Si la vida de un escritor debe medirse por su éxito en el mercado editorial, los concursos internacionales y la crítica, podría decirse que Haroldo Conti alcanzó la cima en 1975. Con la novela Mascaró, el cazador americano obtuvo el Premio Casa de las Américas, uno de los certámenes más importantes de Latinoamérica y de los más queridos para el escritor chacabuquense. También publicó el libro de cuentos La balada del álamo carolina, que hoy está considerado por la crítica literaria como una de sus obras maestras junto a Sudeste, su primera novela.
Mascaró y La balada son, en algún sentido, una suerte de síntesis de los personajes, los lugares y los temas de la literatura contiana. Para ser precisos y justos, más que síntesis podría señalarse que son una reunión: un encuentro de amigos convertidos en personajes y de personajes transformados en amigos. Ambos libros comparten también los escenarios: los paisajes pampeanos de la ciudad de Chacabuco, la costa de Rocha, Buenos Aires como capital de la soledad y una incursión incipiente por los caminos de la América profunda.
La leyenda afirma que el jurado del concurso de novela de Casas de las Américas eligió como ganadora a Mascaró. Y que los encargados de evaluar los cuentos le dieron el primer premio a La balada. Como los trabajos se presentaban de forma anónima, luego de la apertura de los sobres con los nombres de los autores se reveló la coincidencia. Entonces, decidieron dejar en manos de Conti sólo el premio de novela, que era considerado el más importante.
Más allá de la alegría por estos concursos, Haroldo nunca se consideró tan sólo un escritor. “Yo soy escritor nada más que cuando escribo, el resto del tiempo me pierdo entre la gente”, supo decir. Fue seminarista, navegante, piloto civil, bancario, camionero, profesor de secundaria, entre muchos intentos de ganarse la vida. Y de vivir la vida. Siempre acuciado por el dinero, algunas veces soñó con dar el gran batacazo. Por ejemplo, con la venta de aletas de tiburón a empresarios japoneses junto a su amigo Aníbal Ford. Sin embargo, cuando estuvo cerca de pegarla en serio, dijo que no. Así lo evidencia su rechazo a la jugosa beca Guggenheim en 1972.
Fue también militante e hizo pública su adscripción al Frente Antiimperialista y por el Socialismo, frente de masas creado por el PRT-ERP. Esa posición política y la decisión de “hacer de la vida y la literatura una sola cosa” lo llevó a buscar romper en sus últimas obras con aquello que él mismo denominaba su “literatura individualista” y a intentar abrir su escritura a la gran América. Quería fundirse con esos ambientes, con esos personajes y con esas luchas, hasta borrar su estatuto de narrador. “No sé si tiene sentido pero me digo cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despojáte de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón: Que nadie recuerde tu nombre sino toda esa vieja y sencilla historia”, expresó en la revista Crisis.
En los últimos días de 1975, Conti comenzó a escribir una carta a su amigo Roberto Fernández Retamar, poeta y ensayista cubano que dirigía la revista de la Casa de las Américas. Allí le cuenta que su compañera Marta Scavac espera la llegada de Ernesto, el tercer hijo de Haroldo. También le habla del impacto que está teniendo su obra en las librerías y de la censura que pesa sobre su figura. “Mascaró está prácticamente agotado. Tuvo gran éxito de lectores, pero los diarios y revistas no hablan de él por razones políticas”, revela. También expresa su dolor por la distancia brutal entre el reconocimiento fuera del país y el silencio interno: “Soy una especie de contagioso. Sé de órganos donde hubo órdenes expresas de ignorarme. Es curioso recibir notas desde el exterior y no tener una sola en mi país”.
Conti le dice a su amigo cubano, en esa carta que firma con fecha del 2 de enero de 1976, que las cosas en la Argentina marchan de mal en peor y le revela que un amigo militar le acaba de informar, muy confidencialmente, que se espera un “golpe sangriento para marzo”. De forma tan profética como trágica, el escritor afirma que los servicios de inteligencia calculan “una cuota de 30 mil muertos”. Y que esa cifra que luego se volverá tan emblemática “coincide con las apreciaciones de nuestros compañeros que evalúan la situación constantemente”.
La situación familiar y colectiva se vuelven cada vez más complejas. Se tuvieron que mudar de casa, por pedido de sus compañeros. Ese hogar se convierte, por lo amplia y desapercibida, en refugio de otros militantes que necesitan guarecerse o pasar a la clandestinidad. Haroldo, sin embargo, sabe que los recaudos y la protección entre compañeros no será suficiente. “Las Fuerzas Armadas están haciendo un operativo rastrillo a pocas cuadras de aquí”, le escribe a Fernández Retamar.
Como lo había anunciado en la carta, el 24 de marzo se produjo el golpe sangriento. El Estado terrorista avanzó hasta volver dolorosamente real la cifra de los 30 mil. El nombre de Haroldo Conti se inscribe en esa lista el 5 de mayo de 1976. Un grupo de tareas lo secuestra de su casa de la calle Fitz Roy, en Villa Crespo. En la máquina de escribir queda la última versión de “A la diestra”, donde reúne a todos los personajes de Chacabuco, pueblo mágico en el que hasta vive el buen Dios y su hijo don Jesús, en una noche que es una visita a su infancia y a su propia obra. Un cartel en latín gobierna el escritorio: “Hic meus locus pugnare est hinc non me removebunt”. Este es mi lugar de combate, de aquí no me moveré.
El 25 de mayo próximo será el aniversario del nacimiento de Haroldo Conti. Será tiempo de memoria y celebración.