El abastecimiento de la Villa Imperial del Potosí, la que dio vida y razón de ser al territorio conocido hoy como Argentina, dependía del monopolio de unas pocas familias aristocráticas españolas. Estas, a su vez, arrendaban sus derechos a terceros. Las mercancías debían pasar por una larga cadena de intermediarios. Para alcanzar Lima debían primero llegar al puerto de Portobelo, en Panamá, cruzar el istmo por tierra, y luego volver a embarcar al Perú. Desde Lima partían sobre los lomos de las llamas, hacia el Potosí, Salta, Tucumán… Ya en Panamá los productos valían mucho más de lo que costaban en origen y así, por cada paso multiplicaban su valor en algo parecido a lo que aún hoy nos sucede sin tanto viaje con la importación de los repuestos de una compu y con los libros de Anagrama y Alianza Editorial. Tucumán, por caso, llegó a tener fama en el siglo XVII de ser el país más caro del mundo.
Con la segunda fundación Buenos Aires pronto se convirtió en el afluente de un mercado paralelo, con productos de contrabando y una fácil salida de los metales que no hacían su curso legal hacia Lima. Gracias a este comercio se afirmó el camino entre Buenos Aires y Potosí en donde una red de cabildantes, gobernadores y comerciantes estuvieron de acuerdo en evitar el rigor del monopolio estatal por un sistema más laxo desde el cual giró el eje de toda la economía política del Río de la Plata. Las diferencias eran importantes: se tardaban 50 días para hacer el trayecto entre el Río de la Plata y Jujuy, y otros 12 para llegar al Potosí. Por el contrario, solo el camino entre Lima y Potosí requería un recorrido de 2500 kilómetros de montañas con una demora de cuatro meses. Las mercancías por esta vía tendían a costar un 150 por ciento más.
La Reina del Plata se convirtió en la gran rival de Lima, lo que llevó repetidas veces al virreinato del Norte a reclamar el cierre del puerto austral. Y mientras Lima acusaba a la futura capital argentina de ser una cueva de ladrones, Buenos Aires, al menos su clase patricia hecha de comerciantes y contrabandistas, vivió del Potosí.
Todo lo que la Villa Imperial necesitaba venía de afuera: la ropa, el alimento, la bebida, los instrumentos de trabajo y domésticos. Nada se obtenía in situ aparte de la plata. No obstante, ninguna cosa por extravagante que resultase, se echaba en falta mientras las vetas produjesen en buen metal. Los costos –como dijimos– eran excesivos, pero aquella “aristocracia pueril y vanidosa” no se lamentó de los precios hasta que vio que el Cerro Rico dejó de entregar lo suficiente para pagarlos. Las telas llegaban en todas sus formas: tafetán, seda, paño, raso y mantos, desde Granada, Jaén, Valencia, Segovia, Córdoba y Murcia. Abanicos de Madrid, sombreros de Francia, tapices de Flandes, espejos, escritorios encajes y mercería de Holanda, espadas de Alemania, papel de Génova, medias de Nápoles, bordados de Toscana, ropa de Milán, lana de Inglaterra, cristal de Venecia, cera de Chipre, carey de la India, diamantes de Ceylán, perfumes de Arabia, alfombras de Persia, especias de Goa, loza de la China, negros de Cabo Verde, vainilla de Colombia, perlas de Panamá, cacao del Brasil, cera de Tucumán, baquetas de Mizque, miel de abejas de Santa Cruz, algodón de Cochabamba. La iconografía para las iglesias, los instrumentos de música, las sardinas para el altiplano, las pieles de camello. Todo podía llegar al Potosí, del Cairo, de Turquía: esmeraldas, rubíes, topacios, turquesas, zafiros, amatistas, imanes, ágatas, corales, jaspes. Caballos de Chile, mulas de Córdoba, indios esclavos de Patagonia: Todo podía llegar y entrar por Buenos Aires para proveer a la insaciable ciudad imperial.
A comienzos del siglo XVII Potosí ya contaba con treinta y seis iglesias espléndidamente ornamentadas, otras tantas casas de juego, ochocientos tahúres profesionales, ciento veinte prostitutas célebres, catorce escuelas de baile, salones, teatros, tablados ornamentados con riquísimos tapices, cortinados, blasones y obras de orfebrería. De los balcones de las casas colgaban damascos coloridos y laminas de oro y plata. Las fiestas organizadas por los acaudalados potosinos se hicieron famosas en toda la colonia. Estas podían extenderse durante días entre comedias, bailes de máscaras, corridas de toros, saraos, torneos… En los palacios de los propietarios de minas circulaban perfumes, joyas, porcelanas y artículos suntuosos. Durante la procesión del Corpus los potosinos empedraban parte de la ciudad con barras de plata.
