Una mañana, desde el centro del salón, Johana me gritó que era insufrible escuchar leer a los compañeros. En el tono en que se expresa una demanda o se exige que cumplan una promesa olvidada me aclaró que la que debía leer era yo. Al final, era la profesora y era la que sabía cómo leer sin trabarse todo el tiempo. Como si estuviera en mis manos saldar una vieja deuda, ese día leí el cuento de principio a fin, a pesar del cansancio de mi voz: "Mirá, Manuel, un nudo en la garganta no es una pavada. Es muy molesto y duele. Por ahí creés que te falta el aire y parece que alguien te está pisando el cuello y el pecho, y se ponen duros los huesitos blandos de la garganta".

 

Unos meses después, sentadas en un banco de la escuela, Johana me contó que estaba sola en el mundo. Su mamá se había ido, no sabía dónde. Se mandó a mudar, me dijo. Anda por ahí, va y viene. Lo que no me pudo decir fue que su mamá la había abandonado. Su papá estaba preso y mejor que así fuera. Ella estaba parando en un hogar de niñas. Allí estaba mucho mejor que en su casa, no debía preocuparme. Me dijo que a ella le gustaban las clases de lengua, pero solo cuando leíamos cuentos. Esa tarde me enteré también que a Johana nunca, nunca, le habían leído un cuento. Ella estaba sola en el mundo, y yo sabía que el mundo muchas veces puede ser un lugar muy hostil.

Mi propia voz resonaba como un eco en mi cabeza y me aturdía al final del día. Y se ponen duros los huesitos blandos de la garganta y parece que ya vas a llorar...

Un cuento es una caricia, un amparo. Un refugio secreto cuando atacan los miedos y las dudas. Johana no había tenido cuentos que la cubran como una manta, de esas que nos protegen de los monstruos que se ocultan por la noche en la habitación donde dormimos. De hecho, Johana no había tenido nunca una habitación. "Entonces te tocás los ojos y están secos, pero hirviendo...".

Con el tiempo nos hicimos amigas. Ya no nos cruzamos en la escuela, pero sí en casi todas las marchas. Ella me cuenta que está militando, y que tiene una compañera que la ayuda mucho con su problema de adicción. En la marcha del 24 me presentó ante su novia como la profe que le leía los cuentos. "y cuando creés que te va a faltar el aire para respirar, no pasa nada y seguís respirando...".

Esta mañana salí de casa para ir a dar clases. Prendí la radio y sin previo aviso la voz del locutor me estampó un cachetazo en el medio de la cara. Una docente apareció muerta en una comisaria. Nombre: María de los Ángeles. No pude escuchar el número de la comisaría porque cuando volví con mis sentidos a la visión enmarcada del parabrisas, el rojo del semáforo me detuvo abruptamente. Esos golpes son los que no esperamos y de la nada nos hacen perder la fe en la magia. Creo que no conozco a María de los Ángeles y sin embargo me asusto. Repaso el nombre de todas mis compañeras actuales. De todas las compañeras de todas las escuelas en las que trabajé. El nombre de todas mis alumnas del profesorado. Imposible recordarlas a todas. Voy a tener que tomar coraje y escuchar un poco más. María de los Ángeles era mujer, como yo. Ese día había ido al súper, como yo hago a menudo. Le intentaron robar o le robaron. Como a mí tantas veces. "Esos pibes a los que vos le lees cuentitos", me dijo una vez el director de una escuela que se dedicaba a elevar nombre y número de documento de los que hacíamos paro en la provincia.

Pero lo peor vino luego, cuando supe que María de los Ángeles era la encargada de leerle a los chicos de la escuela. Una compañera suya de la Gurruchaga le contaba al periodista que María de los Ángeles trabajaba en la biblioteca y que ella había creado "la Hora del Cuento. Todas las semanas, durante una hora de reloj le dedicaba a cada grado La Hora del Cuento. Preparaba un texto para cada grado del turno mañana".

María de los Ángeles también había aprendido que valía la pena compartir cuentos con los chicos. Darles la opción de que se acerquen a la lectura como quien se acerca a un refugio.

Entonces, pienso. Trato de pensar como ella. Me pregunto por qué fue a la comisaria. La desconfianza que nos protege como escudo de la realidad que nos golpea no logró ponerla a salvo esta vez. ¿Tan grande fue el miedo que sintió que no pudo visualizar el riesgo de entrar sola de noche a una comisaría? Detengo la especulación porque es evidente que estas preguntas no conducen a nada. Son caminos cerrados. Johana supone que la profesora es la que debe leer en clase. Los habitantes de una ciudad tienen derecho a suponer que es deber de la policía cuidarlos.

No solo las Johanas buscan refugio frente a la sensación de vulnerabilidad. No solo los adolescentes necesitan amparo. Por alguna razón que se desconoce, María de los Ángeles llegó a la comisaría. Estaba buscando algún resguardo en la noche, como Johana, alguna voz amiga que la protegiera. María de los Ángeles tuvo tanto miedo afuera que no encontró más opción que buscar ayuda allí donde la ley dice que nos pueden o nos deben ayudar. Paradójicamente, el sentido común nos aleja de esos lugares comunes.

Una vez dentro de la comisaría, el monstruo se agigantó y no hubo ninguna manta que la protegiera. Según comentaron algunas personas que estaban en la vereda de en frente, esa noche, María de los Ángeles intentó irse, escaparse. Pero alguien la tomó por el cuello y le impidió su retirada. Arrastrada por la fuerza hacia el interior de la comisaría, la dejaron sola, esposada en una celda. En ese momento, el miedo se transformó en pánico y María de los Ángeles no pudo seguir respirando.

 

Por qué no nos cierra que haya ido a pedir ayuda o hacer una denuncia a la comisaria es una pregunta que nos debemos como sociedad. Aparentemente en los tiempos que corren, en esta ciudad, es casi utópico exigir que la policía cumpla su función de protección de la ciudadanía. Es casi parte de un cuento maravilloso pensar, creer que los contratos sociales rigen para todos y que todos tenemos derecho al amparo.

 

El jueves a la tarde fui a la marcha que se hizo en memoria de María de los Ángeles. Marcha en la que además se exigía el esclarecimiento de su muerte. Allí estaba Johana. Me abrazó y no dijimos nada. Las dos teníamos un nudo en la garganta. Llovía y hacía mucho frío. Pero sabíamos que estábamos ahí para cobijarnos unas a las otras. Estábamos ahí para luchar contra los monstruos más temibles de todos: los que existen por fuera de los cuentos.

Intertexto: Nudo en la garganta. Laura Vizcay.

 

* María de los Ángeles Paris fue a la comisaría 10ª, el 3 de mayo de este año, a realizar una denuncia, y una hora después estaba muerta. Era bibliotecaria en el Centro Educativo Gurruchaga y en la escuela técnica 464. Se hicieron dos autopsias, ya que la primera fue cuestionada por la querella, y en la segunda se encontraron "contusiones profundas", compatible con prácticas de tortura, según indicó la perito forense de la parte querellante, Virginia Creimer.