Los años ‘90 en Hollywood fueron únicos en un aspecto: crearon una galería de jóvenes que asomaban en las filas del nuevo cine independiente, a los costados de las pasarelas de los desfiles de alta costura, en las revistas de la prensa rosa, en las discotecas de moda. Eran músicos del grunge naciente, bastardo del heavy de los ‘70 y del punk tardío de los ‘80; eran modelos flacas y altas de las agencias de élite y campañas de marcas como Guess o Calvin Klein; eran starlets recién descubiertas, chicos rubios de aspecto frágil, hijos de famosas estrellas consagradas que clamaban por un lugar propio en el nuevo firmamento. Una fama fulgurante y efímera en una industria del entretenimiento en permanente transformación: convivían el videoclip y el festival de Sundance, el mainstream y la radical independencia, el crepúsculo de un cine todavía analógico, atado a la sala y la avant première, al carisma de las estrellas, y un registro digital todavía en ciernes, con las venideras franquicias y el anuncio de la muerte del cine. La Generación X era la reina de ese tiempo, atormentada y resistente, hija de los hippies del Baby Boom, atrapada entre la heroína y los coletazos del HIV, entre las ataduras y la emancipación.
Ione Skye fue hija de esa bisagra entre décadas y su reciente biografía da cuenta del retrato de una época, la propia y la de su generación. Su título es Say Everything –decirlo todo–, un guiño a su película más famosa, Say Anything, o Digan lo que quieran como la bautizaron en su estreno en Argentina. Era el año 1989 y ese mundo pronto a emerger estaba contenido en aquella opera prima de Cameron Crowe. El cine y la música, el romance entre dos jóvenes y la exploración de la comedia romántica juvenil en el mismo año en el que Rob Reiner y Nora Ephron lo harían en versión adulta en Cuando Harry conoció a Sally. Pero Digan lo que quieran era una película con el desenfado de los ‘90, con una banda sonora de colección –que incluía a Depeche Mode, Aerosmith, Red Hot Chili Peppers y el hit “In Your Eyes” de Peter Gabriel–, la escena icónica de John Cusack alzando el grabador para confesarle a una chica seria y algo soberbia que la quería, que se aflojara y se rindiera al coqueteo, al romance, al sexo prometido, al placer de la conquista. Esa era Ione Skye, la nueva Julieta del balcón.
Y entonces nació una de las “It Girls” de esa década por venir, una chica de tapa, alguien que era algo más que una actriz con una película exitosa o en el centro de la conversación pública. Ione Skye se convirtió en un símbolo de esa juventud arrolladora, unos años después de la ingenua Molly Ringwald, algunos antes que las estrellas Julia Roberts o Winona Ryder, pero con una presencia magnética, la misma que deconstruye con humor y aire confesional en sus memorias. Los éxitos de River’s Edge (1987), con Keanu Reeves, y Digan lo que quieran, con Cusack, la convirtieron en la perfecta ‘chica de al lado’, pero fuera de la pantalla fue la novia de Anthony Kiedis, el líder de Red Hot Chili Peppers, luego la joven esposa de Adam Horovitz de los Beastie Boys, amiga íntima de Kiara Jagger, Zoe Cassavetes y toda la familia de Frank Zappa, protagonista de coqueteos fugaces con Robert Downey Jr. y Matthew Perry, de romances con dos ex novias de Madonna como Ingrid Casares y Jenny Shimuzu, cómplice en las fiestas de supermodelos como Kate Moss o Naomi Campbell, y asidua a la escena indie y a la movida rockera de esos años.
Sin embargo, el recuerdo más omnipresente de su biografía se remonta a la historia de sus padres. El cantautor escocés Donovan Leitch y la modelo Enid Karl se conocieron por casualidad a finales de los ‘60 cuando ambos eran jóvenes: él ya era una figura del folk y ella abandonaba su carrera profesional en París con diseñadores como Oscar de la Renta por la ilusión de una nueva familia. “Todavía conservo la foto en la caja de laca negra de mi abuela Tillie, en mi armario, aunque ya no tiene tanto significado para mí como antes. Fue tomada en 1969, en la isla de Skye, en Escocia. La costa es gris y el viento azota los rulos de mi padre, Donovan. Mi madre, Enid, sostiene en la cadera a mi ceñudo hermano Dono. Era solo un bebé y yo aún no había nacido. Nunca conocí a mi padre, y esto siempre había sido lo más parecido a un retrato familiar que tenía.” Así comienza la biografía de Ione Skye, con la confesión de una ausencia. La propia en la foto, la de su padre a partir de ese momento.
