Si aún hoy resulta problemático hablar de una estética marxista, más discutible sería considerarla existente hacia los treinta del siglo pasado. Lo que después de costosas tentativas y de simplificaciones sucesivas había arrojado la lucha de tendencias artísticas y político-culturales en el seno de la izquierda era la imposición de una de ellas: la que se apoyaba más en la observación de obras del pasado que en las necesidades espirituales del mundo a construir.

El debate, sin embargo, fue vigoroso y rico en polémicas a las que no pudo ser ajeno el fundador del socialismo latinoamericano, José Carlos Mariátegui. El deseo manifiesto de todos los grupos, en los primeros años de poder soviético, era el de participar en las tareas revolucionarias, pero muy diferentes los caminos que pregonaban los miembros de los Productivistas, "¡Abajo el arte, viva la técnica!", del que habían elegido meses antes los firmantes del Manifiesto del Realismo, vitalistas y actuales. Por aquel entonces, Lenin polemizaba duramente con el Prolet Kult, considerando que la cultura del proletariado era heredera de la suma de conocimientos alcanzados por la humanidad toda, y no una creación ab ovo como aquéllos pretendían, y el Frente de izquierda de las Artes pugnaba por ofrecerlo a las masas, mientras sostenía la renovación total de las formas. Bullía, pues, la desemejanza, y el propio Partido Comunista reconocía y consagraba la pluralidad al sostener en su Resolución de 1925 que "la noción de clase en las bellas artes en general y en literatura en particular, se expresa en formas infinitamente más variadas que en política". Esa permisibilidad y esa riqueza se fueron apagando, y el Primer Congreso de Escritores Soviéticos escucharía el informe de Andréi Zhdánov, con el que de manera oficial comenzó el llamado "realismo socialista", cuyas consecuencias sufrieron durante mucho tiempo el pensamiento teórico y la producción artística de la mayoría de los países socialistas.

Basta recorrer algunas de las numerosas páginas que Mariátegui dedicara a la producción artística y literaria para comprobar la distancia que lo separó de tales concepciones, y valorar la precocidad y la originalidad de sus aportes. Lo primero que llama la atención, si observamos el conjunto de la obra del "Amauta", es el gran espacio que dedica al arte, como si él diera cuenta de una dimensión que otras producciones teóricas o sociales no alcanzarían a revelar. Y luego, sus reflexiones sobre la creación artística. Ella no constituye de ningún modo la simple ilustración de una supuesta realidad concreta, la forma de una materia-otra. La obra de arte es, por el contrario, el lugar donde la significación tiene su centro autónomo, desprendida de otras contingencias y servidumbres hacia "lo real", porque lo real es ella misma y desde allí opera sobre el medio. "La ficción -escribe- no es anterior ni superior a la realidad como sostenía Oscar Wilde; ni la realidad es anterior ni superior a la ficción como quería la escuela realista. Lo verdadero es que la ficción y la realidad se modifican recíprocamente. El arte se nutre de la vida y la vida se nutre del arte".

Mariátegui comprende el carácter dialéctico de la práctica artística, que a la vez que reproduce una realidad produce otra distinta, y que hará parte del mundo como componente de su estructura. Ese doble carácter de la obra de arte (al que contemporáneamente se referirá una más moderna crítica marxista: Karel Kosik, Ernst Fischer, Franco Fortini, entre otros) es el que le permitirá afirmar que "Pirandello nos conduce a una revisión de nuestras ideas sobre la ficción y la realidad. En su literatura, los confines entre la realidad y la ficción se borran mágicamente. Pirandello se obstina en convencernos de la realidad de la ficción y, sobre todo, de la ficción de la realidad”. Y es su intuición del valor que puede alcanzar ese dominio de lo real, que es la ficción, la que probablemente le hace considerar a esta como un campo privilegiado, justamente por su independencia, por su carácter también generativo, para acceder a un mayor conocimiento de la llamada realidad: “Los personajes de la fantasía -afirma en el mismo trabajo- no son menos reales que los personajes de carne y hueso. Son a veces más reales, más interesantes, más trascendentes”.

