Tori Amos ha llevado una vida tranquila, después de todo. Se nota en la mirada, el tono de voz y las cosas que dice, que a los 54 años es una mujer plantada, pero liviana. La esencia es la misma de principios de los ‘90; a Tori se la puede rastrear hasta entonces y más: sus fans se encargaron de mantener el inmenso archivo en el sitio yessaid.com. Desde el comienzo, con la fama del disco Little Earthquakes, el periodismo tiene un encantamiento con ella. Más en los últimos años, es notoria la admiración que despierta. Hay abundancia de entrevistas recientes en You Tube, conducidas por treintañeros que parecen conocerla muy bien. Tori, además, sabe honrar su cancha: es cálida, didáctica y generosa al responder. Ya no es la joven de hombros caídos pero actitud sensual, que supo recordar en televisión a la hermana de Mozart, un prodigio igual de fabuloso que no tuvo carrera. Hoy es una mujer de lentes cat eye, columna recta y sonrisa amistosa, que dio sus últimas notas a propósito de uno de sus mejores discos, el número 15, Native Invader. 

En mayo de 1994, bajo el título Caderas, labios, senos, poder, la revista inglesa Q publicó una tapa con las mujeres que “captaron los charts con su caldo especial de rareza alternativa y reflexiones marinadas en estrógeno”, dice. Eran Björk, PJ Harvey y Tori Amos, una gran selección. Las caracterizaron: el pequeño elfo, la perra del infierno y la nena loca americana, y describieron la ocasión como una “fiesta de tupper con actitud”. Que desperdiciaron, por cierto, con preguntas idiotas como si sienten que compiten entre sí. Todas dijeron que no. Tori agregó: “Ni siquiera tocamos los mismos instrumentos. Inventan eso para saciar sus cabecitas. Hay lugar para todo el mundo para ser creativo. No debería ser ‘dos tetas demasiado’. Como en la radio, que te dicen ‘ya estamos pasando una mujer esta semana’”.

Otras preguntas fueron si se drogan para componer, si fantasean con rockstars, qué se siente ser objeto de deseo, cómo reaccionan ante los “bajate, puta”. El escritor Neil Gaiman cuenta en otra nota de la época cómo lo hizo Tori una vez: paró de tocar, sonrió y le preguntó el nombre al que molestaba. Le dijo: “Hace quince años que lidio con chicos como vos” y le dedicó la canción “Leather”, que empieza: “Mirá, estoy desnuda enfrente tuyo. ¿No querés algo más que mi sexo?”. 

El primer recuerdo que tiene del piano es “esa criatura enorme, negra, hermosa” que estaba en su casa de Baltimore, Maryland, donde el padre ministro Metodista había trasladado su iglesia. Tenía dos años cuando empezó a trepar el taburete, tres y ya tocaba piezas propias, cinco y se convirtió en la persona más joven aceptada en el conservatorio de la ciudad. Además, la madre descendiente de los Indios Cherokee solía leerle a Poe, Dickens, Faulkner. Tori dice que creció acompañada de “un montón de amigos de otros mundos”. 

A los once la expulsaron por insubordinación: quería tocar de oído, no leer partituras; tocar los Beatles, no los clásicos. “En treinta años nadie se va a acordar de ellos”, le decían en 1974. Contado queda pintoresco, muy prodigio rebelde, pero son rechazos que dañan. Cuando cumplió trece, el padre le preguntó qué quería hacer de su vida. Ella dijo que tocar el piano, pero a su manera. Él le consiguió trabajo en un pianobar gay en Washington y la acompañaba de levita. Pasó el tiempo y la adolescencia. A los 21, Tori se mudó sola a Los Ángeles buscando hacer carrera mientras se mantenía con el mismo trabajo; tenía un repertorio de más de cien temas y mechaba con composiciones suyas. Pero ya no estaba en un bar gay, y una noche, un hombre del público le pidió si lo alcanzaba a la casa y ella se equivocó al ser gentil.

En 1987, por un productor que la vio en alguno de estos bares, firmó un contrato con Atlantic. El resultado fue Y Kant Tori Read, un ensamble de guitarras y sintetizadores que ella aparentaba liderar en las fotos, porque no eran sus canciones ni su look. El proyecto de pop solemne, bien de la época, fracasó y se abandonó como un trapo. “Me tuve que reconstruir por completo. Tenía que evaluar mi parte en la representación falsa que había hecho de mí, cómo yo misma había apretado el gatillo”, dijo por entonces.

