¡Que se vayan todos!” del 2001, esas maledicencias intencionadas grafican las tensiones ideológicas, suspendidas momentáneamente ante el drama, que con el paso de los días afloran como un miasma corrosivo.
Nada nuevo. Nobleza y miseria humana habitan el cuerpo social; de su puja dialéctica emana el resultado que se vuelve felicidad colectiva o incuria moral, garante del sufrimiento. Con esa materia se forman las naciones. Entre ambas actitudes, la de la entrega desinteresada actuada por miles de ciudadanos que sacrifican su tiempo y sus bienes para el bien común, y la de quien amparado en el anonimato lo ataca sembrando discordia, se juega el destino de una sociedad que ha de dirimir qué opción adoptar para construir una comunidad emancipada.
El tema ha inquietado al pensamiento político desde siempre, pero sobre todo a partir del triunfo universal del capitalismo que impuso su opción egoísta, hoy celebrada como modelo virtuoso, al arrasar con las formas previas de agregación social. La ética protestante, en la que Max Weber vio el acicate individual centrado en la fe en un dios personal que oficia de motor en la búsqueda insaciable de ganancias, obra como un disolvente de los lazos comunitarios, basados en la solidaridad desinteresada. El capitalismo requería del poderío individual para instituir la nueva forma de organización que volvía soberanos a los sujetos independientes, desgajados de la trama social, a la que solo se vinculan a través del mercado. Las formas de convivencia comunitarias tramadas en el libre encuentro de voluntades quedaban ahora sometidas al artificio, la convención, el arbitrio, encubiertas por la lógica del dinero. Marx llamó “fetichismo de la mercancía” a la inversión de valores que establece relaciones sociales entre cosas y relaciones materiales entre personas, ocultando su inequidad e iniquidad fundamental al aparecer desposeídos y poseedores como iguales en el intercambio mercantil.
Con la universalidad del capitalismo las sociedades debían pactar los modos de su integración a un todo mayor signado por el mercado, instituyente de la guerra de todos contra todos. La razón instrumental, vuelta hegemónica, en la medida en que orienta la acción con arreglo a fines deshace el compromiso colectivo, lo vuelve resultado de pactos y tutelas estatales y no ya un orden natural en el que predomina el Bien Común. Es el reino del beneficio personal a costa de los demás. El igual, el hermano, pasaba a ser un otro al que dominar, volverlo cosa entre las cosas, consolidando las formas de la guerra social regida por la ganancia. La gramática del desprecio que la orla se tornó el lenguaje predominante.
En 1887 el pensador socialista Ferdinand Tönnies había publicado su libro Comunidad y Sociedad en el que daba forma a un dilema crucial que atraviesa la conformación de las naciones. Los lazos comunitarios que la antropología incipiente había investigado en los pueblos indígenas aparecían como un atavismo redivivo en las vocaciones igualitarias que bajo el nombre de socialismo buscaban una sociedad de pares. Todos los proyectos emancipatorios del siglo XX aspiraron a restañar la cisura que hace de la organización colectiva un sueño acechado por las pesadillas disolventes del individualismo capitalista. Aunque los vínculos que el mercado implanta constituyen socialidad, su tendencia centrífuga coarta el fundamento mismo de la comunidad en la medida en que somete los lazos que la estrechan al cálculo conveniente.
El peronismo fue una de las respuestas conciliatorias de esa tensión en tanto formuló una conjunción virtuosa entre comunidad y sociedad articulando desde el Estado las mediaciones que morigeran sus antagonismos. Las Organizaciones Libres del Pueblo, como las llamara Perón, sustancian la creencia laica, aunque no desprovista de rasgos que abrevan en el acervo aglutinante de las religiones, en un devenir histórico orientado a una Comunidad Organizada. El Estado es su mero instrumento. Weber, que matizaba aquellas tensiones, sostenía que en la lógica del cálculo con que la sociedad y el Estado modernos ordenan el mundo humano existe un margen de recreación de espacios comunitarios, resistentes e insistentes, de base identitaria, religiosa, étnica, deportiva, o cultural, en los que la economía no es un fin en sí mismo. Pero alertaba sobre su posible neutralización burocrática, que mitiga la democracia que portan los comunitarismos.
En Ensayo sobre el Don, Marcel Mauss detectó que en gran parte de los pueblos originarios el vínculo entre clanes, tribus y demás formas de articulación colectiva se instituyen y legitiman en el ritual del potlach, que estudió en la Columbia Británica, mediante el cual un grupo humano entrega bienes a otro en condiciones de fragilidad, sometido a hambrunas, pestes, seguías o algún episodio que pone en riesgo la reproducción de la vida. Se establecía así una cadena de donaciones que exceden largamente la necesidad y obligan a la reciprocidad, anudando sus destinos. Aunque el don dota al donante de prestigio y en muchos pueblos esa situación es fuente de soberanía sobre el receptor, lo que me interesa destacar es que del acto de dar y recibir resulta el estrechamiento de relaciones que sustituyen la guerra y alientan el espíritu de convivencia. De ese modo, es la solidaridad y no la búsqueda de ventajas lo que anuda la comunidad.
Hemos visto en Bahía Blanca no solo la respuesta inmediata de aquellos que actuaron y actúan gestos de heroísmo, sino también de quienes ofrendan sus bienes y su trabajo voluntario, tanto en instancias estatales como a través de organizaciones de la sociedad civil, en un ritual colectivo de encuentro. Súbitamente, apareció una comunidad remozada que en la abulia reinante parecía una utopía imposible. Para muchos, sobre todo para las nuevas generaciones, la experiencia es fundante, y anuncia otro modo de vivir que en la acción colectiva da con la cifra de un futuro esperanzado.
La catástrofe ha impreso su marca de agua no solo en las paredes de los hogares inundados sino, y sobre todo, en el alma de aquellos que sintieron el llamado perentorio de la solidaridad, en algunos casos, por primera vez en sus vidas, ante el sufrimiento de lo que, erróneamente, se ha llamado “el otro”, que no es otra cosa que un par, un hermano desconocido hasta la víspera. El horizonte de la igualdad se hace carne en los voluntarios que han de encontrar en un futuro inmediato los modos de tramitar esa experiencia conformando colectivos activos para pensar y desplegar otra forma de vivir. Se trata de una revolución. En las almas, en los cuerpos, en las mentalidades, que han de pujar contra el retorno a las tristes pasiones egoístas inventando una nueva gramática vital, cuyo núcleo y fundamento no es otra cosa que el amor, sustento de toda pasión liberadora.
Pese a la sumisión técnica y la disgregación impuesta por el capitalismo, la necesidad de comunidad renace con nuevos bríos ante una situación límite como la que sufrió y sufre Bahía Blanca. De su transformación en potencia colectiva popular organizada depende su refundación futura. Que deberá asumir, como alerta Maristella Svampa, la construcción de una agenda ecológica sostenida por los gobiernos, cuyo primer paso es la puesta en cuestión de la deuda climática, atada a la deuda económica extorsiva, que el Norte global, responsable de la contaminación de dos siglos, tiene con el Sur. Y, sobre todo, a nivel local, además de las políticas públicas de reparación como las que llevan a cabo los gobiernos provincial y municipal, requiere el reclamo urgente ante los poderes trasnacionales, como los del Polo Petroquímico, que operan en el territorio al que no cejan de devastar impunemente.