A unas cosas el tiempo las embellece y a otras las envejece, sucede lo mismo con las ideas. Si el propio Jesucristo descendiera a la Tierra y comenzara a predicar que ames al prójimo como a ti mismo, nuestra derecha extrema lo tildaría de “progre”.

Dicen que uno no debe reírse de los miles de votantes de ultraderecha. Que hay que comprenderlos. Que hay que tener humildad para escucharlos. Seré muy insensible, pero con la que está cayendo me importan muy poco. No querían mano dura, pues mano dura es la consigna. Lo gracioso es que esos votantes pensaban que en nuestro país la mano dura solo afectaría a los demás y no a ellos, claro. Hasta que llegaron los primeros despidos, las primeras tarifas, los sueldos, las jubilaciones, los precios, los medicamentos. Se les vino encima la realidad “avanza”, la del deterioro social y moral, la de la crueldad avasalladora, ese estado superior a la violencia: la violencia ejercida o contemplada con placer. Se necesita una jornada de reflexión después de las elecciones, para reflexionar sobre lo que se hemos hecho. El otro día el hijo de un amigo preguntaba: “¿Papá, cómo no viste venir a un tipo como Milei? Eso es lo peor hijo, es que lo vimos venir”.

Con la claridad de quien ha visto de cerca el infierno y ha vuelto ignorando su existencia la internacional del odio se sirve de todo su arsenal para contaminarlo todo. La entrenadora de básquetbol femenino del Connecticut Sun, Stephanie White, expresó que en toda su carrera “no había visto algo así. Estamos sufriendo mucho racismo, sexismo, homofóbia y transfóbia en nuestro país, y el deporte no es una excepción”

El básquetbol femenino de EE UU viene de una temporada histórica. Desde su creación en 1996, la primera división de esta liga nunca había vendido tantas entradas para sus partidos ni había contado con una audiencia televisiva tan grande. Los focos mediáticos, sin embargo, no han estado apuntando hacia este éxito, sino hacia la ola de ataques homófobos, sexistas y racistas de los que han sido víctimas sus jugadoras. En los perfiles de las plataformas de las deportistas -muchas de las cuales son miembros de la comunidad LGTBI- se han multiplicado los comentarios de odio, insultos o incluso amenazas contra ellas. La escolta del equipo de Connecticut, DiJonai Carrigton, denunció a la policía varios correos anónimos con amenazas explícitas de muerte y agresión sexual. No fue la única. Caitlin Clark, joven estrella blanca de Indiana Fever y ganadora del premio a la mejor debutante de la WNBA (Asociasión Nacional de Baloncesto de EE UU), y su entrenadora, Cristie Sides, denunciaron el hostigamiento por parte de movimientos asociados a la extrema derecha. 

Esto no es nuevo en el deporte femenino estadounidense. En 2019, las futbolistas de la selección nacional se convirtieron en blanco del entonces expresidente Donald Trump y sus seguidores por sus críticas al mandatario y a las políticas anti-LGTBI, así como las atletas transgénero, como la nadadora Lia Thomas, siendo víctimas de variadas campañas de odio. Al contrario de lo que ocurre con el ostracismo al que suele condenar a los deportistas masculinos cuando se posicionan políticamente (como el caso del jugador de la NFL Colin Kaepernick, que se arrodillaba durante el himno nacional para condenar el racismo), en los deportes femeninos existe una mayor solidaridad entre las jugadoras. Como dijo Manuel Azaña: “Yo no hago la guerra, me la hacen”.

(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979