La “normalidad” es un concepto inasible. ¿Cuál sería el parámetro idóneo para medirla? Las respuestas pueden ser múltiples. En general, se describe como “la capacidad de adaptación a la realidad”. Esa definición no deja de ser cuestionable. El supuesto de una realidad “accesible a la mente humana es un asunto considerado filosóficamente insostenible al menos durante doscientos años”, explican los psicoterapeutas Paul Watzlawick y Giorgio Nardote en el libro Terapia breve estratégica. En Argentina, los discursos políticos utilizan esa palabra como sinónimo de lo “bueno”. Ese recurso discursivo no es patrimonio de ningún espacio en particular.
En su discurso de asunción presidencial, Néstor Kirchner planteó “Quiero una Argentina normal”. La consigna también fue utilizada por el socialista Hermes Binner en su campaña legislativa de 2013. La plataforma electoral de la Alianza Cambiemos sostenía que “nuestro gobierno buscará normalizar la economía y sentar las bases para el desarrollo de largo plazo”.
Lo cierto es que cada enunciante le asigna diferentes significados. Por ejemplo, la “normalidad” kirchnerista estaba relacionada con la construcción de un país más justo. En cambio, el macrismo utiliza ese concepto como legitimador de un proyecto económico neoliberal. En términos concretos eso significa, entre otras cuestiones, recomponer rentabilidades empresarias, reducir el peso del sector público, restablecer relaciones con el capital financiero internacional.
Los informes de los organismos financieros internacionales utilizan también esa identificación entre “normal” y “deseable”. El primer subdirector gerente del Fondo Monetario Internacional, David Lipton, manifestó que “el país está en el camino adecuado y la estrategia general es la correcta. La relación del FMI con la Argentina está normalizada”.
Desde la óptica macrista, la construcción de un país “normal” implica afianzar un patrón distributivo regresivo. En ese sentido, el economista Pablo Gerchunoff sostuvo que el problema argentino es la inexistencia de “una noción colectivamente compartida de normalidad distributiva”. En otras palabras, la puja por mejorar los ingresos populares es visualizada como “anormal”. Una de las tareas de la Ceocracia es modificar ese estado de cosas utilizando el aparato estatal.
El sociólogo Gabriel Vommaro señala en “Los CEO buscan conquistar al pueblo” (El Diplo, edición 221) que el objetivo es doble “por un lado, poner el Estado al servicio de los actores que podrían empujar la construcción de una moderna economía de mercado; por otro, reformar el Estado para que estuviera en condiciones de llevar a cabo esta tarea. Es en buena parte en virtud de esta segunda meta que fueron movilizados los CEO. Se trataba del personal adecuado para llevar adelante esta modernización, a fin de que las agencias públicas comenzaran a funcionar en el nuevo sentido de la historia”.
El carácter tecnocrático del discurso macrista tiene líneas de contacto con ciertos planteos del gobierno militar de Onganía. Una de las figuras destacadas de ese elenco golpista, el general Osiris Villegas, planteaba que la elite debía “ocupar, en la dirección política del Estado, los puestos cimas y claves para la toma de la decisión; los puestos dirigentes deben ser de los capaces y no destino accesible para los politicastros o ignorantes”. Ese proyecto de constitución de un Estado “burocrático-autoritario”, utilizando la terminología de Guillermo O’Donnell, terminó sepultado por los vientos de la historia.
@diegorubinzal