La historia del fallido debut discográfico de Edmundo Rivero en pleno boom del tango podría ser parte de un extenso inventario de rechazos emblemáticos. O la huella de un camino alternativo, al costado de los rumbos tradicionales de la cultura popular argentina. Se trata de una anécdota muchas veces contada. Aquí va de nuevo. A mediados de los años 40, en medio de un panorama tanguero alborozado y jactancioso –según se decía, se respiraba y caminaba tango por las calles de Buenos Aires–, el joven director de orquesta Horacio Salgán intentó sin éxito grabar con un cantor de voz grave, físicamente poco agraciado y falto de casi todos los tics que serializaban el estilo de canto de la época. Por entonces predominaban los tenores del tango de fraseo ligero, que en los mejores casos honraban grandes repertorios, y en los peores, convertían buenos tangos en un mar de lágrimas. Rivero –un bajo barítono– también honraba grandes repertorios, pero a eso sumaba cierto gusto por piezas un tanto extraviadas, alimentadas de un imaginario suburbano que el lirismo posterior al 30 parecía haber desterrado para siempre. “Mire, la orquesta es rara, no se le entiende bien; pero el cantor es imposible”, argumentaron los productores de RCA Victor frente a un Salgán siempre avanzado, que rechazó la artera invitación a grabar con otro cantor. Dos apátridas en el país del tango clásico.
Con el tiempo, Rivero no sólo pudo grabar con Aníbal Troilo una de las colecciones más entrañables del tango-canción de todos los tiempos, sino que pasó a ocupar un lugar central en el ranking de los cantores nacionales. En rigor, sólo Roberto Goyeneche estuvo a su altura. En fin, la voz de Rivero dejó de molestar para cautivar. Su imagen devino típica de un linaje porteño. Finalmente se dio el gusto de grabar con Salgán, y Salgán de grabar con él. Su autoridad en aquella comunidad que al principio lo había rechazado fue indiscutida, al punto de convertirlo en un erudito comentador de historias populares –generalmente en el marco de la Academia Porteña del Lunfardo, del que fue miembro, y a través de un par de libros de su autoría, en verdad mejor escritos que varios de escribas profesionales–, algunas protagonizadas por él mismo. Una posible lección implícita en la fábula ascendente de Rivero nos advierte que, cuando sucede, la asimilación de aquello alguna vez considerado anómalo no es privativa de la historia de la alta cultura. Que la distancia descontada entre el margen y el canon revela la condición de lo moderno, aun en expresiones que, como el canto riveriano, tanto le debían al pasado.
La reciente reedición de dos portentosos álbumes de Rivero es una linda noticia en el mundo discográfico argentino. No es del todo cierto, como anuncia el sello, que se trate de un estreno en soporte compacto. Pero, como dicen los italianos, se non é vero, é ben trovato. En un cuidado boxset de dos discos, con certeras notas del crítico Diego Fischerman, vuelven así a la vida Edmundo Rivero canta a Discépolo y Tangos que hicieron época. En el primer caso, se trata de una integral dedicada al creador de “Confesión”. Se grabó en 1959, cuando la figura de Discepolín comenzaba a salir del deshielo impuesto por el golpe del 55 y la de Rivero se emancipaba definitivamente. La batuta estuvo en manos de Héctor Stamponi, notable compositor que, como el propio Discépolo había podido comprobarlo en su estadía mexicana, también sabía dirigir, y era un interesante pianista. Clásicos absolutos como “Uno”, “Chorra”, “Malevaje” o “Infamia” se suceden en un corpus revelador de la complejidad de la poética discepoliana, que podía ir de la crítica mordaz a la sobrecarga romántica sin perder en el camino marcas de un estilo muy personal. Curiosamente, Rivero dejó de lado “Yira... yira...” y “Qué vachaché”, dos tangos clave en la historia del género. De su primera versión de “Yira... yira...” –su debut discográfico con Aníbal Troilo en 1947–, Discépolo había hablado maravillas. Quizá Rivero no quiso que una nueva versión de aquel tango invitara a comparaciones insidiosas.
