De la euforia a la desolación. Dos palabras que condensan lo que sucedió entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982, dos meses y medio vertiginosos en los que un país movilizado por un optimismo ingenuo hacia la guerra no pudo (ni quiso) ver que el enfrentamiento con los ingleses era como esos partidos en que la derrota está definida antes de empezar a jugar. Los sujetos de esta historia cambian abruptamente del “¡Tomamos las Malvinas!” a la desazón y rabia de un interrogante encadenado: “¿Cómo puede ser que se hayan rendido? ¿Cómo pueden ser tan cobardes de haber perdido?”. En Demasiado lejos, Eduardo Sacheri alumbra en un primer plano la vida cotidiana de un puñado de personajes que viven en una Buenos Aires agitada por el fulgor de un conflicto atravesado por la desinformación y un triunfalismo delirante. El mozo de la Casa Rosada, una joven que le escribe cartas a su novio en el frente, un grupo de amigos en un bar, una familia que teme por la vida de su hijo y una secretaria que trabaja en la Cancillería trenzan las pequeñas historias a flor de piel sobre el telón de fondo de una guerra tan errática como neblinosa.

“Hay una cosa elusiva en la poca narrativa de ficción que hay sobre Malvinas, como si fuera un tema muy difícil de entrarle, y me llama la atención ese silencio tan fuerte. Me da la sensación de que es un tema extremadamente incómodo, además de complejo, porque que sea complejo no necesariamente lo volvería tan poco frecuentado”, explica Sacheri, que le dedica su última novela “a quienes intentan no dejarse encandilar”. El escritor, guionista, licenciado en Historia, profesor y reconocido hincha de Independiente, propone que la incomodidad de Malvinas tal vez tenga que ver con que fueron meses de un enorme involucramiento de la sociedad argentina y cuando terminó “esa suerte de encandilamiento” muchas personas se dieron cuenta del error. “Hubo una peligrosa ingenuidad de la sociedad en cuanto a la actitud que tomó, por supuesto que no fue todo el mundo, pero sí la mayoría”, aclara el autor de las novelas La pregunta de sus ojos, Aráoz y la verdad, Papeles en el viento, Ser feliz era esto, La noche de la usina, Lo mucho que te amé, El funcionamiento general del mundo y Nosotros dos en la tormenta.

Malvinas, un tema identitario

-¿El núcleo duro de la incomodidad que genera Malvinas es esa ingenuidad de gran parte de la sociedad argentina respecto de la guerra, ese “triunfalismo bobo” condensado en ciertos lemas patrióticos como “Argentinos, a ganar”?

-Creo que sí, aunque hubo un deslizamiento a lo largo de esos dos meses y medio. El ánimo del 2 de abril no es de un triunfalismo bobo, no es belicista. Si te fijás en los diarios, no hay una noción de que viene una guerra; la lectura de abril es: “mirá qué bien que estuvimos, mirá cómo lo logramos, mirá cómo nos hicimos respetar”, sobre todo en la primera quincena de abril, una especie de asunto felizmente concluido. Cuando la realidad era que recién empezaba un enfrentamiento a gran escala, que era como subirse a la moto con la misma liviandad y la misma ligereza con la que se decía que había que ganar esta guerra. Otra sensación que me dejan esos meses es la de una aproximación muy frívola a lo que estaba sucediendo y a lo que iba a suceder.

-Alcira, uno de los personajes, se formula una pregunta interesante: cómo puede ser que nadie, absolutamente nadie, se dio cuenta de que estaban corriendo hacia el precipicio. ¿Qué respuesta podrías dar después de haber escrito la novela?