El contrato igualmente continuaba. Tenía que entregar seis discos a la compañía. Pero después de esa experiencia volvió a la base, al piano. En 1991, con el ímpetu que le dio ver Thelma & Louise, fue camino a un show con una canción en mente que cantó por primera vez en público a capella. Era “Me And A Gun”, sobre la noche en que ese hombre la violó y torturó durante horas: la obligó a cantar mientras la amenazaba con un cuchillo. “Mi fuerza fue haberme abierto a la vida otra vez. Mi victoria, haber mantenido viva mi vulnerabilidad”, declaró tiempo después, como primera vocera de la organización RAINN contra el abuso sexual.

Otras imágenes antiguas se convirtieron en la fundacional “Silent All These Years”, una balada inquietante, pero también dulce, donde recuerda: “Tengo el anticristo en la cocina gritándome otra vez”, por su abuela paterna, una señora intimidante recibida en la universidad en los años ‘20, que rezaba todo el tiempo en voz alta y recitaba a Byron y Shelley. El tipo de persona que habría quemado a las brujas, piensa Tori. “A veces escucho mi voz y ha estado aquí siempre, en silencio todos estos años”, dice el estribillo. Llevó años lanzar Little Earthquakes (1992) porque el sello rechazaba los demos: querían reemplazar los pianos por guitarras. En el medio, con 29 años, Tori se mudó a Londres. Se entendía que era excéntrica e iba a tener mejor cabida en Europa. 

La pareja con el productor Eric Rosse empezó a desintegrarse durante la grabación del segundo disco, cuando conoció al ingeniero Mark Hawley, su marido hasta hoy. Under The Pink (1994) la estableció en el negocio y remarcó los símbolos que la hacían brillar: el piano, el cristianismo, el abuso, el ser mujer. En “Icicle” canta sobre masturbarse mientras el padre da misa. Trabajar la culpa fue todo un proceso vital. Tori se aisló, leyó intensivamente, hizo terapias alternativas, todo lo que llevó a construir Boys For Pele (1996), tal vez su disco más icónico, con la portada donde recuerda a un personaje de Westworld, con las piernas embarradas y una escopeta. Después de viajes por Hawai y Sudamérica, grabó en una iglesia de Irlanda y fue su trabajo más autosuficiente hasta entonces. El clavecín le da un tono seco y destaca la voz, como en los tragos de culto “Professional Widow” o “Blood Roses”. 

En 1997, Tori y Mark Hawley fundaron un estudio en Cornwall, Inglaterra, donde ella grabó, mezcló y masterizó desde entonces. Pero antes, cuando dependía de las instalaciones de las compañías, ha llegado a amenazar con prender fuego los masters. El siguiente es un disco de pianos graves, elegantemente orquestado. From the Choirgirl Hotel (1998) es el capítulo de los embarazos perdidos (fueron tres), la sensación de que esas almas la rechazaron como madre. Ese año le dieron la tapa de Rolling Stone. Titularon: “El jardín secreto de Tori Amos” e intervinieron su retrato con libélulas. Había vendido quince millones de discos y recibido nominaciones al Grammy, pero seguía siendo una diva de trasnoche en MTV: “No se puede controlar la popularidad; sé que soy un gusto adquirido”, dijo ahí.

Después de To Venus And Back (1999) llegó el embarazo exitoso: en septiembre del 2000, a los 37 años, fue madre de una niña, Natasha, que hoy la acompaña en canciones. Debe haber sido su recreo musical más largo. En 2001 cerró el contrato con Atlantic con un disco de covers, Strange Little Girls (canciones de varones con perspectiva femenina, incluida una de Eminem). Luego siguió su curso natural, el que le dicta el piano, su hermosa Bösendorfer de casi tres metros de cola: “Te sentás ahí y te sentís Metallica”, dice. Lanzó, cada cual con su concepto y experiencia de vida relacionada, Scarlet’s Walk (2002), The Beekeper (2005), American Doll Posse (2007) y Abnormally Attracted To Sin (2009), donde se pueden ir a buscar las perlas “Carbon”, “Taxi Ride”, “Sweet The Sting” , “Police Me”. 

