Un joven le escribe una canción a su amigo que acaba de salir de la cárcel. Le dice que lo extraña aunque todo haya cambiado, que lo alegra saber que volvió a casa. Que aunque ya no sean los mismos, y quizás no se vuelvan a ver, brinda por él. Le dice también que daría todo por ver arder el pueblo donde nacieron hasta que queden solo cenizas, pero que se cuide. Que vaya despacio. Que siga libre. Es “Stay Free”, de The Clash, es de las canciones que más me conmueven. Es una canción triste, y furiosa, sobre lo que dejamos atrás. Y sobre organizar complots contra el mundo, pero antes de incendiar todo, cuidar a los amigos.
Londres se está ahogando y yo vivo junto al río. Hace unas semanas volví a Neuquén, la ciudad donde nací. Habían asesinado a Fernando. Ese día amanecí con el celular saturado de mensajes. Al principio no entiendo nada, hasta que hablo con D., lo mataron a Fer, me dice. En ese momento, la angustia que me quiebra hace volar en mil pedazos la taza que tengo en la mano. Silencio. Durante unos segundos no sé qué hacer con tanto, e inmediatamente entiendo que no hay remedio para esa tristeza. Mientras junto los pedazos de taza, los detalles: Un balazo, de noche, en el barrio. Lo conocí a los 12 años. Mi amigo más viejo. Voy a tomar un avión y enfrentar esa locura.
Jugando al pool y fumando unos mentolados.
A los 13 años fuí a mi primer recital, en el Parque Central de Neuquén, tocaba un compañero de ingles. Esa noche marcó lo que sería el resto de mi adolescencia. Bandas de punk, cerveza con desconocidos en una noche fría. Y también, mi primera situación violenta en la calle, un cadenazo en la cabeza, sangre y la solidaridad de esos nuevos amigos “grandes” de 15, 16 años que me acompañaron y pagaron un taxi para que llegara a mi casa. Al día siguiente mi compañero, y nuevo amigo, me tocó el timbre, tenía un cassette en la mano, un compilado de Punk y Hardcore. Un regalo, por la herida. Todo es amparo árido.
Bajo del avión y es de noche. Voy directo al velatorio. No veo la ciudad. Llego y hay unas personas que no conozco, rezando. Veo a mis viejos amigos, afuera, como escondidos. Con ellos me entiendo casi sin hablar, nos abrazamos, lloramos. Decimos muy poco, pero en nuestro pequeño bunker al aire libre estamos bien. A la mañana siguiente, el cementerio. Cargamos el cajón. Es muy extraño enterrar a un amigo. Es enterrar una parte de mi historia. ¿O es enterrarme un poco a mí con toda esa historia? Cómo no verme yo ahí. También es no creer en nada y de pronto descubrir la efectividad de los rituales. Algo cobra sentido allá abajo. Ojalá brote algo de tanto remover tierra.
Entre las canciones de ese primer cassette había una versión de “Stay Free” tocada por Fun People. La habré escuchado mil veces antes de saber que era un cover. Esas canciones, y todas las que vinieron después, fueron un refugio y la puerta de entrada a un mundo. Una educación sentimental lumpen y libertaria. Leímos a Bakunin, creimos en el Do it Your Self, odiamos a los caretas, amamos a Kim Gordon de Sonic Youth, dijimos que éramos gay para enfurecer a los heavy metals, pintamos con aerosol nuestro amor en las paredes, dormimos en cualquier parte, hicimos canciones de amor y en contra de todo.
Crecer en Neuquén a fines de los 90 era estar haciendo malabares con una molotov. Tener la sensación permanente de que todo iba a estallar y que eso era mejor que seguir haciendo malabares. Sin embargo después de cada estallido (la pueblada de Cutral Co, los cortes del puente con gendarmería reprimiendo, la toma de Zanon), la apatía volvía a reinar en la ciudad, y la tensión siempre aumentaba. Y el viento seguía soplando. Como a los incendios forestales, a la locura y la violencia el viento no hace otra cosa que alimentarlas. También le dio de comer a las historias más horrendas, escenas que parecen sacadas de la Santa Teresa de Bolaño, o la Sonora real. Autos incendiados en la barda, mujeres muertas en las chacras, en los canales, al costado de la ruta. Y la ciudad apática, intentando mantener su destino de paraíso petrolero.
Son las dos de la tarde, estoy almorzando después del entierro, en la casa de D. con sus padres. Hace por lo menos 16 años que no estoy en esta casa. Es una situación ridícula, aunque no se bien por qué. Acabamos de enterrar a nuestro amigo. Y ahora representamos una escena de cuando teníamos 14. Siento como si la silla fuera muy pequeña, como las de los bebés en los restaurantes. Me río de lo obvio de mi asociación, o del chiste que alguien contó, o simplemente me río para no sentirme tan solo. Llamo por teléfono a Buenos Aires, no se muy bien de qué hablar con los porteños. Me voy de ahí sintiéndome perdido, y no sabiendo nada de esta ciudad y estas personas. Camino de memoria hasta la casa de mi hermana, y por suerte ahí no me siento extranjero.
Mi amigo del cassette, cuando yo tenía 15, y él quizas 17, había escrito proféticamente una canción que decía: “Neuquén te mata”. El está vivo, y sigue haciendo canciones, pero Fernando no es el primero de nosotros al que Neuquén lo mata. Y no solo con la violencia de lo literal. “La alegría quedó en el camino y la felicidad se mudó a Chos Malal” seguía esa canción. Yo me mudé a Buenos Aires.
Volver a Neuquén es siempre difícil, ya no tengo mucho que ver con ese lugar y esas personas. Todos envejecimos raro. Pero volver es también recuperar algo de la adolescencia. El frío de las noches de invierno, y el viento que lo arrasa todo en verano. Recordar que los amigos y un puñado de canciones con melodías rabiosas y voces quebradas, fueron el único refugio contra la aridez inexpresiva del paisaje y la violencia apática de la ciudad. Y afuera el mundo se caía a pedazos. Un complot amoroso y lumpen contra el odio que lo inundaba todo.
Hoy ya no escucho tan seguido The Clash, ni intento ser Joe Strummer. Pero esas canciones me acompañan como una forma de ver el mundo, una ética, una manera de entender la creación. Hoy ando por ahí buscando nuevos cómplices en el complot. u
Nahuel Cano nació en Neuquén en 1982. Actualmente desarrolla su actividad artística en la ciudad de Buenos Aires. Es actor, director, y docente. Como actor ha trabajado en cine y teatro con grandes directores como Lucrecia Martel, Héctor Olivera, Ricardo Bartís, Alejandro Tantanián, Alejandro Catalán entre otros. Forma parte de la compañía Un Hueco, junto a los cuales ha creado tres espectáculos (Un hueco, 2009; Los pactos, 2011 y Prueba y Error, 2015) que impactaron en la escena porteña, participando también de importantes festivales nacionales e internacionales. Desde 2010 dirige la compañía El Cuarto. En septiembre de 2015 estrenó La vida breve. Una versión radiofónica en francés de este texto se presentó en Lyon, Francia. Recibió el Premio Trinidad Guevara como Revelación por su trabajo como director.