Donovan desapareció de las vidas de Enid, Dono y la recién nacida Ione, volvió con su antigua novia, Linda Lawrence, y se quedó en su Escocia natal mientras la familia abandonada regresó a Estados Unidos. Padrastros iracundos o inestables, viviendas y negocios temporarios, algunas drogas y depresiones para Enid, una casa plena de bullicio y bohemia, de músicos y celebridades que iban y veían, fumando marihuana, escuchando rock & roll, explorando el menguante flower power de los 70. Todo eso marcó la infancia de Ione Skye. Donovan nunca estuvo, reencontrarse con su recuerdo fue también parte de la catarsis de la escritura.
LA MÚSICA COMO GUÍA Y DESTINO
Donovan ya era famoso en 1966 cuando conoció a Enid Karl en el Whisky A Go Go de Los Ángeles. “Mamá ya había salido con Jim Morrison, Keith Richards, Denny Doherty de los Mamas and the Papas y (el más emocionante para mí) Dudley Moore”, escribe Ione en el comienzo de Say Everything. “Pero la noche que vio a Donovan todo eso se acabó. Se fueron a Grecia primero, y luego a Londres. Cuando quedó embarazada de Dono [Donovan Jr., su hermano mayor, modelo, actor y también músico], se mudaron a una casa de cuento de hadas en la campiña inglesa”.
El cuento de hadas terminó abruptamente: Donovan se casó con Linda Lawrence, con quien formó una familia “autorizada”, y Enid regresó a California con Dono y la pequeña Ione. Lo que siguió fue una montaña rusa: una madre soltera intentando sobrevivir, un padrastro violento, un emprendimiento gastronómico que fracasaba, un divorcio y vuelta a empezar. Esa memoria infantil se nutre de algunas experiencias jugosas: la amistad con la familia Zappa –será Moon, la hija mayor de Frank, quien le presente a Cameron Crowe–; coqueteos con un jovencísimo River Phoenix –ya estrella infantil–; la amistad con Amanda Fleetwood y Kiara Jagger, ambas compañeras de padre ausente (hijas de los dos Mick); los primeros coqueteos con la bisexualidad en la escuela católica de la Inmaculada Concepción; los descubrimientos de algunos secretos encuentros de su madre con Warren Beatty o del hiriente significado de la palabra “bastarda”. “No puedo decir que extrañara a mi papá, nunca había estado ahí para extrañarlo. No recuerdo haberme preguntado por qué no era una persona de carne y hueso, sino solo una voz que salía de los parlantes. Solo en mi adolescencia las canciones de amor de Donovan empezaron a dolerme de verdad”.
Y con la adolescencia llegaron las luces del espectáculo y las fantasías con un príncipe azul de verdad. Después de su improvisado debut como actriz en River’s Edge y una excursión europea para interpretar a Pauline Bonaparte en la miniserie Napoleón y Josefina (1987), Ione conoció a Flea, el bajista de los Red Hot Chili Peppers, en el rodaje de Stranded (1987). Unos besos después, le presentó a Anthony Kiedis, su amigo y líder de la banda, que entonces estaba en pleno ascenso. “Hubo un antes y un después de conocer a Anthony”, escribe. La relación con Kiedis, por entonces heroinómano con crisis y fugas recurrentes, recorre la temprana adolescencia de Ione, en sintonía con su entrada en el cine y la gestación de su incipiente fama. Por un lado, la aparición junto a River Phoenix en A Night in the Life of Jimmy Reardon (1988), el éxito de Digan lo que quieran y la entrada triunfal a los ‘90 con Nafta, comida y alojamiento (1992), de Allison Anders, Four Room (1995), película coral de Quentin Tarantino, Robert Rodríguez, Alexandre Rockwell y nuevamente Anders, y una divertida aparición en El mundo según Wayne (1992), de Penelope Spheeris. Por el otro... estaba Anthony.
