Tocá. Sobre un panel acústico y casi rozando una tuba asoma un pequeño cartel donde, así de escueto y en mayúscula, se lee: TOCÁ. Un deseo, un pedido. Una única palabra que obra como manifiesto, como un todo que se condensa en la historia y el recorrido personal de Juan Belvis.
Nació en 1981 y referirse a su derrotero es citar obligadamente a sus padres, “Nono” Belvis y Liliana Vitale, y a sus abuelos Rubens “Donvi” Vitale y Esther Soto: fundadores de M.I.A (Músicos Independientes Asociados), parte germinal y esencial de la autogestión argentina. Mientras acomoda algo en la cocina de su casa, núcleo laboral y creativo de toda la familia, es Esther la que arremete y dice: “Claro que me gustó el disco, sino no lo hubiera sacado”. En medio de todo aquel remolino creativo que, es válido suponer, fue la pertenencia familiar, él encuentra resonancias, sobre todo, en su padre. “Siento que mi sangre es Belvis, mi viejo; la influencia donde me reconozco. No reniego de la esencia Vitale pero me reconozco en ese otro linaje, que es quien me transmitió las músicas que todavía pongo en un lugar de honestidad musical. Es el que me hizo conocer el free jazz de los setenta. Y también el que me daba el estímulo de grabar cosas: a los tres años me enseñó a poner REC y desde ahí siempre seguí grabando”. Le siguieron varios años de estudio: “Estudié piano con Juan del Barrio, con Diego Schissi, Gabriel Senanes. Recuerdo que en la adolescencia dije ¡a la mierda, escucho Nine Inch Nails! Y de golpe en La Sed me llegó esta situación y pensar: pero yo quiero tener recursos, quiero más”.
La Sed fue un grupo de rock progresivo formado junto a Martín González y Pablo Ruffino con el que editaron ¿Y después qué? (2004) y que se separó justo antes de publicar su segundo material, alrededor de 2006. A partir de allí tuvo una especie de crisis compositiva, aunque siguió componiendo pero de manera silenciosa. Mientras continuaba trabajando como técnico y productor, volvió a estudiar: “Estos diez años no me boicoteé, sino que me frené para poder cargar el arsenal de recursos. Y retomar el estudio fue clave. Y eso implicó, en la familia, una especie de resentimiento porque siempre estuvo la bandera de lo autodidacta. Mi abuelo era el único que siempre me insistía y me decía: estudiá contrapunto”. También alentó algunas veladas con viejos y nuevos colegas: “Nos juntábamos con Andrés Beeuwsaert, Víctor Carrión. Eran como ofrendas en las que cada uno llevaba, por ejemplo, tres obras de Stravinsky. Sábados a la noche que, en vez de ir a bailar, nos encerrábamos a escuchar música. Poníamos la obra entera y eran horas de estar así. Fue algo increíble que me llevó a reconocer una necesidad musical que había dejado de lado, que era estudiar un poco más”. Durante 2013 y 2014, junto a Juan Valente, Luciano Vitale –hijo de Lito– más una larga lista de músicos invitados, llevaron adelante el proyecto audiovisual El club de grabación: inspirado en Record club de Beck Hansen, en un día y en una única toma reproducían y revisitaban un álbum entero: así lo hicieron con Miguel Abuelo, Don Cornelio y la Zona y Los Redondos (todo está disponible para descarga en internet).
Esto conformó la génesis e impronta de su nuevo grupo, Ocho, y del homónimo primer disco. “Mi primo me dijo: grabemos entonces. Durante esos diez años silenciosos era grabar y buscar cosas. Hasta que en un momento surgieron canciones con sonoridades vientísticas y empecé a usar cosas de una big band de la que fui técnico”. Y es a partir de allí que surgen muchas de las canciones de Ocho.
Editado a través del histórico sello WORMO, Ocho es un disco cargado, con mucha instrumentación; nada en ese barroquismo suena impostado. Una fortísima impronta de vientos y de voces femeninas que nunca saturan y le dan una riqueza tímbrica muy particular: “Me identifica mucho esa sonoridad, nunca me cansa. Siento que es infinita. Redescubrí a Gil Evans, con esos acordes cerrados y los bronces, al quinteto de Miles Davis de los 60. Y empecé a unir esa necesidad mía con una conexión muy originaria de pensar en mi viejo, en esas músicas que escuchaba de chico. En esa honestidad sonora. El viento es todo verdad, porque estás vos soplando y generando el sonido. Los vientos son parte identitaria de las canciones”. El sonido es integral: como ese mismo número que en la tapa y hecho de flores no tiene ni principio ni fin. Como si entrar en esas canciones fuera hacerlo en un trance, un baile interno, un mantra. En definitiva: un disco exquisito a cargo de un octeto (Luciano Vitale en bajo, Tatiana Heuman en voz, Julián Semprini en batería, Manuel Calvo en trombón; Andrés Ollari en trompeta; Liana Catalano en clarinete y saxo barítono y Nahuel Ybarra en trombón) que abreva tanto en el rock y en el jazz como en la música de tradición escrita y en la experimentación. Casi la totalidad de las canciones tienden a un crescendo. Quizás allí radique ese baile sugerido, ese convite ciertamente mántrico. “No sé si es un problema o un TOC pero pasa que generalmente hago eso: crescendos. Y es medio mántrico el planteo: no es rock progresivo, hay un fluir”.
La que quizás sea la canción más folklórica del disco (“Devolución”, con su impronta andina y criolla) está dedicada al músico Shaman Herrera. “Estaba en un momento de muchos laburos, días donde estás medio perdido. Y de golpe llegué a él y me pregunté: ¿qué es esto? Puse el primer tema y fue como un enamoramiento. Un impacto de identidad. Me llevó a un origen expresivo que me conmovió: una devolución inmediata de haberlo encontrado. Lo vi en vivo y es increíble, aunque nunca pude verlo sin banda.”
En estas canciones hay, además, ciertas resonancias con la lírica del Indio Solari. Por ejemplo: “sin licor al ver las moscas, no te vayas/ cayeron los que no me acuerdo, Beibi no te vayas”; “con tontera en crudo doy la cuerda en línea entera/ padre bestia maniquera y el alcohol que calma el termo”. “Es como el folklore, como Yupanqui. Es mi influencia mayor. Creo que es el único letrista que me gusta. El Indio es implacable, emocionante. Y cuando lo conocí dije: Ah, es un señor. Y me empecé a copar. Ahí es donde se ajustó mi influencia lírica definitiva. Hasta ahí eran más spinetteanas”.
Mientras la tarde apura lo último que queda de sol y que se cuela ínfimo en la sala, Juan se anima a cierta definición: “Es un disco de canciones. De canciones simplísimas. Acá están todos y todos son parte todo el tiempo”.