Lo llevábamos a todos lados. Hubo un momento que era como más importante ir a la cancha para que esté el trapo que por el lamentable espectáculo que brindaba el equipo de nuestro barrio. Si no podíamos ir los dos, porque siempre íbamos juntos con mi hermano, uno de los dos tenía que estar. Tan así que un año, finalizando el siglo pasado, la revista partidaria que se repartía cuando jugábamos de local, había colocado a nuestra bandera en la cima de las más seguidoras. Tanto empeño por la lealtad se veía reflejado en ese reconocimiento.

Cada final de junio, inequívocamente, nos quedábamos con la ñata contra el vidrio, constando una nueva frustración. Pero, cada inicio de agosto volvíamos a empezar. Cada temporada nueva era el reseteo de una vieja ilusión: volver a primera. Con la oreja pegada a la radio, a la tira deportiva del mediodía, íbamos alimentando la certeza con cada rutilante incorporación o con cada promesa que inexorablemente debía explotar vistiendo la blanquita.

El calendario avanzaba siempre con nuestro trapo colgado del alambrado. De local y de visitante. Con los que llevábamos los colores a todos lados, nos conocíamos bien y nos respetábamos. Nosotros teníamos un prestigio ganado, por eso, conseguíamos siempre buena ubicación. Cada tanto, había que pechear con algún muchacho. O había que comerse alguna puteada de algún alma plateista cuando, de visitante, tapábamos una partecita ínfima del campo de juego.

Finalmente hubo un año que, tras once temporadas en el ascenso, se nos dio y fue una fiesta. En primera llenamos todas las canchas y demostramos que esa era nuestra categoría. El equipo, además, estuvo a la altura de su hinchada e hizo un campañón. Clasificamos por segunda vez en nuestra historia a la legendaria copa Libertadores de América. La emoción nos rompía el pecho. Además, ahora había que pensar en un esquema internacional para la presencia de nuestro pabellón.

Viajamos a Chile y a Brasil. No nos dio la nafta para ir a Bolivia y eso nos jodió. No hubo más posibilidades porque, bueno, no pasamos la primera ronda. Pero había sido grandioso. Cuando caímos en la cuenta, la aventura internacional había que pagarla con una flojísima performance en el torneo doméstico, hecho que nos depositaba en el peregrinar angustiante de disputar los últimos puestos para no descender.

Pelear el descenso es lo peor que te puede pasar en la vida. Solo hay una cosa peor: descender. Todo es agonía. Más lenta o más veloz, la primera se te escapa de las manos y pasás a ser un muerto civil.

Llegando al ocaso de nuestra estancia en primera después de casi cuatro años en los que pudimos afirmar nuestros colores en lo más alto del fútbol argentino, tuvimos que viajar a Jujuy. Ya éramos solo unos cuantos enfermos. El resto lo escucharía por radio. Y digo “tuvimos”, porque ganas no nos faltaba de quedarnos. Demasiado viaje, para ninguna recompensa. Pero, bueno, eso de la lealtad en las malas y el trapo, claro. Tenía que estar.

Un viaje largo en micro de línea. Un fin de semana con salida a boliche en San Salvador incluida. El partido para el olvido. Nos empataron faltando quince y nos lo ganaron cuando el cotejo se moría.

Sin embargo hubo un suceso al que me quiero referir con más detalle.

Durante el partido, descubrimos que en nuestra tribuna habían hinchas del lobo jujeño que por alguna razón no habían ido a su sector. La verdad es que no jodieron durante buena parte de la jornada. El tema se empezó a caldear con el empate. Algunos lo gritaron.

Ante esa secuencia, evaluando el panorama, los que teníamos banderas empezamos a descolgarlas. Había que saltar una pequeña fosa para llegar al alambrado. Lo mismo, en reversa, para volver a la tribuna. Nos mató.

Mi hermano se quedó en el ida y vuelta con los locales. En mi caso, troté hasta la parte baja de la popular. Salté al alambre, desaté todos los nudos hasta el último hilo y le tiré el trapo a un pibe que tenía una bandera con un dibujo de Homero Simpson en el centro de nuestros colores. La verdad es que lo conocía poco y debí haberme dado cuenta. Con el diario del lunes, una persona que elige esa representación para una tribuna conurbana no era demasiado fiable.

El tema es que cuando estaba por saltar el foso para retornar, observé atónito como un pibe, jujeño, corrió hasta nuestro Homero Simpson y le arrancó nuestra bandera. Bueno, una parte. Homero jalonó y presentó una tímida resistencia. En el tironeo, el jujeño se llevó un pedazo y desanduvo el camino. Mientras yo saltaba con una celeridad que me desconocía, me percaté que el pibe se dirigía hacia la reja que separaba nuestra tribuna de la local.

Empecé a perseguir al pibe tirando manos contra los que me querían detener. Cuando estaba por alcanzarlo, el flaco arrojó la tela hacia el otro lado. Fue un segundo. Me sentí derrotado mientras veía el vuelo fatal. Tantos años, tantas canchas y un descuido bobo nos humillaba para siempre.

Así me sentía cuando, para mí sorpresa, la tela quedó atrapado en lo más alto del alambre de púa, en la parte superior de la reja. No llegué a dudarlo. De pronto me supe hombre araña y en medio segundo estaba trepado de la reja de cinco metros de altura rescatando el retazo herido.

Volví con los míos entre empujones y algunos aplausos.

Nos tuvimos que ir de la cancha custodiados antes que terminara el partido. Cuando ya estábamos a salvo repasé nuestro pabellón y noté que el corte era más grande de lo que pensaba. Pero teníamos los dos pedazos y era cuestión de zurcir.

Jugamos de local entre semana y la bandera no llegó del quirófano. Eso sí, la revista partidaria amplificó la crónica del embrollo en registro épico. Recién estrenamos la segunda vida del trapo, con una cicatriz enorme, el domingo siguiente en la reja visitante de la cancha de Ñuls, bajo un sol abrasador.