La versión de “Cambalache” salió magnífica, aunque no podría competir, al menos en recepción popular, con la que, en julio de 1964, grabó Julio Sosa. En cambio, la interpretación que Rivero hizo de “Cafetín de Buenos Aires” nunca tuvo rivales. La profundidad de la voz, el delicado ligado de la frase que da carácter a todo el tema y el control del vibrato de esa última y profunda nota (“en mí...”) hicieron del registro un hito en la música argentina. Y un texto de fuerte pregnancia en la fijación de la situación axial del café porteño como espacio de sociabilidad argentina. Obviamente, el uso de la grabación como tema de apertura y cierre de Polémica en el bar contribuyó a su difusión masiva. También podría decirse que esmeriló su densidad existencialista en pos del clisé del espacio sexista de agenda fácil. Pero de eso no fueron culpables ni Discépolo ni Rivero.
En el caso de Tangos que hicieron época, grabado apenas un año después de la saga discepoliana, el criterio ordenador fue el de la antología histórica, no casualmente vigente en un momento, comienzo de los años 60, en que empezaban a detectarse signos de fatiga en la producción del tango: parecía haber llegado la hora de los balances. Esta vez acompañó la orquesta del talentoso –y quizá subvalorado– Mario de Marco, en un recorrido que partió en “Sur” y cerró en “Viejo calavera”, con escalas acreditadísimas en “La casita de mis viejos”, “Duelo criollo”, “Nostalgias” y otros temas no menos conocidos. Si bien la calidad del material es incuestionable, la comparación con el cancionero de Discépolo pone a este segundo disco en desventaja. O, para decirlo de modo positivo, ayuda a una mejor valoración del filósofo del tango.
Nacimiento de un bajo
A Rivero le gustaba recordar que había nacido en tiempos de payadores y serenatas. Ese era su relato de origen. Puente Alsina, 1911. Como Borges, siempre añoraría un pasado de malevajes y epopeyas suburbanas. Hijo de jefe de estación y de madre ama de casa versátil con la guitarra, criollo con lejano ancestro británico –el abuelo de su madre se llamaba Lionel Walton–, descubrió la música de niño, entre vidalas y milongas, para pronto dejarse atraer por el tango. Estudió guitarra clásica, exploró la música española y lo aprendió todo de Gardel. Luego se largó, solo y a dúo con su hermana, a la aventura del canto en las radios de los años 30. Allí, mientras Buenos Aires se reponía de los embates de la crisis, buscó pasar del estatus de cantor con guitarra al de cantor de orquesta. Ese pase le llegó de la mano de José De Caro, en 1935. El director lo puso en contacto con su hermano famoso, el gran Julio, lo que era decir con el adalid de la Guardia Nueva. Pero aún no estaba muy claro cuál sería el rol de Rivero en la historia del tango. Sus habilidades con la guitarra lo ayudaron a ganarse la vida como instrumentista en distintos ensambles –llegó a acompañar a Agustín Irusta y Nelly Omar, entre muchos otros–, acallando su voz por largos períodos. Esta situación, tan atípica como la tesitura del joven Edmundo Leonel, parecía invertir la común suposición de que todo cantor nacional era también un discreto guitarrista.
Por supuesto, la discreción de su voz era un malentendido que, a fuerza de entonación firme y refinamiento interpretativo, fue despejándose. Hacia fines de los años 40, después de trabajar tres años junto a Salgán, Rivero reemplazó a Alberto Marino en la orquesta de Troilo. ¡Alquimia! Basta con mencionar aquí “Sur” y “El último organito” para recordar el fuste artístico de aquella sociedad, a la que tácitamente se había sumado Homero Manzi. La voz de Rivero se iba imponiendo de modo categórico. Su entonación era sorprendente, mantenía los bajos con la prestancia de un Chialiapin del tango y, al mismo tiempo, profundizaba su relación con el lunfardo y los tangos pícaros de los albores.
