Lo conocí en el sitio más surrealista del mundo: la redacción de Radiolandia 2000. Entre notas inventadas, romances rancios y una temática amplia que podía ir de los misterios de los ritos umbanda a una investigación histórica más o menos rigurosa del derrotero del cadáver de Evita, Polo destacaba por un buen humor y desparpajo a prueba de guardias periodísticas absurdas. No fuimos amigos, pero nos unía la edad. A pesar de que me llevaba sólo un año, para mí ya era un personaje inalcanzable. Tenía medallas de militante, vivía solo y todas las chicas estaban enamoradas de él. El primer abrazo que nos dimos fue en el fragor de un pogo desaforado en un concierto de Memphis La Blusera en una facultad –creo que era la de Medicina–, después de una de esas fiestas universitarias de mujeres hermosas y barriles azules de plástico con espantoso clericó.

Con Pablo De Santis formaba un dúo dinámico y blindado. De Santis era otro que estaba en otro nivel: ya tenía hijos y una novela que me regaló y devoré, El palacio de la noche. Era extraño que trabajaran en Radiolandia 2000. Manejaban un discurso y una ironía que sobresalían en una redacción en la que nadie creía mucho en lo que hacía, pero lo hacía. El tema era escribir y que te pagaran al menos algo por escribir y pasarla bien. Escribir: en una editorial decadente como Abril, en El Porteño o en la revista barrial Hechos & Personajes de Palermo que dirigía el jefe de redacción de Radiolandia, Luis Vázquez. Ahí también colaba alguna nota Polo. Para nosotros, los de 20, 21, representaban los primeros pininos en un oficio todavía impregnado de bohemia. Enrique Sdrech era allí el patriarca de esa bohemia. Iba y venía de Clarín a Radiolandia. Contaba historias fascinantes, citaba tangos (“‘eterna y vieja juventud que me ha dejado acobardado como un pájaro sin luz’, ¿te das cuenta? ¿viste cuando guardás de noche al canario en el galpón de casa? Está muerto de miedo”) o usaba muletillas del estilo “Polo, tenés la manzana rodeada” cuando le pedían una nota desopilante. Polo lo adoraba. 

Cada tanto pintaba una nota interesante. Una vez la directora, Catalina Dlugi, me encargó que le hiciera una entrevista a Luis Alberto Spinetta por su disco Privé y yo sentí que tocaba el cielo con las manos. En otra oportunidad, comunicó en voz alta sin un destinatario claro una noticia con el mismo énfasis con el que podría haber dicho que Guillermo Guido había sido fotografiado a la salida de un restaurante con Lucía Galán. “Murió Luca Prodan”, dijo. Con Polosecki nos miramos y quedamos sumidos en un silencio incrédulo que habrá durado diez segundos. En media hora, como poseído, tecleando con los dos dedos índice con un vigor inusitado, Polo escribió una necrológica memorable.

Los años pasaron, terribles, malvados. La primavera alfonsinista fue un suspiro, Radiolandia 2000 se hundió y la diáspora en busca del mango y de un lugar de trabajo más lógico nos alejó. Nos encontramos en algunos asados de amigos en común. Recuerdo uno especialmente, en Quilmes. Ya había sido padre, y ya había revolucionado la televisión argentina con El otro lado y El visitante. Cuando le sirvieron un pedazo de tira excelso comentó: “Esto es lo que me interesa. Ni mollejas, ni nada. Asado. El concepto”. El concepto. Estaba fascinado con el Tigre y tenías planes que me sonaban estrambóticos. Me acuerdo que hablaba vagamente de un criadero de nutrias. La posibilidad de una isla.

Se cumplieron 20 años del suicidio de Fabián Polosecki y este martes a las 19 el grupo La Nave de los Sueños homenajeará su obra en la Biblioteca Nacional. Por estos días han salido notas que destacan su trayectoria en diarios y revistas, su mirada artística y política, su insuperable pericia de entrevistador, la paradoja de haber emergido en el fango de la frivolidad menemista desde ATC, los Martín Fierro, el enigma y el absurdo de su muerte. Se han citado además documentales y buenos libros, como Polo: el buscador (Catálogos), de Hugo Montero e Ignacio Portela. En tiempos en que la corrección política todo lo invade –como forma burguesa de la más hipócrita de las imposturas–, resulta claro por qué su legado es un camino imposible. Si bien objeto de culto –estudiado en claustros universitarios y en talleres de periodismo–, el arte de Polo se basaba en una destreza narrativa extraordinaria y no pudo ser continuado sin tropezar con la parodia o la caricatura. Hacía sencillo lo complejo. Mostraba sin estetizar los surcos de las vidas de gente sumergida. Pero la marginalidad no era el eje conductor; era apenas el puente para llegar a una historia. Dejaba el micrófono-corbatero en la solapa de delincuentes, prostitutas, camioneros, panteras rosas del Tren de la Alegría, evangelistas y cuidadores de tumbas y se dedicaba a escuchar. Nadie manejó los silencios como él. Tenía oído absoluto.

Muchos de los programas de El otro lado y El visitante respiran en YouTube. Otros no. Uno que no está es Día de cierre, de 1993. Allí se escucha la voz de Polo, en off: “Hay algo peor que la angustia de la página en blanco, algo peor que no tener historias que contar. Es haber oído demasiado, y no poder olvidarlas”. u