El rosarino Iván Riskin cuenta que nunca intentó dibujar. Al menos, no hasta el último año de la secundaria, cuando descubrió a Liniers y se obsesionó con reversionar sus tiras. Que, en realidad, empezó a hacer fanzines para la chica bonaerense que le gustaba, que terminó siendo su novia. Un número nuevo por cada viaje desde Rosario para regalárselo, un romántico old school. Que, ya instalado en Buenos Aires, estudia edición y trabaja –como un auténtico caricaturista underground– en la despensa de una librería cheta de Recoleta. Que no sabe contar chistes. Que no es realmente muy espontáneo. Cuando se lo escucha contar todo esto sobre si mismo, sosteniendo una torrecita de libros favoritos que sacó de casa para mostrar, quizás uno solo podría imaginarse a Riskin en colores pastel. Un hijo del Liniers más clásico, claro, o de la historieta autobiográfica acuarelable, o del punch line sensible y listillo. Por eso, confrontarse realmente con su obra puede ser un ejercicio desconcertante: una maraña anárquica de lisergia postapocalíptica y chistes sobre violar a tu propio niño interior. Una serie de fanzines fotocopiados que tienen nombres como La cavidad de la concha, La historieta es para pelotudos o, simplemente: ¿Quién es Iván Riskin? La verdad es que hojeando sus librillos, uno sinceramente se lo pregunta. Y la respuesta es que es un chico serio de 25 años, con una formalidad en el trato que casi intimida. Aunque luego, sus ¿viñetas? fluyan libres y plagadas de un humor absurdo y existencialismo bizarro. Paisajes expresionistas salidos de un delirio paranoide. Lógica matemática de un ex estudiante de contaduría réprobo, que solo quiere escuchar a Syd Barret.
“Existen múltiples realidades y en todas ellas soy un boludo”, asegura el joven Riskin. O al menos, es lo que se puede leer en el manifiesto conclusivo del flamante primer libro que acaba de editar: Fragmentos y distorsión. Ahí, en la última página del cómic, a la que uno llega francamente agotado, rasguñando el final de un viaje donde hay novias hechas de grasa y sarro, perros muertos y bebés que se emborrachan con ron. El libro –que sale por Wai Comics, la editorial autogestiva de Leandro Waisenberg, alias El Waibe, el padre del delirio escatológico Defecaciones humanas– es un conjunto de tiras nacidas dentro de sus fanzines. Directamente del material de feria, de su paso por el suplemento de humor Fierrito de la revista Fierro, o de su hábitat natural en Internet (capturas de pantalla, dibujos en paint y photoshop autoconsciente incluidos). Una selección de esos trabajos en los que fue experimentando a niveles cada vez más intrincados. En el trazo al servicio del caos, la desprolijidad como material constructivo. ¿Es eso un fanzine cosido, o una pieza de arte futurista? ¿Un chiste sobre conchas o sobre los distintos niveles temporales de la existencia? Como si Gary Panther viviera en Rosario, y además fuera un mutante que se ríe de todos, entre Kurt Vonnegut y Diego Parés. Desfachatado e imprudente, casi siempre difícil de digerir: para leer rápido y mirar lento, asegura él. “No sé si esto es ideología fanzinera. No sé bien qué es. ¿Será un tipo de historieta híper moderna? Quizás suena demasiado espectacular. Lo que tienen los fanzines es que hay cierta libertad que yo necesito, pero para mi hay que romper la frontera entre fanzine y libro, arte o historieta. Estamos en una época donde no es necesario que todo esté tan categorizado”, dice Riskin, que además tiene ideas y teorías sobre todo. Sobre la edición, sobre el consumo, sobre si uno es una persona real o es el sueño de una cabeza flotando en el Medioevo. Y asegura que sería mejor dibujante si jugara menos videojuegos. A pesar de que sus dibujos divagan por una lógica de la programación, del tiempo entendido en hipervínculos y de las proporciones y espacios en su forma más pervertida.
Para leer a Iván Riskin, primero y por buena salud, estaría bien olvidar todas las comiquitas que uno haya leído antes. Y sobre todo, la lógica de la narrativa y las reglas básicas del dibujo. En el fondo, más cerca de la tradición argentina de los años 90 por su sentido del humor y lo que elige para contar (Pablo Fayó, en su defensa, declara: “Iván Riskin dibuja con la garcha”); y en la forma, de un universo con reglas propias donde funciona casi cualquier cosa siempre que se acepten las reglas de su propio sincretismo. Él dice, o al menos el autorretrato de palitos que regala como material complementario a esta nota, que le gusta Michael DeForge, Fabio Zimbres o Max Cachimba. “Y a veces también trato de traducir la música que escucho. Hoy estaba escuchando The Birthday Party, una de las primeras bandas de Nick Cave. Trataba de emular esa locura, esa esquizofrenia del chabón, en los comics. Me gustan las obras donde las personas están a punto de volverse locos. Pero no del todo, están en el límite, de una forma controlada”. Algo así como cuando estudiaba contaduría pública en Rosario y se la pasaba cada vez más desganado, vertiendo toda la desazón dibujando apenas en los márgenes de su cuaderno. Ahora, que vive en Buenos Aires, toca el monotrón en una banda llamada Oesterhëll y su vida gira cada vez más en torno al oficio editorial, no es erróneo decir que su trabajo sigue viviendo en los márgenes. Donde habita cómodamente una posición inclasificable, aun entre sus pares.
Los dibujantes no deberían hacer más historieta autobiográfica. “¡Al menos por 100 años! O 1000”, dice burlón el joven Riskin en su tira “el nazi de la historieta”. Aunque su alter ego sea un pesado dibujito de palitos llamado Paranoid Boy, donde vuelca su percepción personal del mundo. Quizás la parte más desagradable, la más absurda, una no demasiado explorada por sus pares. Forzando y subvirtiendo el lenguaje y la representación a su expresión más libre y anárquica. Un torbellino de rayas con fibrón, figuritas anti geométricas, retacitos y frases ocultas como “solo quedan ruinas de algo”, “no tiene sentido” o “depresión primermundista”. Fondos intrincados para sus pequeños energúmenos, para la multiplicidad de universos posibles. Casi todos deplorables. u