Muchas veces, a contramano de lo que se espera, las escalas pueden ser una bendición. Sobre todo una parada de diez o doce horas, cuando esa pausa del viaje en el no lugar que son los aeropuertos puede transformarse en una experiencia más, en una buena oportunidad para recorrer una ciudad que a priori no estaba en los planes, pero se transforma en un bonus track de la travesía.
El vuelo de Aeroméxico con destino final en La Habana, Cuba, hizo su escala en la rebautizada Ciudad de México (ex DF-Distrito Federal), a las siete de la mañana. La conexión cubana recién saldría a las siete de la tarde, tiempo suficiente para llevarse un pantallazo general de una de las ciudades icónicas del continente. Los argentinos no necesitamos visa para México, así que -siguiendo los consejos de Thania, vieja amiga mexicana con quien nos encontraríamos en el centro- tomamos el metro inmediatamente. La ventaja aquí es que tanto el metro como el metrobús -que no dependen del caótico estado del tránsito- van desde la mismísima puerta del aeropuerto hasta el corazón de la capital azteca: la Plaza de la Constitución, más conocida como el Zócalo.
METRO Y TORRE Subir al metro es una aventura en sí misma. Cuando se detiene, vacío, en la parada del aeropuerto, una horda de gente ingresa literalmente corriendo para conseguir un asiento. Superado ese escollo y el amasijo que implica viajar en el subte de la capital mexicana a primera hora de la mañana, nos bajamos a los 20 minutos en la estación del Palacio de Bellas Artes, un hermoso edificio situado en el Parque de la Alameda, el pulmón urbano ubicado en pleno casco histórico. En la zona hay wi-fi libre, así que nos mensajeamos vía whatsapp con Thania, quien sería nuestra guía. “Estoy demorada en este tránsito demencial. Mientras tanto, les aconsejo subir a la Torre Latinoamericana, que van a tener una buena vista”, nos recomendó. Y hacia allá vamos.
La torre es un edificio de 44 pisos y 182 metros que fue el más alto de la ciudad entre los años 1956 y 1972, momento en que lo superó el Hotel de México. En aquellos tiempos fue inaugurado como el edificio más grande del mundo con fachada de vidrio y aluminio, pero además y sobre todo fue el primer rascacielos en una zona de terremotos. Resistió a los fuertes sismos del ’57 –que alcanzó una magnitud de 7, 7 grados Richter– y al recordado terremoto del ’85, que trepó a los 7,5 y puso en jaque la realización del Mundial ’86. Los expertos aseguran que el edificio está preparado para soportar un terremoto de 8,7 grados.
Hoy tenemos suerte: es un día glorioso, de cielo diáfano y un horizonte libre de smog que nos permite disfrutar de la espectacular panorámica de la megalópolis. A un lado el Zócalo, la Catedral, el Palacio de Gobierno y una bandera gigante de México que apenas flamea. Abajo, el gigantesco parque y el imponente museo por donde recién caminábamos, que ahora se ven reducidos a tamaño maqueta. Trazamos una ruta posible para nuestra corta estadía en la urbe, nos llevamos unas instantáneas de recuerdo y bajamos al encuentro con Thania, que ya nos aguardaba en la puerta del Museo.
Desde ahí nos fuimos a desayunar en la terraza de la tienda ubicada justo frente al Palacio de Bellas Artes, que tiene una excelente vista panorámica del edificio y el parque. Una vez desayunados tomamos la peatonal Madero, un mar de gente que desemboca en el Zócalo, por donde caminan ejecutivos en trajes costosos y vendedores ambulantes, donde deambulan los turistas eludiendo el asedio de aquellos que, menús y folletos en mano, prometen los mejores almuerzos de la ciudad. Hay también estudiantes, lustrabotas y el detalle más llamativo: organilleros, al menos uno por cuadra. “El organillo que está tocando –dice Thania, señalando a uno de ellos– data de la época de 1800 y son todos son alemanes”. Llegaron como entretenimiento en el siglo XIX y aún perduran por las calles mexicanas.
A pesar del entusiasmo, hay que andar a paso lento. Hace calor y los 2250 metros de altura en los que se encuentra esta ciudad se hacen notar. El centro histórico late con ritmo propio, es un universo donde caben edificios patrimoniales, iglesias, comercios locales y extranjeros, restaurantes, kioscos, tiendas de recuerdos…
Faltan pocos días para la celebración del Día de los Muertos, la fiesta popular más importante de México, y hay alusiones por todos lados. Como el hombre que, parado en una esquina y disfrazado de Parca, seduce a los transeúntes con ademanes y una pequeño cofre del cual invita a escoger un rollito de papel. ¿Qué nos deparará la suerte en México?
