Que el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici) haya llegado a su 26° edición a salvo y gozando de buena salud, habiendo conseguido atravesar con éxito el primer año de la gestión de Javier Milei, es una muy buena noticia. El logro no es menor, teniendo en cuenta que se trató, por lejos, de la peor temporada para el cine argentino en lo que va del siglo XXI (y más allá). Un 2024 en el que el Instituto del Cine (INCAA), principal motor económico de la industria cinematográfica local, fue desarticulado y paralizado por completo. Una realidad que generaba expectativa respecto del material con el que contarían en el futuro eventos como Bafici, donde las películas argentinas suelen ocupar un espacio mayoritario.
Lo cierto es que el equipo de programación no solo reunió material suficiente para nutrir su Competencia Argentina, sino que también consiguió darle forma a una selección que, a priori, parece estar a la altura de la historia del festival. Un mérito doble, teniendo en cuenta que el mismo también arrastra algunos años de su propia crisis, una cuestión que la catástrofe provocada por la malintencionada gestión nacional dejó en segundo plano. Todo el mérito es entonces del Bafici y de sus responsables, y nada de esto significa que las profecías libertarias que auguraban que, retirado por completo el apoyo estatal, sería exclusivamente el mercado el encargado de mantener vivo al cine nacional. De ninguna manera.
De las tres películas de la Competencia Argentina estrenadas en los dos primeros días del festival, una todavía contó con apoyo de la gestión anterior del INCAA (el documental L’addio, de Toia Bonino). Otra es una coproducción internacional con México e Italia, un formato que el cine argentino utiliza desde siempre de manera habitual, pero que además recibió fondos públicos de organismos provinciales (Lo deseado, del cordobés Darío Mascambroni); y la tercera es obra de un cineasta muy prolífico que historicamente suele gestionar sus pequeñas producciones de manera autónoma y absolutamente independiente (Las reglas del juego, de Matías Szulanski).
La última puede ser definida como una screwball neurótica que gira en torno a los peores impulsos y sentimientos que pueden aflorar en las relaciones de pareja. Mentiras, celos, venganza y desprecio articulan una trama de amores cruzados entre el presente y el pasado, donde, sin embargo, termina primando cierta ternura. Juan y Laura se cruzan con Marcos y Flor, casi ni hablan y la escena es incómoda. Luego, Juan le cuenta a Laura que hace unos años Marcos se acostó con Ana, su ex, poco después de que ellos se separaran. La revelación hace que afloren las inseguridades de Laura y discuten. A partir de ahí ella volverá a hablar con su propio ex, Juan intentará hacerse amigo de Flor sin contarle a Laura, al mismo tiempo que se le aparece a Ana para reprocharle su historia con Marcos. Cruces que terminarán dejarando secuelas.
En Las reglas del juego Szulanski vuelve a mostrar sus obsesiones y fetiches. Entre las primeras se destaca su interés por los vínculos frágiles, esos que todavía necesitan de una buena crisis para terminar de cuajar y consolidarse, o romperse de forma definitiva. Entre los segundos, su predilección por los personajes femeninos sensibles, extravagantes y algo cándidos, pero seguros de sí mismos y con una gran capacidad para mostrar sus sentimientos a través de sus propias canciones. Con una estética cercana a lo artesanal y capaz de crear situaciones de alto octanaje emocional, Szulanski se confirma como un director con reconocible voz propia.
Por su parte, Mascambroni es otro viejo conocido del festival, ganador de esta misma competencia hace ocho años con su ópera prima Primero enero, que previamente había pasado por la Berlinale. En ese festival también estrenó su trabajo siguiente, Mochila de plomo, que también fue parte de esta misma sección competitiva del Bafici en 2018. Como en ellas, en Lo deseado el vínculo paterno-filial vuelve a ocupar el centro de la escena, revelándose como el gran tema en torno al cual el director articula su filmografía.
Este eje, sin embargo, expone una evolución en la que los protagonistas se van haciendo grandes. Si su primera película giraba en torno a un padre divorciado intentando reformular la relación con un hijo sub-10 y la segunda estaba protagonizada por un preadolescente cuyo padre había sido asesinado, acá se trata de una chica a punto de comenzar su vida adulta, “forzada” a compartir un incómodo viaje con un padre que estuvo ausente en su vida durante años.
A partir del molde del coming of age, Mascambroni altera esa instancia de reconciliación introduciendo un elemento que abre la posibilidad de lo fantástico, quizá para jugar con la idea de que en la compleja relación entre padres e hijos no hay lugar para soluciones mágicas. Por otro lado, la elección de un formato de pantalla casi cuadrado y aristas redondeadas que recuerda las proyecciones de Super8, resulta oportuno para registrar los vaivenes del vínculo, obligando a retratar al padre y a la hija o bien por separado, o imponiéndoles la forzosa cercanía de compartir un cuadro tan chico.
Primer documental exhibido dentro de la Competencia Argentina, L’addio trabaja sobre el subgénero autobiográfico que se ha revelado tan pródigo dentro del cine argentino reciente. Recurriendo sobre todo al archivo audiovisual de su familia, pero subrayado a partir del uso material histórico o citas fílmicas, Bonino indaga en la vida de su abuelo Antonio y en un legado que para ella parece haberse mantenido oculto, aunque la película revela que siempre estuvo a la vista de todos. Una nueva demostración de que la perspectiva siempre es necesaria cuando uno no quiere que el árbol termine tapando el bosque.
Todo comienza con un recuerdo revelador: “El nonno quiso que lo veláramos con una camisa negra. Ese fue su último deseo. Tardé mucho tiempo en preguntarme por qué”. La aparición de una serie de seis negativos que retratan a su abuelo joven conversando con Benito Mussolini en medio de un acto multitudinario, ambos vestidos con uniforme militar, es el elemento que confirma la presencia de un elefante dentro de la historia familiar que la película irá haciendo cada vez más visible.
La directora no teme exponer los secretos familiares, desde los más dolorosos a los más incómodos, convirtiendo a L’addio en una especie de striptease de su propio linaje. Un gesto liberador que le impone al espectador el ejercicio casi voyeurista de espiar por una cerradura. A través de ella es posible contemplar el destino de cuatro generaciones de la familia Bonino, atravesadas por un elemento freudianamente siniestro que resignifica no solo la memoria, sino también el presente.