En el artículo titulado precisamente “La realidad y la ficción”, luego de afirmar que “la fantasía recupera sus fueros y sus posiciones en la literatura occidental”, comenta la tesis de Wilde sobre el origen de la naturaleza, tesis retomada y exagerada por Massimo Bontempelli en lo que Mariátegui denominará “una bizarra teoría bontempelliana”, ya que la misma se funda en el nacimiento imaginativo de los reinos vegetal y animal, y en el carácter repetitivo y cíclico de un proceso que se habría “cumplido muchas veces”. Mariátegui avanza en su concepción, puesto que tal inversión es para él propia del arte, y con ella comienza a derrotarse lo que llamará "el prejuicio de lo verosímil". La ilusión referencial que crea la obra no es necesariamente la condición de su valor y de su sentido social. El arte produce su propia verosimilitud interna, y es desde ella que actúa sobre la realidad. Visión, en este sentido, mayúscula, al afirmar que "el prejuicio de lo verosímil aparece hoy como uno de los que más han estorbado al arte. Los artistas de espíritu más moderado se rebelaban violentamente contra él. Liberados de esta traba, los artistas pueden lanzarse a la conquista de nuevos horizontes". Y también: "el realismo nos alejaba en la literatura de la realidad. La experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía".

Dicha visión llega a ser esencial para el arte, y la más apta para acercarnos a la objetividad del mundo: "La ficción no es libre. Más que descubrirnos lo maravilloso, parece destinada a revelarnos lo real. La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve de bien poco. Los filósofos se valen de conceptos falsos para arribar a la verdad. Los literatos usan la ficción con el mismo objeto. La fantasía no tiene valor sino cuando crea algo real. Esta es su limitación. Ese es su drama".

Tales ideas retornarán una y otra vez en sus trabajos. Escribiendo sobre Vicente Blasco Ibáñez, afirmará en 1928: “Blasco Ibáñez jugó siempre a las cartas más seguras: la democracia, el capitalismo, la Entente, la victoria de la Justicia y el Derecho, la novela realista. No podía fallarle ninguna de estas cartas, a menos que viniese la revolución, perspectiva absurda para un hombre tan optimista, casi panglossiano”. Y poco tiempo después, comentando Los Artamonov, de Máximo Gorki, insistirá: “El superrealismo es una etapa de preparación para el realismo verdadero. Llamémosle, más bien, adoptando el término de René Arcos, infrarrealismo. Había que soltar la fantasía, libertar la ficción de todas sus viejas amarras, para descubrir la realidad”.