Una representación de la riqueza única de la Villa nos la otorga el cronista Arzáns de Orsúa y Vela, redescubierto por Vicente Quesada en 1865. Arzáns describe el fasto de “las famosas fiestas” del año 1608 cuando La Villa cumplía 53 años. La ocasión era la venida del general don Pedro de Córdova Mesía y fue aprovechada por la nobleza criolla que se sentía desdeñada por la aristocracia peninsular para demostrar su valía. Hubo durante seis días carreras de sortija, juegos de caña, justas medievales, corridas de toros, representación de comedias (cuyo teatro se hizo para mayor esparcimiento sobre el cementerio de la iglesia mayor), “y otros festines de mucho gusto y bizarría”. Arzáns comienza por describir a uno de sus antepasados, don Francisco Nicolás Arzáns y Toledo, y al resto de los mancebos que lo acompañaban, ataviados en ajuares, armas y afeites como un desfile de moda masculino:
“Venía el gallardo don Francisco capitaneándo en un poderoso caballo chileno, castaño claro, armado de finas armas y sobre ellas un preciosísimo vestido bordado en damasco azul, sembrado de muchos diamantes, esmeraldas y rubíes. Cubría su cabeza un finísimo casco, y en él estaban muchas plumas verdes, azules y encarnadas, que salían de unos troncos de filigrana de oro. En la mano diestra una lanza dorada y en la siniestra un escudo donde estaban pintadas sus armas y sembradas en ellas piedras preciosas. Estaba también un lucero de diamantes, con los rayos que llegaban a las dichas armas (…) En el lado izquierdo del pecho traía el hábito de Calatrava, todo formado de muy vivos rubíes. La silla era de filigrana de oro y lo mismo los estribos; los penachos del caballo de plumas verdes, encarnadas y azules; las crines y colas cubiertas de lazos de perlas y muy vistosas cintas. Así venía este joven caballero, y no menos galanes sus 40 mancebos, todos con unos coletos de rico ante bordados de oro y aljófar, sombreros ricos con cintillos y diamantes, las plumas encarnadas y azules, y sus escudos y lanzas, los jaeces bordados de oro y perlas, las crines y colas de los caballos con cintas verdes y azules, y todos muy gallardos seguían a su capitán.”
El desfile de caballeros de renombre continúa por horas, haciendo maniobras con los caballos, realizando juegos y pasos ecuestres, desfilando ante las damas y haciendo reverencias a cualquiera que estuviese en un balcón (los indígenas y los servidores no tenían acceso al aire fresco de los pisos altos). Las celebraciones continuaron al día siguiente con la entrada a la plaza de una carroza con detalles de plata tirada por cuatro caballos blancos cargada de “ricas y preciosísimas joyas de oro y piedras de mucho valor”. A este le siguió otro carro triunfal de plata dorada. El mismo portaba “un trono alto de plata, y en él una silla embutida toda ella de marfil sobre la cual estaba sentado el gallardo mancebo con bordados de oro, plata y piedras preciosas; (…) en el lado izquierdo del pecho traía (con humildad cristiana) el hábito de Calatrava formado de rubíes.”
Arzáns continúa por decenas de páginas con la descripción de esta sola fiesta. Ya en su capítulo X de la Historia de la Villa Imperial el autor da cuenta del fin de estos fastos: “No tardó mucho rato cuando entró a la plaza una gran pirámide toda esmaltada de varios colores”. Tras ella también entró el gran Cerro de Potosí. Encima del Cerro, “en una silla de plata dorada, estaba un caballero armado de finas y lucientes armas y sobre ellas unas vestiduras riquísimas de telas de plata (…); en la mano diestra, una lanza y en la siniestra un escudo, y en él pintado el Cerro de Potosí con una letra que decía”:
"Esta firme maravilla
los míos la descubrieron;
por esto a todos nos dieron
lauro y fama en esta Villa”.
El cronista nos relata como el cerro estaciona en mitad de la plaza y finalmente se abre en sus cuatro costados. La apertura deja ver en el interior a las siete maravillas de Mundo Antiguo: la Gran Pirámide de Guiza, el Mausoleo de Mausolo, los jardines de Babilonia, el coloso de Rodas, la estatua de Zeus en Olimpia, el templo de Artemisa y el faro de Alejandría, “todas obradas con gran artificio de plata dorada y esmaltada”. Pero, detrás de estas leyendas del pasado está el Gran Cerro de Potosí, “maravilla del mundo hecha no por mano de hombres sino por la del Creador”, otorgada por el mismo Señor de los Cielos para el sabio beneficio de estas familias patricias y del Reino al que pertenecen. Para reforzar la idea un lema rodeaba el artificio: "Yo sí maravillo al mundo”. Fue una cosa admirable ver la costosa invención –nos asegura Arzáns– pues toda ella era de finísima plata. Los jueces le dieron a don Ángelo de Villarroel, creador de esta “invención” una joya de oro y diamantes de la misma forma del Cerro de Potosí de más de 10,000 pesos de valor, y ésta la dio don Ángelo a la señora doña Angela de Sanabria (doncella noble y muy hermosa con quien después casó este caballero).
Y los caballeros jueces sentados en sus ornados tronos continuaron señalando a los ganadores de los juegos. Los señores compiten por los premios a la carrera de sortija y las joyas ganadas, de inmenso valor, y estas son ofrecidas con donaire, luego de presentarlas sobre la punta de lanza (emblema fálico si los hay) a las doncellas de su preferencia.