Después de grabar los discos que ahora desempolvó Universal, el Rivero solista terminó imponiéndose sobre el orquestal. Y el más orillero y “lunfa”, sobre el lírico. Hacia el final de su vida, explicando su pasión por el lunfardo, aclaraba: “Como casi todos los argentinos tengo el idioma como con raya al medio: de este lado las palabras ‘buenas’, del otro lado las que esperan todavía la bendición pero que también son mías y que, a veces, me expresan con mayor claridad, con toda la fuerza de la idea o del sentimiento.” A esta inquietud por investigar los vericuetos de la lengua y sus matices se agregó una conciencia de la voz como medio expresivo. Rivero fue quizá el único cantante popular argentino que tomó distancia de su propio arte para analizarlo con las categorías de la musicología. En su libro Las voces: Gardel y el canto deja de lado las descripciones impresionistas para referirse al canto en los términos de la fonación, la intensidad respiratoria, la articulación y la coloratura. Esta recolocación del canto popular en una dimensión técnica suponía también un gesto político –la acreditación de lo popular mediante la nivelación con lo culto–, si bien aún ceñido a una idea clásica del buen cantar.
No era extraño que con estas artes y aficiones Rivero apareciera un día en los forzados planes de convivencia entre Borges y Piazzolla. Convocados por el poema “El tango” y las milongas “para las seis cuerdas”, Jorge Luis y Astor se sacaron chispas, pero al menos coincidieron en su admiración por Rivero. Especie de moderador intemporal, en su voz los textos de Borges se hicieron contemporáneos, mientras el tango moderno de Piazzolla, tradicional. A su vez, su línea de canto, sobria y depurada, se convirtió en una suerte de respuesta criollista a la modernidad de los años 60. Lo mejor de aquel encuentro fue, sin duda, “Jacinto Chiclana”. Donde Borges escribió “alto lo veo y cabal/ con el alma comedida”, Rivero se encontró a sí mismo.
El sacerdote del tango
Cuando en 1969 Rivero fundó El Viejo Almacén, fieles y curiosos encontraron allí la más conmovedora ceremonia que el tango podía oficiar en un tiempo que lo desdeñaba. Una especie de tango under, una escena de resistencia cultural, que oscilaba entre el váucher del turista satisfecho y la última salida del tanguero acorralado. Allí, por más provechosa que fuera la programación, la atracción era siempre Edmundo Leonel: su voz, su repertorio, sus manos en cruz sobre el pecho, como suplicándole al cielo que no se llevara los últimos vestigios de aquella Buenos Aires de milongas y serenatas. Horacio Salas lo recuerda con exactitud: “Quienes lo vieron a lo largo de casi tres décadas en medio del humo de El Viejo Almacén recuerdan que se lo escuchaba en un silencio casi místico, como al sacerdote de una religión esotérica. Noche a noche, la escasa luz que se desparramaba sobre la tarima le afilaba las facciones y parecía agrandarle las manos con que enfatizaba el dramatismo de ‘La última curda’.”
¿Dónde está hoy la voz de Rivero, más allá de las huellas discográficas? En ningún lado, esa es la verdad. Difícilmente la encontremos entre los cantores neo-gardelianos; menos aún en la tribu heterodoxa de los fans de Goyeneche. Pero sí sobreviven su estilo, su criterio para elegir canciones argentinas, su modo criollo de interpelar el pasado. Algo de todo eso vibra en las recuperaciones pícaras del tango con guitarras (el grupo 34 Puñaladas toma su nombre del nada educativo verso de “Tortazo”, la milonga de Razzano y Maroni que Rivero cantó tantas veces), en un grupo tan peculiar como La Chicana y en la fértil amistad de Luis Alposta y Daniel Melingo. Pero Rivero se llevó su voz para siempre. Un bajo es raro en todas partes, en todos los géneros. “Usted tiene algo en la garganta. Cúrese y vuelva”, le dijeron una vez, para desalentarlo.u