RETRATO DE MARIÁTEGUI EN 1929

EL ARTISTA Y LA ÉPOCA

Las condiciones materiales en que se ha desenvuelto, en todo tiempo, la actividad creadora son las que llevan al artista a ser un opositor objetivo del "mundo tal cual es". Ellas explican la necesidad de valerse de la construcción de objetos que contradigan al universo hostil, y es allí donde Mariátegui ve el camino abierto para que la más audaz fantasía, desde el máximo alejamiento, desde los más osados y disparatados ángulos, impugne con toda su carga subversiva posible el mundo cotidiano, y dé en el centro de esa realidad que tanto le preocupa. En el trabajo “El artista y la época”, revela Mariátegui los principales ejes de esa relación antagónica. En cinco cortos capítulos describe y resume la condición social del artista en la sociedad dividida en clases, y traza con singular lucidez los rasgos esenciales de su situación. Comienza por hacer un análisis de las quejas del artista contra la sociedad que “no le hace justicia”, y de sus motivos, que, siendo personales o egoístas, no son arbitrarios: “La obra de arte -explica- no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario”. De allí se deriva su ubicación bajo el capitalismo, cortejado en la medida en que sirve a los valores de ”un arte consagrado por sus peritos y tasadores” y donde ”los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados”, el artista se sitúa entre los descontentos y hasta entre los más enconados enemigos de ese orden al sentir heridos “su vanidad generalmente desmesurada, su orgullo casi siempre exorbitante”, pero también ilegítimamente “oprimido su genio, coartada su creación” La errónea consecuencia que al artista infiere de ese estado suele ser, empero, la de una protesta reaccionaria contra el orden burgués: “Escéptico o desconfiado respecto al esfuerzo proletario por crear un orden nuevo”, dirige su mirada hacia el pasado y reivindica los valores del mundo feudal. Mariátegui resume entonces la actitud de este orbe para demostrar lo ilusorio de tal postura. Allí, “la creación artística constituía uno de los fundamentales fines humanos, en la teoría y en la práctica de la época”, pero la voluntad del creador, dependiente hoy del dinero, estaba sujeta a los deseos y mandatos “de una casta”. Frente al capitalismo, a la “civilización de la Potencia”, es equivocado oponer la ilusión de “una sociedad de dulces mecenas” ya que también esta desconoció y hundió a artistas muy valiosos mientras entronizaba a mediocres, y ello quizás por conveniencias cortesanas no más altruistas que las del burgués.

En uno de sus últimos artículos, “Autonomía del arte, sí; pero no clausura del arte”, percibe que además de su lugar individual, más o menos estimado, más o menos olvidado, el artista ocupa un espacio social, y desde él imprime su marca cuando se da a la tarea de crear mundos que difieren del mundo real. Pero Mariátegui combina ambos momentos en el instante material por excelencia: aquél en el que el creador intenta construir su obra, que no es sino el del desenvolvimiento de su propia humanidad. Allí, cuando el artista “no ambiciona sino realizar su personalidad”, la sociedad burguesa reprime su libertad, lo confina, perturba e impide su producción, y hace por eso de él un opositor objetivo: “A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer fortuna. Modestamente se contenta con que se le permita hacer su obra… Pero también esta lícita ambición se siente contrariada. El artista debe sacrificar su personalidad, su temperamento, su estilo, si no quiere, heroicamente, morirse de hambre”.

La experiencia personal de creador de José Carlos Mariátegui, así como las necesidades políticas inmediatas, explican algunas de sus posturas, pero no impiden registrar en el conjunto de su obra una concepción más profunda: la que tiene que ver con las tareas que él planteaba a la sociedad de su tiempo, y aún con la forma de las mismas. El facilismo, el provincialismo, el conformismo ante las diferencias regionales, el tipismo, el ahondamiento de los rasgos de atraso antes que su intento de superación, contaban entre las primeras de sus preocupaciones en el terreno de la creación artística y literaria. Atento a los cambios que a partir del futurismo italiano, los vorticistas ingleses, el grupo De Stijl en Holanda, el Blaue Reiter alemán, Dadá, el dadaísmo plurinacional, van sacudiendo el panorama artístico de las primeras décadas del siglo, deduce signos fundamentales de los cambios que plasmará la época, complejos fenómenos espirituales y no simplemente literarios, como lo dirá del Surrealismo. Observa la entrada del mundo en la hora presente, la internacionalización veloz e implacable, mediante una comunicación que terminará ligando indisolublemente el planeta. Y, dentro de ese proceso, ubica el papel del arte de la época: "cada día es mayor la rapidez con que se difunden las corrientes del pensamiento y de la cultura. La civilización ha dado al mundo un nuevo sistema nervioso".

Todo lo que de diferente podía aportar una nueva sociedad debería ser interpretado con un arte a su medida. De ahí su insistencia para mancomunar los dos procesos, las dos vanguardias (la estética y la política) y, de ser posible, las dos revoluciones. Del mismo modo como, en su propia vida, fueron una y múltiple sus búsquedas encarnizadas del "mito" y de la "estrella", la lucha por la "gran ficción social".