Yo me acuerdo. Recuerdo, me acuerdo de. En mi pueblo-pueblo, como ese pueblo, me lanzo al recuerdo. Con doce trece años, lo biográfico, que se decora o modifica, que se diluye, lo autorreferencial que siempre es odioso y molesto. No debo olvidar ningún detalle, presionarme entre la fantasía espejismo de aquel pasado para que la trama sea atractiva. Hablar de ella, el único relato que siempre me atrapa y no me suelta. Tengo que obligarme a no perder el hilo, me obligo. Siempre lo mismo, volver al pueblo, lo mismo, mi pueblo-pueblo, como ese pueblo, el que no olvido. Con doce trece años, ver juntos Amarcord y descubrir que al lado mío, mi abuela, un personaje de Fellini, un acorde de esa canción de esa película que siempre escucho que suena se reproduce, la que repito y miro. Generar el mito, desde los ojos del ya no niño. Me fuerzo, me llevo a la escena, porque es el único lugar en el que me siento seguro. Por ella, retomo el hilo. Mi abuela y yo mirando Amarcord, el recuerdo-pueblo que atrapa, el olvido que no es olvido porque es una marca que por momentos disuelve pero siempre sombra que vuelve. La casa vieja de barro que al fin tuvo living, la cicatriz de fierro caliente que en mí su voz su cara su espectro, la cicatriz que cuido. Aún siento la sacudida divina que me dio el tener un reproductor de películas. Las truchas, las descargadas, las filmografías completas, la obsesión de querer piratear todo el cine del mundo. Fellini y sus personajes, particulares paisajes como ella. En la búsqueda excitada, descubrir al creador magnífico. El poder que te da salir de tu mundo y descubrir nuevos mundos otros mundos, el pueblo-pueblo que deja de ser pueblo, salir de lo conocido, que te asfixia y destruye a pesar de ser un chico. Lo que antes imposible, ahora frente a mí, el acontecimiento lindo. El sillón de algarrobo, estar sentado y a mi lado su silla de ruedas, mi compañía. El mayor milagro que alguien me reveló, lo milagroso vino de ella. Su creer infantil creencia de que todo lo que sale de la pantalla es real, no entender la ficción y entregarse entera a vivirla vivida. La mejor espectadora de la escena, del rito místico. Amarcord de Fellini fortalecía su credo gracias a esos personajes, que mirando a cámara, le relataban el cuento como a una niña. Esa forma ingenua de mirar, que viene de una ignorancia primitiva, de otra época y un mundo que ya no existe, me mostró lo esencial de la vida, creer como cree un niño. Presenciar ese acto enorme de fe, es lo que hoy me guía. El teatro que hago y persigo está agarrado con grampas a ella, hablarle directamente a quien mira y hacerlo entrar a mi mundo al suyo, buscar el rito. Aunque ya no está conmigo porque circula en el infinito en el sueño en los laberintos, buscar la forma de contar para que me comprenda y entienda el cuentito, que siempre se enrosca en el lenguaje, como ahora con este escrito, porque su decir ahora es el mío, el inventado ignorante, el ingenuo primitivo, el empalme pastoso del croata y del argentino.

Como la niebla densa de la película, como la bicicleta que viene sonando la campana que suena redobla amenaza y el frio, me choca el recuerdo de ese día, el que junto a ella lo milagroso y toda su vida. La cama de bronce, lo más bello que teníamos, recostado a su lado, los rezos en susurros el ave maría. Su dialecto mitad croata mitad argentino, el suyo el ahora mío, el ingenuo primitivo. La historia del barco que la trajo, que casi hundió en el medio del abismo, como en Fellini espero en el bote, miro las estrellas, canto canciones entre suspiros y la lloro a mares porque como la Gradisca soy de alma débil, más luego me dormito. Y allí el barco enorme, se aparece como el Rex, pasa a mi lado y yo en el bote la miro, tan joven desde Croacia tan niña tan distinta tan mito. Me saluda, me grita su historia a los gritos, me reza sus dolores que también son míos, navega bajo ese cielo que estrella la noche del charco que la trajo hacía el campo maligno, el que siempre camino y cito. Como Teo desde el árbol, de mi boca alaridos, le pido que regrese que no venga, que estas tierras serán púas espinas de rosas que matan lo divino. Y ella en su cama final, en el último beso, me reconoce entre enfermedad y delirio: “tranquilo, todo va a estar bien, estás muy lindo”.

Damián Smajo es un actor egresado del Conservatorio de Teatro de la ciudad de Rosario. Entrenó con Ricardo Bartís, Pompeyo Audivert y Mirta Bogdasarían. Actuó en Viejo, solo y puto de Sergio Boris. También actuó y dirigió, entre otras, Polvareda en los ojo’, programada en el Teatro Nacional Cervantes. Es actor, dramaturgo y director de Como pata de chancho y escribió y dirige Sacro Santo, premio Artei 2024. Ambas obras se encuentran actualmente en cartel.