-No sé si puedo dar una respuesta, yo no escribo para encontrar respuestas sino para airear preguntas. Si me pongo a pensar junto con mi personaje Alcira, me parece que la inercia de lo que hay a tu alrededor se impone siempre; hoy lo llamarían “sesgo confirmatorio”, pero en aquella época a nadie se le ocurría usar esa denominación: “si van todos para allá, deben estar en lo cierto”. Creo que hace falta mucho temple para no ir hacia el mismo lugar al que van todos. Y en el tema Malvinas se agrega que sigue siendo un tema identitario muy profundo desde la opinión pública, los medios de comunicación, los intelectuales y las escuelas, y me parece que se generó un clima donde era muy difícil hacerse a un lado. No digo que fuera imposible, estoy seguro de que hubo gente que se mantuvo al margen de ese triunfalismo y de esa ingenuidad. Pero fueron personas que estaban con los pies muy sobre la tierra o las familias de los combatientes; por eso en la novela hay un claro contraste con quienes tienen un hermano, un novio, un hijo en las islas.

Una aventura por delegación

-Hay una escena en la que Carlos busca desesperadamente un mapa de Malvinas, hasta que lo encuentra en una librería de la avenida Callao, y dice que nunca pensó que iba a tener un hijo metido en medio de una guerra. Como padre que sos, ¿qué impresión te causa esta idea de chicos que quedaron metidos en una guerra?

-No alcanzo a imaginarlo, aún después de haber escrito la novela. Es como una suerte de pesadilla que se te va viniendo encima, pero de a poco. Cuando los soldados viajan el 10 de abril a Malvinas, no piensan que van a una guerra. Piensan que van a conocer las islas. Pero dos o tres semanas después, enterarse por un comunicado del Estado Mayor conjunto de que empiezan a cañonear las islas me parece que debe haber sido una experiencia espantosa. Yo trato de imaginarme a esas familias en su soledad, porque por supuesto que había en la sociedad “un ayudemos a nuestros soldados”, pero vuelvo con esto de la liviandad. Era un compromiso, pero un compromiso que no tomaba dimensión del riesgo de muerte, sino que se quedaba en el “alimentemos a nuestros chicos, abriguemos a nuestros chicos”. La sociedad no decodificaba la inminencia de la muerte de esos chicos.

-La guerra era como un juego, una aventura sin el horizonte de la muerte, ¿no?

-Sí, y era una aventura por delegación, lo que me parece extremadamente cruel: “vayan y venzamos”.

-Desde el confort de Buenos Aires es muy fácil alentar a combatir...

-Por eso también elijo contar la historia desde Buenos Aires. Si mis personajes estuvieran en Caleta Olivia, en Comodoro Rivadavia, en Río Gallegos o en Río Grande, sería distinto. La memoria de la guerra en la Patagonia es totalmente distinta, y a esa gente también le hacía ruido lo que llegaba desde Buenos Aires. Elegí Buenos Aires también porque yo estaba acá. Y con mis 14 años tengo un registro vívido de ese 1982. Las grandes ciudades, empezando por Buenos Aires, tuvieron esa mirada aventurera, frívola, superficial y despreocupada hasta el final. Las primeras reacciones son de indignación por la derrota y por lo sorpresivo de la derrota; fijate lo que tarda la cabeza en acomodarse a su propia responsabilidad. Vuelvo a pensar en una de tus primeras preguntas y me pregunto si este silencio narrativo no tendrá que ver también con la derrota. Desconozco de qué descabellada manera hubiera terminado en caso de un triunfo militar. A lo mejor, tal vez no sería el silencio una de las líneas dominantes de lo que pasó después. Y eso sin entrar en la hipótesis de qué hubiera sucedido con la dictadura, en caso de un triunfo militar.

Desencanto preventivo”

-Hay un personaje en la novela, Solano, que cultiva el “desencanto preventivo”, una gran definición. ¿Qué te interesa de ese tipo de personajes que cuando todos van para un lado pone el freno y decide no ir hacía ahí, a riesgo de ser considerado carente de espíritu patriótico o de compromiso nacional?

