La idea central que Milei tiene en su cabeza es la construcción de una nueva institucionalidad política para la Argentina. También busca establecer un nuevo régimen de verdad y legitimar el uso de la violencia, tanto simbólica como material.

Una nueva institucionalidad implica desarticular y desarmar las instituciones de la República tal como las conocemos hasta hoy. Estas instituciones no han sido precisamente estables desde el inicio del período democrático en 1983. A lo largo de estas cuatro décadas, la Constitución Nacional ha cambiado, al igual que numerosas leyes, pero todo ello ocurrió dentro de un régimen republicano en el que operaron acuerdos políticos, confrontaciones y también la acción de los poderes fácticos para torcer decisiones.

Milei propone otra cosa. Sus tres objetivos fundamentales son: que el Parlamento no funcione tal como lo conocemos; que la Justicia no intervenga en ninguna cuestión que interfiera con las decisiones del Ejecutivo (independientemente de su respeto a la Constitución) y que la voluntad del Presidente —y de su reducido entorno de empresarios— se ejerza sin contrapesos ni controles, incluso a través de todas las formas de violencia que sean necesarias para hacerla cumplir. Es decir, una república sostenida sobre una sola pata. Es decir, el fin de la república tal como la define nuestra Constitución. Y una democracia sin deliberación ni reconocimiento del otro.

Esta idea se materializa a través de varias estrategias que observamos en este primer año largo de gobierno. Por un lado, el ataque permanente al Congreso, que hasta hoy ha aprobado casi exclusivamente leyes que favorecen a Milei (con muy pocas excepciones). Casi todas han sido leyes que el Ejecutivo celebró como victorias, aunque en muchos casos implicaron recortes a sus pretensiones iniciales. Sin embargo, su mayor triunfo parlamentario no ha sido la aprobación de leyes, sino la parálisis del Congreso. La Ley Bases 27.742, sancionada en junio del año pasado, representó la primera gran transferencia de funciones del Poder Legislativo al Ejecutivo. Luego, la lluvia de DNU permitió a Milei seguir gobernando sin la intervención del Congreso y, en algunos casos, al margen de la ley y la Constitución. Bastó con la inacción de los otros poderes de la República para que el Presidente pudiera avanzar sin obstáculos, sin enviar presupuestos al Parlamento y sin que sus decisiones reñidas con la Constitución fueran revisadas por el Poder Judicial.

El Congreso no solo ha sido ignorado, sino que sus integrantes han sido tratados como "ratas", con la única expectativa de que no rechacen los DNU que el Ejecutivo elabora diariamente. Quizás el caso más obsceno haya sido el DNU sobre la negociación a ciegas con el FMI, aceptando la discrecionalidad total del Ejecutivo en materia de deuda externa: el Congreso mayoritariamente renunció a su rol constitucional en la aprobación de endeudamientos y en el control de acuerdos con el FMI.

En cuanto a la Justicia, su papel ha sido el del silencio cómplice. Solo con ello, los jueces de los máximos tribunales cumplen con la voluntad de Milei y de los grandes grupos económicos. Su estrategia ha sido la inacción, permitiendo que todo continúe sin intervención, exactamente lo contrario de lo que hicieron con gobiernos nacionales y populares. Y con eso ha sido suficiente para aceptar jueces por decreto y no responder a ningún requerimiento de las provincias (más de 30) en materia de envíos de fondos comprometidos.

Pero la degradación institucional no se limita al Congreso y la Justicia. También asistimos a un colapso de otros pilares de la democracia y la República. Señalaré dos: la muerte de la verdad y la degradación de la palabra política como herramienta del entendimiento democrático.

Sobre la verdad: Milei ha puesto fin a cualquier referencia externa a su propia palabra. La verdad ha quedado reducida a la voz del Presidente, quien puede inventar cifras, desacreditar políticos y periodistas, y construir una realidad económica y social que no resiste el menor contraste con los datos. Pero esto funciona porque su palabra se erige como la única verdad: fuera del Presidente Milei, ninguna otra voz política importa. Todas las opiniones contrarias son degradadas, insultadas y atacadas en los medios de comunicación tradicionales y en las redes sociales. Es el fin de la democracia como espacio de participación y discusión de ideas. Solo queda el insulto o el ruido. En materia de insultos, nadie supera al Presidente; en materia de ruidos para impedir la deliberación, Martín Menem ha diseñado una fórmula infalible en el Parlamento: sus legisladores gritan y él levanta la sesión.

La sociedad no es un bloque homogéneo ni comparte los mismos valores. Nunca lo ha sido ni lo será. Debemos aceptar que no todos perciben que lo que ha traído Milei a la política argentina ha sido una violación de sus derechos. En un año y tres meses, las acciones de su gobierno han mostrado que el rey está desnudo, tal como se ha dicho. Y algo de razón le asiste a esta afirmación porque Milei, que repudió la casta, solo se apoya en ella y su honestidad ha quedado muy cuestionada después del caso $LIBRA. Pero, ¿no ha quedado al desnudo también una parte de la sociedad? Dicho de otro modo: ¿sabemos exactamente cuánta gente está dispuesta (o no) a aceptar esta degradación de la república y la democracia? ¿Cuánta sociedad mira para otro lado mientras Milei se pasea desnudo y a los gritos?

¿Cómo se vuelve de esto? Se vuelve. Ya lo hicimos después de la dictadura y tras la crisis de 2001/2002. Pero el post-mileísmo tiene una paradoja: para restaurar las instituciones, hay que hablar de sueños, no solo de leyes. La sociedad no se enamora de las instituciones ni lucha por la Ley de Defensa del Consumidor, pero sí quiere que las leyes la protejan frente a las desigualdades impuestas por el dios Mercado. Para reconstruir un régimen de verdad con referencias reales, no basta con decir que Milei miente; hay que construir otro campo de verdad y actuar en consecuencia

Es necesario defender la palabra política, pero en diálogo con la sociedad, no enclaustrándola en despachos o las redes sociales. La política sigue siendo conversación, encuentro, calle y espacio público. Quienes sufren no están en los despachos políticos, sino en sus lugares de trabajo, en las universidades, buscando algo de comer en la basura o pedaleando para llegar a fin de mes. Recuperar una palabra política creíble requiere construir credibilidad desde abajo para arriba, hablando con los ciudadanos y encontrando palabras nuevas que no repitan discursos vacíos.

En Argentina faltan sueños y sobran quienes destruyen la convivencia democrática en nombre de la libertad. Mientras no haya una vereda de enfrente, una alternativa clara y potente, seguirán ganando quienes deciden, insultan y mienten a la luz del día, mientras la sociedad permanece desorientada. Hay que hablar con cada persona, saber escuchar antes de ofrecer soluciones que suenan a viejo. Nada de esto es fácil. Pero es por ahí. Creo.

* Sociólogo, Flacso Argentina.