“No estoy hablando de significado sino de sentido. Y el sentido se traduce en imágenes”. Así arranca Derrumbe, uno de los fragmentos que componen Las cajas de Jorge Consiglio, y que acaso podría ser no solo el decálogo del perfecto obsesivo, sino también un posicionamiento estético, el trazado de la  trinchera desde la cual se escribe para darle una estructura imposible al acontecer de la experiencia. En el relato, un hombre que “organiza su vida en virtud de un orden implacable” intuye en la demora de la construcción de un edificio la alteración del tiempo y del espacio, la irrupción de lo imprevisible vaticinando el caos. Sin  embargo, el recorrido de este libro propone de alguna manera un intento de organización de ese caos, revelando los puntos de conexión entre la fatalidad y lo certero. A veces se desviará hacia la lectura de los elementos de la naturaleza: el aire, el fuego, el agua y la tierra en un juego de combinaciones aleatorias de historias que pretenden conjurar las variables del desorden, correrse de una lógica asfixiante que, como al fumador compulsivo del primer relato, lo dejan sin aire.

Cada fragmento que le da forma a Las cajas no supera los cinco mil caracteres porque originalmente fueron escritos para el blog de Eterna Cadencia con el que colabora el escritor. Sin embargo, la edición de estos textos se convierte en un hilado fino, una reconstrucción de lo que podrían ser recuerdos con sus reflexiones por momentos caprichosas sobre el tiempo, la memoria, la fatalidad, los pliegues de lo real. Y en el movimiento de ese hilado ocurre que se tuercen las fibras del sentido, a partir de cada palabra con la que se titulan los fragmentos –que por la fuerza aglutinadora de sus imágenes podrían cada uno en sí mismo ser el comienzo de una  novela– se desprende una máxima a raíz de una observación mínima, un diálogo sobre las tensiones de la teoría y la práctica instalado en el pulso de la vida cotidiana. Entonces en Las cajas sucede lo que el narrador de Opuestos valora sobre el poema de Giannuzzi y es que: “En el poema chocan estos dos órdenes. Uno consagrado al silencio y a la quietud; el otro a la inutilidad de una vida ocupada”. La observación impone un detenimiento, un uso del tiempo improductivo en términos de capital, en términos de la existencia que se justifica en el hacer. Al principio el lector puede preguntarse: ¿Qué se está contando? ¿Hacia dónde va la fuerza de este relato? ¿Por qué se apaga un minuto antes de arder? Y a medida que los textos se acercan, se asientan en el tiempo de la lectura, habrá algo del contenido de estas cajas que transformará la incomodidad de las preguntas en un sentido en sí mismo. La inmersión dentro de las cajas será a veces una especie de amparo, de posibilidad de reposo en algún sentido relacionado a la hipótesis antivitalista del poeta holandés Pieter Van der Meer quien “consideraba que el tráfago del mundo tenía un efecto tan narcótico sobre el sujeto que lo conducía irremediablemente al sinsentido. La actividad, que cae como un manto sobre el tiempo, produce una dispersión tan grave en el hombre que hace que pierda de vista la noción de ser”. En ese sentido, este libro podría considerarse como una anti-ficción, donde la trama queda suspendida en función de una  observación, de un aguafuerte, de una tesis mínima, o la revelación del haiku. Esa operación de transformar la fibra del relato en otra cosa es lo que le da textura a Las Cajas. No por nada el libro está encuadrado entre dos reproducciones de óleos de Silvia Gurfein, una artista que problematiza el recorrido de la mirada sobre mundos que parecen filtrarse, escurrirse, cambiar azarosamente sus formas.

Por eso la lectura de estos fragmentos impone un tiempo moroso, el mismo que se necesita para llegar a percibir lo que no se ve y sin embargo está ahí, al acecho. Ese agujero negro por el que nos empeñamos a vivir como si no existiera. “Lo que más nos pesa no tiene peso”, dice el Tano, el locutor de radio en Levedad, un fragmento que habla sobre el valor de lo auténtico. Como contrapartida, estos relatos se instalan también en la reflexión sobre el vértigo de lo imprevisto, lo que no se veía venir y fatalmente acaba por llegar. Puede pasarle a un hombre que camina a la  hora de la siesta por alguna calle del barrio de Flores -zona privilegiada de misterios y conspiraciones- o al nadador sorprendido por un calambre cuando al cruzar la rompiente se instala en la superficial calma de las aguas profundas. Lo que sigue al pataleo es el abandono, el dejarse ir con el devenir de eso que algunos llaman azar y otros destino.

Consiglio retoma y pone en evidencia el contenido de estos textos que no son más que cajas de herramientas contra el sinsentido de la experiencia. En el fragmento titulado Virtud el narrador concluye sobre los actos de la vida cotidiana que parecieran no tener la menor consecuencia: “Todos estos actos no son peripecias dramáticas en los que el sujeto se juega el todo por el todo: cada decisión un salto al vacío. La microfísica de los días se ampara en un diagrama elemental. Y eso basta para organizar una representación que justifique al individuo. Fundar universales con los elementos de la coyuntura: el ajedrez, la miel, el tiempo, el trigo, el solipsismo o el movimiento perpetuo”.

Las cajas

Jorge Consiglio

Excursiones

85 páginas