Malvinas siempre será un dolor. Siempre habrá una herida, una ausencia, una falta de ayuda, una mano que no se extiende hacia quienes extendieron el cuerpo. Algunos por voluntad propia, otros a la fuerza, pero finalmente estuvieron allí. Siempre habrá un tajo donde alguien, como en estos últimos inhumanos tiempos, decidirá meter un dedo

infame para que no cicatrice. Sin por qué. Solo como un ejercicio más de crueldad del que -casi seguramente- no rendirán cuentas.

Siempre habrá alguien dispuesto a apretar un poco más el nudo de esta trampa que ahoga extendiendo la angustiosa soledad hasta incluso la muerte. Y no son figuras de conceptos poéticamente dramáticos. Alcanza con ver las cifras de suicidios que -quizá- se hubieran evitado con un poco de atención a tiempo.

Hace exactamente un año, hablamos con Sebastián, un excombatiente que no se llamaba Sebastián, un ya hombre, de La Plata, que me atendió en la puerta de su casa. Que bufaba mientras hablaba diciendo que no sabía si quería hablar, que quería ejercer el derecho al olvido, y que en el rato que estuvimos ahí, jamás descruzó los brazos. Tenía varias claridades. Entre ellas saber que fueron llevados muchos chicos platenses “porque esta es una ciudad universitaria y los militares nos detestaban particularmente”. Y dijo que él, después de la guerra, solo odiaba. Que a él lo llevaron. Que no era su guerra, sino la de los milicos para sostener la dictadura.

Mañana la vigilia será en Ushuaia. Allá, cerca de las Islas Malvinas, reclamando pésames y puteadas. Recordando el fuego, el miedo, el frio. La valentía ante lo inevitable y el hambre evitable, que la oficialidad no evitó pudiendo hacerlo.

Mañana habrá, sin duda, quien recuerde los chocolates donados al ejército y vendidos por alguien del mismo ejército que metió al país en esa aventura. Aventura a la que los inventores no fueron porque los miserables estaban en Balcarce 50, tomando Glenfiddich 15 años, sudados de emoción y hormonas con charreteras, jugando con soldaditos de plomo sobre un mapa.

Pasado mañana seguiremos viendo las calcomanías de las Islas Malvinas en los trenes, en los colectivos, que a fuerza de estar ahí ya se incorporaron el paisaje y entonces no las vemos aunque está muy bien que sigan allí. Quizá alguna remera. Volverán algunos en algún momento a entonar las estrofas del cantito tribunero de “los pibes de Malvinas que jamás olvidaré” un minuto antes de dejarlos caer en el olvido.

Esta semana leyendo una nota que Aién Nesci le hizo a Juan Augusto Rattembach en Buenos Aires/12, descubrimos que las Islas Malvinas eran parte de la Provincia de Buenos Aires, teniendo en cuenta que la provincia fue anterior a la República Argentina. Entonces pensamos que algo habrá que hacer. Pero sé que es un deseo estéril, porque ahora es territorio nacional gobernado por quienes ofrecieron regalarlas, o como propusieron entre risas, cambiarlas por vacunas. Son los mismos que sacaron las islas de los mapas en cuanto comenzaron el gobierno, dejando en claro que honrar la sangre y el sacrificio intentando recuperar las Islas no es su problema, sino más bien un apéndice amputable. Que estaba pero de pronto no es necesario y se puede escindir, sacar. Como cuando te operaron el tuyo y te dijeron que no hacia falta. Así de fácil.

En el odio a la desatención actual, vuelve el rencor. Algunas imágenes de aquel abril de 1982, pegado al 30 de marzo. Aquellos setenta y cuatro días, mojados, insomnes y temblando, con los ojos ardidos y los dedos y los labios azules, sin mejillas que besar. Sin canciones de amor. Solo con el miedo a ser pescados robando la comida que se acumulaba para nadie en los galpones mientras los soldados combatientes se morían de hambre. Igual que ahora. Para encima volver amenazados con represalias, si hablaban. Si contaban la verdad de cómo habían sido las cosas en el campo de batalla.

Nadie allá podría soñar con la gloria, y mucho menos con la victoria que pretendían vendernos los canales de televisión y lo diarios que titulaban sus noticieros y tapas con frases de un general dipsomaníaco.

Esos 74 días que terminaron empalmando con el mundial de futbol. Esos 74 días donde cada Exocet se festejaban en la calle como goles sin sangre, ni trincheras, ni soldados mandados desde Misiones con equipamiento que incluía mosquiteros a los veinte grados bajo cero en medio de un desierto de hielo donde los esperaba un final tan espantoso como inimaginado. Un dramático García Lorca recitando que la muerte puso huevos en la herida. Esos huevos de la mala leche que madurarán hasta el día de mañana donde los excombatientes estarán en Ushuaia. La mayoría del resto de los argentinos y argentinas estarán lejos en cuerpo y espíritu, aunque la emoción facilonga, provisoria y fútil muestre por un segundo, lo contrario.

Igual que en aquel abril.