“Solo alguien con una visión fantástica del mundo habría estado dispuesto a tener una cita con Anthony en ese momento de su vida. Pero me gustaba la idea de este peligroso y oscuro príncipe del rock & roll. Le pedí a Flea que lo invitara a mi fiesta, sin pensar realmente que vendría, recién salido de rehabilitación”, recuerda a la distancia. La relación con Kiedis (ella con 16 años, él con 25) fue explosiva desde el comienzo: el sexo, la música, las infidelidades, las largas ausencias por las drogas o las giras, las entradas y salidas de rehabilitación. Ione Skye retrata con honestidad la intensidad del vínculo, pero también la época y sus contradicciones: el machismo inoculado como algo cool y aceptable, la violencia subterránea en la dependencia, la sumisión con la ilusión del romance perfecto. Y con esa fantasía también la aparición del salvador que interpretó Ad-Rock de los Beastie Boys, reluciente en su caballo blanco de sobriedad y hip-hop. “De todas las cosas importantes que sucedieron el año en que cumplí dieciocho años, la más importante fue conocer al primer gran amor de mi vida, Adam Horovitz”.
MADUREZ Y REINVENCIÓN
El matrimonio con Horovitz duró siete años con idas y vueltas y, al divorciarse, Ione Skye tenía apenas 26 años. Había sido una especie de ‘Caperucita Roja’ del lobo Kiedis, que le llevaba casi diez años y unas cuantas adicciones, para luego convertirse en la femme fatale del sufrido Ad-Rock al que engañó con todas las modelos y chicas cool de las discos de los ‘90. "Extrañaba los años perdidos, saliendo y siendo joven, despreocupada, e incluso estúpida", explica sin intentar justificarse. El descubrimiento de la bisexualidad en los días posteriores a la luna de miel fue como la entrada a un mundo prohibido. Víctima y victimaria en un abrir y cerrar de ojos; tras asumir la responsabilidad de salvar a Kiedis de la heroína, siguiendo la entrega de su madre a la ilusión de ser una novia del rock & roll, terminó de pulverizar su matrimonio con Horovitz al estilo Donovan, el villano favorito de su vida, con sus canciones folk como arrullo de las erráticas infidelidades. La historia se repetía, como tragedia y como inevitable farsa.
Su despedida de Ad-Rock asume la experiencia de un calvario y una resurrección: después del divorcio llegaba la reparación. Ya los ‘90 habían pasado, la fugaz fama de esa década no había terminado de consolidarla en el firmamento de Hollywood, más allá de aquellos hitos del indie que ya nadie recordaba. Aparecieron nuevas películas: Amor en juego (2005), junto a otro emblema de la Generación X como Drew Barrymore, bajo la dirección de los hermanos Farrelly; un papel pequeño en Zodíaco (2007) de David Fincher; la comedia en blanco y negro Return to Babylon (2013), con Jennifer Tilly y Tippi Hedren; la colaboración en el cortometraje Kitty (2016), debut de Chloe Sevigny en la dirección. Luego algunas series como Arrested Development, Private Practice y las recientes Camping (2018), de su amiga de una nueva generación, Lena Dunham, Good Girls (2020) y Made for Love (2021). En los tardíos 2000, tuvo affaires teñidos de nostalgia con John Cusack, con Matthew Perry, con Robert Downey Jr., un intento fallido con Jason Schwartzman, y el encuentro definitivo con el músico australiano Ben Lee, hoy su marido y padre de su segunda hija. La primera incursión en la maternidad, en una transacción extraña con el arquitecto millonario David Netto, la acercó a la experiencia de su madre, de groupie traicionada a compañera de crianza cariñosa.
Ione Skye asoma con la gracia y la furia de aquellos años de fama y locura en cada palabra de su fascinante biografía. En el epílogo, escribe: “Hace años acepté que quizá no estaba hecha para ser una figura influyente en Hollywood. Actuar no fue nunca lo más importante para mí, pero al mismo tiempo quería ser menos crítica conmigo misma por no tener la carrera de Winona Ryder”. Hoy es también artista plástica y su obra se ha exhibido en Tokio y Los Ángeles, además de en una exposición conjunta con su amiga Sofia Coppola y con Kim Gordon. También escribió un libro infantil en 2014 titulado My Yiddish Vacation, ilustrado por Scott Menchin. El lento camino de regreso a su infancia, para desenterrarla del silencio y el olvido, para darle cuerpo a ese padre ausente, a la Escocia de la foto familiar, a la tierra del cuento de hadas, es también un camino hacia adelante. Hacia un futuro propio, una vida propia. Después de todo, que los demás digan lo que quieran.