Nancy Huston plantea que todo lo que llamamos mundo está hecho de sentido y de ficciones, denomina a nuestra especie como la “especie fabuladora”. No hay nada que constituya lo propiamente humano que no esté fabricado de ficciones. Construimos sentidos para poder vivir. La serie Adolescencia plantea, mientras dispara al corazón, que la brecha entre adolescentes y adultos en este siglo es más profunda que en ningún otro momento. Sabemos que siempre hay una brecha, un desnivel, un desencuentro fundante, sin embargo hoy esa brecha es más bien un abismo. Para criar hijos necesitamos ficciones, para convertirnos en madres y padres las necesitamos, necesitamos pensar que los entendemos y que sabemos en qué mundo viven, pero lo cierto es que la mayoría de las veces nuestro saber es bastante frágil incluso para nosotrxs respecto de cuál es el mundo que habitamos.
En la serie Adolescencia, la psicóloga se dirige a evaluar a Jamie para indagar en su “comprensión”. ¿Qué comprende cuando comprende? Se intenta orientar y poder dar sentido a lo sucedido. Lo mismo, la misma pregunta orienta al detective y a lxs padrxs, por supuesto. Al terminar la serie, mientras la veía, me sentí yo también interpelada en mi “comprensión”. A veces comprendemos demasiado rápido, a veces creemos que comprendemos. A veces puede ser, también, demasiado tarde. Irreversible.
Quiero decir: ¿nos interesa diagnosticar a Jamie? o ¿nos interesa justificarlo? ¿Nos interesa depositar la culpa en algún lugar, de modo que podamos tranquilizarnos? Nos interesa, por empezar, ubicarnos en tiempo y espacio, reubicarnos. En no pocos momentos de la serie aparece la palabra “vigilar”. Lxs docentes vigilan, los padres no han vigilado, lo policial-judicial vigila. Yo diría que nos falta pensar juntos, hablar mucho, conversar todo, todo de nuevo, entre ellxs y nosotrxs, y con nosotrxs, entre adultxs, con nosotrxs mismos también.
Sí. Los femicidios ocurren todos los días en todo el planeta. El patriarcado es un enorme dispositivo de subjetivación y disciplinamiento que tiene siglos de existencia y goza de renovada salud. Sus verdades prínceps no han cambiado tanto aunque tengan ropa nueva. Culpar a las mujeres ha sido históricamente la forma de justificar la violencia ejercida contra ellas, ahora bien, ello encuentra su continuidad en los modos en los que se culpa al feminismo por sus “excesos” cuando asistimos a la revancha de la masculinidad herida.
Las instituciones no están ni estamos a la altura de acompañar y dar tiempo, todo es accesible para las niñeces y adolescencias, menos el tiempo que cualquier psiquismo necesita para procesar estímulos y construir saberes. La inteligencia artificial y el acceso a todo desde que succionamos alimento humano parece habernos hecho creer que no estamos concernidos ya a acompañar y formar a nuestros sujetos en vías de constitución. Las ficciones son nuevas, los emojis y los stickers y los memes pueden ser nuevos, las verdades que promulgan no lo son. Nacemos bajo el signo del destiempo, en esa ley nos humanizamos, ahora bien, ese destiempo se ha transformado en una brecha irreductible al ritmo de una vertiginosa aceleración. El destiempo nos tiene desubicados y a veces mal ubicados.
Los objetos del mundo, materiales y simbólicos, son nuestra obra. Los cuchillos y los emojis son nuestra obra. A las armas que se empuñan por razones de género las carga el patriarcado, que es una red social inmemorial, capaz de abarcar diversidad de tiempos y geografías. Nos proveyó de signos y formateó nuestros intercambios y nuestra comunicación, nuestros sueños, y posibilidades, el sentido del humor, la letra y la música, las historias y ficciones que nos formaron.
Lo que espanta es lo temprano, lo precoz del acto femicida, en el caso de Jamie. ¿Nos sorprendemos del acto? ¿O de la edad? Un sujeto ético, escribió Silvia Bleichmar, es un modo de existir nunca dado, nunca garantizado ni asegurado. Devenimos éticos, no nacemos éticos. Tampoco femicidas, Florencia Alcaraz ha escrito al respecto. Nadie llega a ser, nadie puede identificarse y conformarse en un yo en el que sedimentarán identificaciones, solx. No es un eslogan. No lo es. Nadie lo hace solo. Por eso decimos que no nos preocupan los monstruos, sino los hijos sanos del patriarcado, aunque luego sirva tildarlos de monstruos o enfermos. Bien sanos son, son fruto de nuestras cotidianas y pavorosas normalidades.
Nos concierne pensar y abordar a las masculinidades recargadas de patriarcado furioso, exacerbado por la comunidad digital tanto como por los discursos y políticas fascistas. Asistimos al avance del resentimiento como actor social contra-feminista. La “manosfera” es una política de rencores y revanchas contra mujeres y disidencias centralmente pero más aún contra la posibilidad de pensar mundos más igualitarios, incluso para los varones que no caben en la heterosexualidad hegemónica.
Las ideas detrás de la cultura incel dan sentido, conforman una ficción cruel que sostiene que el mundo está en contra de los varones; porque el mundo se ha construido para las mujeres, de acuerdo a su poder. Estas ideas, que la evidencia de lo que ocurre cada día en todo el planeta desmienten, alimentan una misoginia radical. Muchxs nos anoticiamos de los denominados “incels”, a partir de la serie. Esta última también muestra de modo implacable que los adultos estamos, muchas veces, sumidos en todo tipo de impotencias e ignorancias. Un adolescente en estado de desamparo es un sujeto con acceso a todo tipo de informaciones y estímulos que es incapaz de procesar por sí solo. Nuestra tarea en muchas ocasiones consiste en enfrentarnos a procesos de descomposición, urge desplegar y ofrecer otros sentidos, tramas hospitalarias y sentidos alternativos para que la revancha fascista que avanza en todos los niveles, incluso al interior de los sujetos, no sea el único modo de reforzar o dar consistencia, restitutivamente, frente a desmoronamientos identitarios.
Ninguna tecnología supera ese invento prodigioso de lo humano: un sujeto que se dispone a escuchar a otro. Esa escucha, esa disponibilidad, en las antípodas de vigilar y castigar, puede --aún hoy-- torcer destinos.