VISITA A LA CATEDRAL Ya es cerca de mediodía y la calle está movida. Llegamos al Zócalo, donde hay una gigantesca carpa blanca montada en medio de la plaza: es el lugar donde se llevará a cabo la Feria Internacional del Libro del Zócalo.
La gran plaza fue construida sobre lo que fuera el epicentro de la mítica Tenochtitlán, capital del imperio azteca. El Zócalo es mucho más que una enorme plaza rodeada por edificios históricos y emblemáticos como la Catedral o el Palacio Nacional; es el sitio donde se reúne el pueblo a festejar, donde se fusiona el pasado indígena y colonial con este presente globalizado; el Zócalo es testigo de conciertos a cielo abierto, revueltas populares y marchas de toda clase. El Zócalo, Patrimonio de la Humanidad, es el alma, el espíritu y el corazón de esta ciudad.
La Catedral, como gran parte de las iglesias erigidas por los españoles en Latinoamérica, fue construida sobre las ruinas de los templos indios, en este caso el Templo Mayor de los Aztecas. Ocupa una manzana entera, y en un amplio jardín ubicado en la parte trasera se pueden ver algunos vestigios del templo. Más de dos siglos, desde 1573 a 1813, se demoró en construirla: por eso su estilo, ecléctico, oscila entre la arquitectura renacentista, barroca y neoclásica.
Rodeamos la Catedral. Un pequeño grupo de hombres permanece, cansino, apoyado contra la reja que separa la vereda del santuario. Sostienen carteles que dicen: “Plomero destapacaños”, “albañil”, “pintura de azulejos”. “Es una tradición que perdura desde la mitad del siglo pasado”, señala Thania. Los buscavidas permanecen todo el día en ese lugar, a la espera de algún changa que les salve la jornada.
Poco después entramos en el Museo Archivo de la Fotografía, una galería con enormes ventanales y vista a la Catedral y el Palacio Nacional. El sitio está destinado a resguardar, conservar y divulgar el acervo fotográfico de esta capital donde se forjó el México contemporáneo, a través de imágenes que revelan el cambio y el desarrollo de la urbe durante un siglo. Las muestras que cuelgan ahora, sin embargo, son de fotografía contemporánea: hay fotos de un concurso sobre imágenes latinoamericanas y una serie de retratos en gran tamaño.
Al salir nos adentramos en otra calle peatonal, sin locales a la vista como la Madero, pero muy prolija y pintoresca, con antiguas fachadas pintadas en color bermellón rabioso, y por supuesto un enjambre de gente caminando.
Volvemos y atravesamos el Zócalo. Pasamos frente a la puerta del Palacio Nacional, que está totalmente vallado y se extiende a lo largo de una cuadra. Enfrente, una manifestación de campesinos de Veracruz -hombres, mujeres, niños, ancianos, familia- permanecen, bajo el sol o al resguardo de una sombra, comiendo, fumando, bebiendo. Esperan respuestas a sus demandas que, probablemente, nunca serán respondidas. Uno de los carteles, escrito en cartulina, a mano y en colores, dice: “Pasamos de pobres a miserables”. No quieren ser fotografiados, tienen miedo, temen represalias. “Ni se te ocurra sacarle fotos a la policía –me advierte Thania–. Te pueden llevar preso, acá está expresamente prohibido”.
Al cruzar la calle, un tranvía rojo pasa raudo. Lleva inscripto el nombre de Frida Kahlo. “Esos tranvías existían en el siglo pasado y el más famoso hacía el viaje de Coyoacán al centro histórico. En uno viajaba Frida, justamente, cuando se accidentó. El tranvía chocó y uno de los tubos le atravesó la pelvis. Por eso sufrió toda su vida”.
Quedan tantas cosas por ver. La casa de la misma Frida, o el Museo de Antropología, o el mercado de Coyoacán. Pero no llegamos, y solo nos da el tiempo para almorzar, por supuesto, algún plato bien mexicano.
Sanborns, un restaurante ubicado en La Casa de los Azulejos, o el Palacio Azul como lo llamaban antes, es el lugar recomendado para degustar una comida típica a un precio razonable. El edificio, señala Thania, pertenece a Carlos Slim, el magnate mexicano que, entre otras cosas, es dueño de la mayor parte del casco histórico, al que mantiene a través de su fundación.
Se dice que los azulejos de esta casona fueron traídos de China especialmente, aunque hay otra versión que desliza la posibilidad de que fuera fabricados en Puebla, en una alfarería de frailes dominicos. La propiedad es antiquísima y está en un excelente estado de conservación: fue restaurada por las huestes de Slim cuando la compró. Desde el siglo XVI pasó por varios dueños, pero aún hoy se puede admirar su antigua y refinada arquitectura, con lujosos salones y un patio colonial precioso, ideal para degustar unos tacos o burritos en un ambiente fresco y tradicional. Un sitio que invita a volver, por una larga estadía, a las calles de la ciudad de Méxicoz