Antes que nada, dios creó al diablo. Afirmar eso es la consecuencia de darle crédito a una mala traducción del latín de Petronio primus in orbe deos fecit timor: antes que nada, dios creó al miedo, cuando en realidad la idea es todo lo contrario: el miedo creó a los dioses. De todas maneras, el diablo y el miedo van de la mano con la idea de dios. Pero cuando se trata de literatura muchas veces (y saludablemente) dios se queda con las manos vacías. Tal es el caso de esta historia que nos contó el Anfitrión hace un par de noches, tortilla y vino de por medio.
En 1930, días antes de celebrarse las Pascuas, un par de niños corrieron por las calles del pueblo de Lepe, ubicado al sur de Inglaterra y muy cerca de donde nuestro W. H. Hudson describió el comportamiento “diabólico” del pájaro Cuco. Los niños se dirigieron a la casa del cura J. W. Ashley, conocido por poseer una biblioteca de más de cinco mil libros. Debían cumplir con un encargo escolar: preguntar a los hombres del pueblo qué historias bíblicas preferían. El padre los recibió con galletas y les respondió distraído: “I think Enoch's story is the most admirable”. Los escolares se fueron contentos porque era el primero en mencionar al bíblico Enoc, descripto como aquel que “anduvo con Yahvé, y desapareció porque Yahvé se lo llevó". Créase o no, el párroco dejó de pertenecer a la iglesia un año más tarde. De todas maneras, no hay certezas de que su desvinculación tuviera que ver con el infantil malentendido: Ashley se había referido a “Enoch Soames”, el cuento del narrador y dibujante Max Beerbohm.
Una década más tarde, aquella frase del sacerdote, acaso como un guiño que se fue destiñendo con el tiempo, resonó en la tantas veces comentada Antología de la literatura fantástica que prepararon Borges, Casares y Ocampo. En el prólogo, que sólo firmó Bioy, él dice: “Creo que 'Enoch Soames' es uno de los cuentos más admirables”.
Sobre Beerbohm se habló y se escribió mucho. Sobre todo, se puntualizó que su obra literaria (varios cuentos y algunas novelas) quedó reducida al recuerdo de un solo relato, de un solo personaje: el vanidoso Enoch Soames. Nada mal para un inglés que hizo las cosas muy bien con el dibujo, mejor con el retrato por encargo y hasta rompió los moldes de la caricatura europea, al proponer un dibujo más suelto, ligero, en contraste con el academicismo predominante, y dando valor al pulso instintivo del boceto. Las caricaturas de Beerbohm fueron requeridas por las revistas más importantes de la época eduardiana. En ellas satirizó a Chesterton, Wilde, Shaw, Henry James, Conrad y Wells, entre otros. Los dibujados se sentían orgullosos de pertenecer a la galería Beerbohm. Pero de pronto levantó la mano un ofendido: el protocolar Rudyard Kipling aborreció su retrato, lo perturbaba ver exagerada su prominente mandíbula convirtiendo así su cabeza en una especie de pera deforme.
Pero volvamos al cuento. Enoch, el personaje, era un poeta y autor de dos libros que nadie se tomó el trabajo de leer. Vestía siempre con un viejo piloto y un sombrerito “negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia”. Como las moscas, frecuentaba los bares donde se reunía la intelectualidad londinense de finales siglo XIX. En uno de esos locales conoció a Beerbohm, narrador de la historia. La fisionomía borrosa, líquida, afantasmada de Enoch apenas conmovía la memoria de sus contemporáneos. “Ah, sí, es usted”, decían cuando se lo cruzaban camino al baño.
Enoch se consideró un genio incomprendido hasta el día en que lo abrazó la idea del fracaso. En un acto de desesperación más que de valentía, pactó con el diablo viajar 100 años hacia adelante para revisar las páginas de las enciclopedias y leer qué decían los críticos sobre sus versos. Confiaba en la justicia de la Historia. Pero volvió más aterrorizado que antes. Su nombre no figuraba en ningún libro: apenas halló una referencia en un artículo académico donde se lo recordaba como el personaje de un cuento de Max Beerbohm. El diablo se lo llevó.
Borges nunca habló demasiado bien de ese relato, tampoco de Beerbohm; prefería a Kipling, tal vez porque el recurso literario del cuento no lo convencía del todo (el personaje que se descubre personaje) o, quizás, porque buscó aliarse con uno de sus autores favoritos humillado por un dibujo: «La importancia de Beerbohm se exagera. ¿Qué hizo? Un cuento bueno, Kipling pudo haberlo hecho mejor...», le dijo a un Bioy en desacuerdo. Y Bioy no coincidía porque aquel relato era demasiado cercano a su universo literario, hasta la traducción pareciera ser más de Bioy que de Borges.
--Sobre esa traducción detecté un hecho misterioso --agregó el Anfitrión.
En 1956, el relato “Enoch Soames” aparece también en la Antología del cuento extraño que compiló y tradujo Rodolfo Walsh. Si uno se toma el trabajo de enfrentar ambas traducciones argentinas y las coteja con el texto original en inglés, salta a la vista no sólo las diferencias en el uso del lenguaje, sino algo más enigmático: ninguna de las oraciones del cuento en versión de Bioy coincide con ninguna de las oraciones en la versión de Walsh, siempre hay alguna palabra o algún signo ortográfico que las hace diferentes. Conjetura: es como si Walsh hubiera hecho un esfuerzo para que su traducción no se pareciera en nada a la versión de 1940. Pese a que Walsh se ciñe más al original y Bioy opta por la libertad, no puede decirse que la operación de Walsh haya sido simplemente la de corregir, sino más bien fue una toma de distancia, la búsqueda deliberada de una acentuación distinta, como si quisiera dejar en claro una manera diferente de leer, de respirar, y de escuchar la música de las palabras. Podría pensarse, entonces, que en el texto de Beerbohm confluyen dos modelos argentinos de cómo percibir la literatura inglesa. Es una diferencia sutil, aunque evidente, como ese tipo de diferencias que resultan, por ejemplo, del experimento de escuchar una misma canción sólo con la oreja derecha y luego sólo con la oreja izquierda. Conclusión: ¿“Enoch Soames” no tiene los méritos suficientes como para ser considerado un cuento argentino?
Dos pruebas para sostener esa idea. Uno: la representación gráfica del desdichado Enoch. Beerbohm lo dibujó una vez y casi sin ganas; y el pintor William Rothenstein lo imaginó demasiado diferente a lo que “vemos” en el cuento; ambos retratos podrían ser de cualquier hombre con sombrero. El que sí lo logró fue el notable dibujante e historietista argentino Lautaro Fiszman. Su obra, un óleo sobre tela de 70 cm x 90 cm, hoy cuelga en Wikipedia como principal imagen cuando se busca en internet al personaje de Beerbohm. Fiszman lo pintó luego de leer el cuento y lo vendió a un misterioso coleccionista. Observen el cuadro: la cabeza de Enoch flota detrás de su cuerpo como si ya no lo habitara, como si fuera el reflejo de lo que el diablo se llevó, como si esa cabeza se fuera a fundir con la ciudad que tiene por detrás y junto a los arabescos del empapelado de la habitación. Dos: Luis Chitarroni también le dedicó a Enoch y a Beerbohm algunas reflexiones. Lo hizo en Siluetas y en Peripecias del no. En ambos libros sugiere una idea aterradora que sólo el ingenio argentino puede formular: Beerbohm era muy alto, pero curiosamente nunca mencionó la estatura de su personaje. ¿Acaso el carácter inasible de Enoch se explica por su conjeturable enanismo?