Giró incansablemente con Hawley mientras educaban a la hija. También homenajeó a los maestros clásicos (Night Of Hunters) y regresó sobre su propia obra (Golden Dust). En 2007, a propósito del lanzamiento del box set A Piano: The Collection, dijo en la revista Sound On Sound: “Yo no me doblego ante la industria o los expertos que supuestamente conocen mi música mejor que yo. No me doblego ante nada. Yo les sirvo a las canciones y voy a hacer lo que sea para proteger lo que ellas quieren ser. Yo soy su escriba, ellas son entidades, están vivas”. Tori llama a esa energía que la invade “Musas 9” y nunca la fuerza para que aparezca: la espera en silencio, la conoce desde niña, sabe detectarla.

Fue unos años más tarde que volvió a escribir desde el coro de su propia femeneidad. A los 50, cuando entró en la menopausia. Ahora está del otro lado: comparte la fogata metafórica con sus hermanas que también la pasaron, dice. Hace poco confesó que fue su maestra más dura, que la hizo redescubrir su fertilidad, y de alguna manera, volverse una fuerza de la naturaleza: “Esa sangre la estoy conteniendo, imaginate eso”. El registro de la etapa es Unrepentant Geraldines (2014), un disco más bien melodioso y sentimental, muy bello. 

El camino al nuevo álbum se cruzó con su trabajo para Audrey & Daisy (2016), un documental de Netflix sobre dos casos de abuso sexual y ciberbullyng, uno que terminó en suicidio. Tori compuso la canción “Flicker”: “Heroínas, no nacen, se hacen”. Native Invader, que lanzó en septiembre, surgió del mismo fuego: un momento de mucha lectura sobre pueblos originarios. Como siempre, salió a esperar a las musas al aire libre, de sombrero: nadie le presta atención a no ser que se detenga a conversar (nunca perdió la costumbre y dice que las mejores historias son las de los fans en camarines). 

Esta vez -a mediados del año pasado- fue con Hawley a las Grandes Montañas Humeantes en Carolina del Norte y Tennessee, el refugio de sus ancestros Cherokees después de la guerra civil. Quería andar por los escenarios de los cuentos del abuelo, que de niña la fascinaban más que nada. La madre la ayudaba por teléfono, haciendo memoria también, y habló con los lugareños sobre sus preocupaciones. Así se enteró del caso Juliana contra Estados Unidos, una demanda sin precedentes de 21 niños y adolescentes contra el gobierno por sus políticas en relación al calentamiento global, la amenaza de la época.

Pero la música no llegó hasta principios de este año, cuando la madre, de 88 años, sufrió un derrame cerebral y quedó imposibilitada de hablar. Ya solo balbucea himnos o “Penny Lane”, cuenta Tori. Eso le hizo el clic: cuando vio el paralelismo entre el planeta y su propia madre bajo ataque, llegaron las musas. Le dijeron: “No te vamos a dar nada violento. Te vamos a dar un bosque sonoro, donde la gente pueda entrar desde cualquier lugar del mundo y tomar lo que necesite”. 

Ciertamente, Native Invader tiene algo ancestral que resuena de inmediato y no tiene que ver con la lírica, aunque aparecen palabras universalmente conocidas y su voz fina no ha cambiado. Es un disco abierto y variado, con muchas guitarras, sobre todo rockeras, pero también más aboleradas. La seguidilla “Broken Arrow” y “Cloud Riders” es monumental. “Up The Creek” y “Bats” tienen la producción más pop de su carrera, y sobre todo en la segunda, Tori se siente como un gran animal erótico. Tanto como diosas jóvenes del estilo Regina Speketor y Florence Welch. Es lo que hace notar que hay pocas mujeres adultas en el pop: son experiencias del mundo que faltan porque una chica no las puede transmitir. Es otro tipo de sensualidad. Qué es sensual sino Tori Amos de stilettos, girando entre el Bösendorfer y un teclado, con la boca muy cerca del micrófono y la mirada cómplice en su público. Los ojos de un genio que en los agradecimientos de sus discos siempre incluye a las hadas. u