Justo al lado del edificio en que vivíamos cuando era chico había un videoclub. Mis viejos me dejaban bajar solo y alquilar lo que quisiera siempre que fuese ATP. El dueño, un coreano retacón, de anteojos gruesos y risa fácil, me recibía como a su mejor cliente. Me había apodado “cacique”. Nunca entendí por qué pero me gustaba, me hacía sentir importante. Iba casi todos los días y pasaba un rato largo mirando las portadas de los VHS; dedicaba más tiempo a elegir, fascinado con las posibilidades, que a ver una película en particular, cosa que aún hago.

Después llegó el cable, con el que podía hacer zapping y ver tres o cuatro películas al mismo tiempo, películas que veía por partes y después reconstruía escena por escena. Y las series, esos mundos que parecían infinitos, siempre una historia nueva. Me sentaba a ver He-Man, los ThunderCats o MacGyver con un paquete de chocolinas y un vaso de coca con hielo, o un café con leche enorme, bien cerca del televisor.

Esa forma de no estar en el mundo, viviendo de fantasías, con el tiempo se convirtió en mi forma de estar en el mundo. 

Mi devoción por las pantallas fue creciendo y complejizándose. Unos cuantos años después decidí a último momento no anotarme en Medicina y empecé la carrera de cine sin tener idea de qué estaba haciendo, pero con la excusa perfecta de que ver películas era estudiar. 

En eso andaba, fascinado con los grandes autores, cuando me crucé con una película pequeña, de apenas sesenta y ocho minutos, finlandesa.

Protagonizada por la genial Kati Outinen –una de las actrices fetiche de Kaurismäki, rubia de pelo lacio y opaco, ojerosa y de boca triste–, La chica de la fábrica de fósforos parece una versión oscura de Cenicienta. Empieza con una línea de ensamblaje automatizada, una secuencia que va desde los troncos hasta los fósforos ya empaquetados. La primera seña de humanidad, tras un par de minutos de máquinas y cintas transportadoras, son las manos de Iris, encargada de verificar que las etiquetas estén bien pegadas.  

Iris vive con su madre y su padrastro, a quienes mantiene y atiende a cambio de indiferencia y maltrato. Y lee novelas rosa mientras fantasea, se adivina, con su propia historia de amor.

Hay secuencias hermosas por su sencillez, por todo lo que sugieren y que uno reconstruye. Como esta, luego de que Iris pase la noche con un hombre, en que cada oración es un plano y no hay ningún diálogo: Iris espera sentada junto a un teléfono que nunca suena. Iris descubre con entusiasmo un regalo sobre la mesa pero al abrirlo ve que es de su madre, otra novela rosa que ella deja con desilusión en un estante. Iris come torta, sola, y entendemos que es su cumpleaños; se lleva pedazos grandes a la boca y mastica con furia contenida. Iris llora en el cine. Iris, decidida, toca el timbre de la casa del hombre. 

Esos dos minutos encierran una curva dramática completa, construida con momentos que podrían parecer banales pero están cargados de una rara intensidad. Para los personajes bastan unos pocos detalles, dos gestos certeros para que empecemos a entenderlos y nos asomemos a la profundidad que esconden. Como ese abismo en los ojos de la madre de Iris, que fuma y mira por la ventana mientras acaricia las hojas de una planta. En las películas de Kaurismäki, fumar es otra forma de no estar en el mundo, de estar haciendo otra cosa.

Luego de escribirle una carta a aquel hombre, una carta inocente e ilusionada que transmite ternura e incomodidad en partes iguales, y en la que le cuenta que está embarazada, Iris recibe como respuesta un cheque y una hoja escrita a máquina. “Deshazte de ese renacuajo”. 

Aturdida, Iris sale a la calle y sufre un accidente en el que pierde su embarazo. Su padrastro la visita en el hospital para decirle que la echan de la casa; y antes de irse le deja una naranja que Iris pela y come con gesto ausente. 

Iris se muda con su hermano, un cocinero punk que evidentemente se fue de la casa ni bien pudo. Empieza a fumar, agarra un libro de tapas ajadas.

Corte, e Iris está en un negocio, donde tiene el siguiente diálogo con la vendedora mientras lee el prospecto de un veneno para ratas:

–¿Cómo funciona?

–Mata.

–Bien.

La película traza un recorrido que empieza con una Iris inocente y sumisa, y termina con el momento en que recibe, estoica, a los policías que la vienen a buscar por haber envenenado a su madre, a su padrastro, al hombre que la dejó embarazada y a un borracho en un bar que tuvo el mal tino de intentar seducirla.

Hay algo fascinante en el personaje de Iris, y quizás sea una combinación entre la apatía y una voluntad a prueba de todo. Yo escribo porque dudo, porque hay algo en la realidad que parece sólido o uniforme y nunca lo es. Para mi se trata de plantear una lógica y después cuestionarla. Las buenas historias, en general, tienen siempre ese momento de vacilación, si es que directamente no tratan de eso. Iris fantasea con un mundo a su medida y se resiste con obstinación infantil a todo lo que no entra en su esquema. Hasta que duda, y en ese mismo instante su fantasía se hace pedazos. La historia que se contaba a sí misma ya no tiene sentido y no quiere reemplazarla por otra. Queda un vacío que no la contiene, pero ni siquiera entonces se quiebra. Iris se hunde con su barco.

Como suelo ser escéptico, lo que me atrapa es cómo sostiene su ilusión, e incluso su reverso, quizás sus únicas opciones en un mundo demasiado inhóspito. Sigo su recorrido en la película con algo de morbo –porque es un poco tonta e ingenua–, que luego deviene en ternura –porque resiste cada embate sin quejarse– y por último en admiración y asombro, aunque también con desconcierto. Como en toda construcción compleja, hay algo que excede los esquemas prefijados con los que solemos pensar. No sabemos si Iris pierde o gana, si se hunde o se redime, solo que parece negarse a que la realidad imponga sus reglas.

Para mí, que voy de historia en historia porque ninguna es suficiente, su salto al vacío es hipnótico. 



Tomás Downey nació en Buenos aires en 1984. Es guionista egresado de la Enerc. Su primer libro, Acá el tiempo es otra cosa (Interzona, 2015), fue ganador del primer premio del Fondo Nacional de las Artes en 2013 y finalista de la III edición del Premio de Cuento Hispanoamericano Gabriel García Márquez. Su segundo libro de cuentos, El lugar donde mueren los pájaros, será publicado a mediados de 2017 por Fiordo Editorial.