-Es un tipo de persona que valoro mucho porque hay que tener los pies muy puestos en la tierra para no correr con la manada, no importa cuál sea la manada. Casi te diría que, en la medida de mis posibilidades, mi manera de conducirme en la vida intenta ir por un camino así. Que no significa no tener convicciones, sino en todo caso no preocuparme demasiado si mis convicciones no están tan de moda. No importa cuál sea la moda. Cierto escepticismo te condena a la suspicacia de otras personas porque los demás esperan que te sumes y te embanderes. Pensando en mi propia vida, yo me recontra morfé lo de las Malvinas, me comí el amague. Si para algo me sirvió mi propio examen de conciencia posterior fue para pensar: “ojo, Eduardo, porque la vida está llena de situaciones en las que te vas a comer el amague”. Son esas cosas que uno aprende, más allá de las justificaciones que puede encontrar. Es cierto que tenía 14 años, pero si hubiera tenido 20, no sé si me hubiera comportado mejor.

-¿Te hubiera gustado tener a los 14 años el escepticismo de Solano?

-Por supuesto, pero ojo, a lo mejor escepticismo suena a falta de valores. Hay un conjunto de cosas en las que creo, me importan, las defiendo y trato de vivirlas. Pero sí es verdad que soy bastante escéptico en relación a los discursos grandilocuentes y las grandes narrativas. Y sin duda la nación (que no significa que yo no quiera a mi país) es una gran narrativa también. No es la única.

-¿Qué aporta literariamente la desconfianza hacia los grandes relatos?

-A lo mejor es una interpretación errada, pero la realidad se cambia en lo pequeño. Y se cambia desde la racionalidad, desde hacer las cosas. Uno se va moviendo a tientas, de a poco, se va equivocando; a veces retroceder es sano, es inteligente. Las grandes narrativas se llevan mal con reconocer los errores. Al contrario, se la pasan redoblando las apuestas, con lo cual cada vez se equivocan más.

Cine y literatura

Desde Castelar, donde vive, Sacheri confirma que la parte de la guerra de Malvinas, a la que van a combatir en Demasiado lejos los soldados conscriptos clase 1962, Carlitos, Antonio y el Conejo, será otra novela que se publicará en noviembre. “En principio el plan original era que fuera una única novela. Soy de planificar los libros, entonces lo que pasaba en Buenos Aires y en las islas lo tenía claro. La idea era ir escribiéndola como en redondo, avanzando en el tiempo. Lo que pasa es que cuando surge el allá, cuando empiezan a ir los soldados a Malvinas, esos pibes es como si se hubieran ido a Saturno. ¿Cómo compatibilizo el planeta Tierra con Saturno? Ahí me paralicé durante varias semanas y no podía escribir. Cosa rara, porque en general tardo mucho en empezar a escribir, pero una vez que empiezo la cosa va avanzando, fluyendo”, repasa el escritor que hasta ahora ha publicado dos libros de historia (Los días de la revolución y Los días de la violencia) y dice que todo cambió cuando descubrió que eran dos novelas distintas. “No es fácil publicar dos libros el mismo año y que la gente tenga el interés y el dinero para acompañarte; dos veces en el mismo año tener que decir: ‘mirá que tengo el libro de Sacheri’. No sé qué va a pasar. Pero me parece que lo necesitaba la coherencia de cada novela”, subraya el autor de los libros de relatos Esperándolo a Tito, Te conozco, Mendizábal, Lo raro empezó después, Un viejo que se pone de pie y Los dueños del mundo y de dos volúmenes que reúnen sus columnas escritas para la revista El Gráfico: Las llaves del reino y El fútbol, de la mano.

-¿Imaginás “Demasiado lejos” en el universo audiovisual, ya sea una película o una serie?

