Cuando se acercaba la primera hora de actuación, se supo que Jon Spencer había pactado con el promotor del recital por ese lapso de tiempo. El changüí dependía del clima latente en el lugar, lo que convertía de cierta manera al público en cómplice del desenlace, en una suerte de termómetro de lo súbito. Pasado el primer minuto del deadline, todo lo que vino en esta vuelta a Buenos Aires era ganancia. Entonces sonaron “Nothing Can Bring Me Down”, cover de la mítica banda de garage texana The Twilighters, así como otro tema prestado: “The Power of Independent Trucking”, a manera de tributo hacia la terna de noise y post hardcore Big Black. También desenvainaron “Train #3”, de Jon Spencer Blues Explosion, y la volátil “Guitar Champ”, concebida en esta nueva encarnación de su carrera.
A 14 años de su anterior incursión en la ciudad, el cantante, compositor y guitarrista estadounidense regresó el martes que pasó a la misma sala que lo recibió en aquella ocasión, Niceto Club, con varias novedades. Quizá la más notable es que le presentó a su séquito local su nueva formación, luego de que el grupo de sus amores, Jon Spencer Blues Explosion, dejara de existir, a partir de la enfermedad respiratoria que afecta a su otro violero, Judah Bauer. La cosa se había hecho tan inviable que, durante su última gira europea, en 2015, tuvieron que tratarlo con oxígeno tras un show porque se le desató algo parecido a una crisis asmática. Fue por eso que debieron cancelar el resto de sus actuaciones y, con el visto bueno del baterista Russell Simins, decidieron frenar para siempre esa locomotora sónica.
Después de que otro de sus proyectos, The Hitmakers, entrara en hibernación, Spencer se quedó sin banda y eso se tradujo en el bajonazo anímico. Mientras lo transitaba, sus colegas Samantha Fish y Jesse Dayton lo invitaron a salir de gira, lo que lo llevó a armar un nuevo grupo. Fue la excusa perfecta para abducir a la base rítmica de The Bobby Lees, que lo tenía deslumbrado desde que les produjo en 2020 el disco Skin Suit. El experimento salió tan bien que le pidió a la bajista Kendall Wind y al baterista Macky Bowman que lo acompañaran en la grabación de su nuevo álbum de estudio, Sick Of Being Sick!, publicado el año pasado. Con él se embarcó inmediatamente en un nuevo tour, también junto a estos enfants terribles del punk norteamericano, que tuvo en la capital argentina la primera escala de su tramo sudamericano.
Aunque a lo largo del recital se extrañó la hechicería guitarrera de Bauer y el contrapeso de Simins, cada vez que las cosas parecían salirse de control (sobre todo al momento de recrear los temas de Blues Explosion), Wind y Bowman no sólo demostraron ser unos musicazos, sino que también estuvieron a la altura de la circunstancia. Nunca se sabrá si la convocatoria de este retorno, en contraste con la saturación de gente que provocó su anterior desembarco porteño, estuvo condicionada porque esta vez actuó sin sus antiguos compañeros. Lo cierto es que el estilo performático del frontman, al igual que su sonido y hasta su volumen, que se llevó por delante a toda la sala, como si se tratara de oleadas de decibelios, hoy es más que nunca una rara avis. Y es que ya no quedan propuestas con semejante impronta.
A pesar de que Sick Of Being Sick! fue la razón para volver a subirse a los escenarios, la lista de temas arrancó con uno de los hits de Blues Explosion, “Skunk”, al que le siguieron “Junk Man”, de The Hitmakers, y “1 Hour Later”, de su banda seminal Pussy Galore. A continuación, volvieron a Blues Explosion de la mano de “2 Kindsa Love”, canción a tres tiempos en la que el baterista golpeaba los bordes de los tambores, a la (muy) vieja usanza, para darle aire a semejante descarga eléctrica. Hicieron una detrás de otra, sin respiro y en algunos casos reinventadas, a las que se engranaron finalmente las creaciones más recientes: “Wrong”, que estampa su particular perspectiva de la amplitud del blues, y “Get Away”, donde se ponen a grooverla al calor del funk y en la que el sermón del pastor cristiano tomó forma de métrica rapera.
A propósito de esto último, amén de considerársele padrino del soul y padre del funk, a James Brown se le suele invocar al recrear los orígenes del rap a razón de que fue uno de los primeros artistas del mainstream en cantar de esa manera. Sin embargo, Spencer no sólo bebe de su legado sino también del de los pioneros del rock and roll. Y lo mejor de todo es que, vestido de traje, camisa y zapatos blanco, los sabe dosificar. Su voz, por momentos, se mimetiza con el drama yacente en la interpretación de Elvis Presley, lo que aparte potencia al ponerla a sonar vintage mediante efectos disparados por su monitorista. En otras instancias, recurre a la malicia de Carl Perkins, y esto lo grafica cuando se tira con su guitarra al suelo y rebota con sus rodillas. Y termina siempre inmaculado.
Esa absorción, vertida en su arrebato transgresor, lo acerca a la figura de Joe Strummer, de The Clash. Por eso no es fortuito que el músico que en febrero arribó a los 60 años tenga el estatus de precursor del blues punk, muy exitoso más tarde con bandas como The White Stripes. Al mismo tiempo que Spencer hacía un repaso por su cancionero, lo que a su vez atravesaba a casi todos sus proyectos, saltaba la paleta de estilos por los que incursionó: desde el que ayudó a patentar hasta el indie rock, pasando por estéticas ruidistas y otras maleducadas, en tanto que su base rítmica seguía al pie de la letra esa narrativa hiperkinpética, con Bowman golpeando los tambores hasta más no poder y Wind haciendo las veces de conductora.
Otra rareza del show fue ver a Spencer haciendo canciones confeccionadas a dos guitarras y batería con un formato más clásico. Por eso temas de Blues Explosion como “Talk About the Blues”, “Wail” o “Bellbottoms” tuvieron otro sabor. Podían gustar o no, pero al menos se atrevió. Lo mismo sucedió con “Sweet Little Hi-Fi”, de Pussy Galore, que esta vez tuvo más cuerpo, o “Worn Town”, country blues de The Hitmakers ataviado en esta ocasión por una textura más espesa. “¿Alguien sabe decir ‘fuck you’?", preguntó el frontman en una de sus alocuciones más calmas. Y si no apelaba por la palabra, se comunicaba con gestos. Hora y media duró el recital, y cuando las luces se encendieron, y los músicos salieron a recoger sus instrumentos, un grupo de fans, apiñado en una esquina, hizo del aplauso una ovación.