-Varias novelas mías fueron llevadas al cine, pero siempre lo del cine fue después. La gente del mundo audiovisual tiene una cabeza distinta; por supuesto que son mundos que dialogan, pero tienen la cabeza formateada de manera diferente. Entonces si alguien lee esta novela y dice: “me copa para hacer una película, voy a contactar a Sacheri”; dale, hablemos... Pero no lo pienso antes. Mi mundo, mi casa, son los libros. El mundo del cine es un mundo en el que me siento invitado, agradecido de esa invitación. Es como cuando era chico y tenía un amigo que tenía una casa linda con pileta y me invitaba a pasar el día. El cine es como un amigo que tiene una casa con pileta.

-¿Qué le aporta el historiador al novelista que escribió “Demasiado lejos” respecto de Malvinas?

-Aporta solidez al contexto. Quiero que quien lea la novela la lea como una novela, es decir, como una simple invitación muy libre a pensar en ese momento, en esa situación. Y esa libertad te la da la literatura, no la historia. Por otro lado, la historia es el telón de fondo de nuestras vidas. Y está bueno cuando hay una coherencia entre lo que pasa con los personajes y ese telón de fondo. En la manifestación que se ve en la novela del 10 de abril del 82, cuando viene Haig en su misión de mediación, y después Galtieri se pone en el balcón y da un discurso, yo podría haber inventado una multitud enardecida contra el dictador, que lo insulta e intenta treparse a los balcones de la plaza para aniquilarlo. Pero sería un falseamiento, salvo que toda la novela fuera contrafáctica. Yo prefiero que mis personajes tengan de fondo esa multitud enardecida de entusiasmo, de aplauso, de cantos y festejos. No porque me guste, sino porque siento que en ese punto a la ficción le queda mejor la verdad.

La magia de un recuerdo infantil

-En uno de los estantes de tu biblioteca se ve el escudo de Independiente. ¿Nunca se te ocurrió escribir algo así como “El Rojo”, a la manera del “Boquita” de Martín Caparrós?

-No, no me siento una palabra autorizada para hacerlo. Una cosa es ambientar una novela como Papeles en el viento, donde los cuatro tipos que la protagonizan son hinchas de Independiente. Pero escribir una historia de mi club implicaría arrogarme una autoridad que no tengo. Y cuanto más tiempo pasa más múltiple veo las aproximaciones o las visiones sobre mi club de la gente que lo quiere. Pero hay tantas maneras de querer a tu club que trato de hablar poco de Independiente porque siento que mi opinión no vale más que la de ningún otro hincha. Entonces no lo haría de ninguna manera.

-¿Cuántas generaciones de hinchas de Independiente hay en tu familia?

-Son tres generaciones: mi papá, yo y mis hijos. Tanto mi hija como mi hijo son de Independiente y vamos siempre los tres a la cancha. Hay dos hermosas maneras de ser hincha de un club: una es heredarlo y la otra es elegirlo, porque también es hermoso eso. Hay gente que se hizo de un club porque le gustó la camiseta, porque salió campeón en el momento justo, porque le fue como el demonio en el momento justo, por un jugador que lo deslumbraba. También son hermosas esas historias. Yo heredé a Independiente porque además mi papá murió cuando yo era muy chico. Entonces sostener esa herencia fue muy importante para mí.

-¿Llegaste a ir a la cancha con tu papá?

-Llegué, pero no a la cancha de Independiente. Lo veíamos en Vélez y en Ferro porque desde Castelar ir hasta Avellaneda nos quedaba muy lejos. Yo conocí la cancha de Independiente cuando mi papá ya había muerto. Tenía 14 o 15 años cuando fui por primera vez. (Alejandro) “el Polaco” Semenewicz, que salió de Deportivo Morón, vecino de acá, metió un gol de media cancha. Y yo lo vi esa noche, en la cancha, al lado de mi papá. Ahora si se lo metió a Vélez o a Ferro cualquier estadístico memorioso de esos que hay lo podrá confirmar. Yo prefiero quedarme con la magia de mi recuerdo.