Obsesionado por una niñez y adolescencia kafkianas en Villa Crespo, el club Atlanta y Chacarita, cuando Masoch jugaba al fútbol con sus amigos la muerte interrumpía el juego contínuamente, porque debían suspender el partido para darle paso a cada cortejo fúnebre que trasladaba lentamente al muerto y a sus deudos hasta el cementerio.
Ese clima de suspensión expectante, de inmovilidad ante lo inevitable, es el que domina la pintura crepuscular, intencionadamente anacrónica de Masoch. Su gusto por el arte flamenco y renacentista lo vuelve un pintor retro. Y ese gusto por las formas consagradas y la historia del arte funciona como la puesta en escena de una mirada histórica que a su vez desencadena lo autobiográfico. Esa búsqueda de la forma que, como escribía Gombrowicz, todo lo amolda, todo lo pervierte, todo lo trastrueca, todo lo fuerza. Los personajes de las pinturas de Masoch son invariablemente fóbicos, patológicamente tímidos, y suelen ocultarse detrás de algún objeto emblemático. Ese pánico figura un mundo cercano a la adolescencia, fijando un territorio indefinido, potencial, que aún no es todo lo que puede llegar a ser. Rostros y cabezas aparecen obturados por una columna de humo o vapor, pero también por otros elementos que, por absurdos, se vuelven simbólicos: un acordeón o un velero de juguete (que en la vela tiene inscripto el número 76, comienzo de la última dictadura argentina).
Como contrapartida de la persona del artista -Masoch es movedizo, inquieto, ansioso, algo así como un personaje trágico forzado a actuar en un paso de comedia-, sus cuadros evocan la más completa inmovilidad, la interrupción absoluta, enmarcada en espacios austeros y despojados, siempre teatrales. Hay una constante obsesión por la pintura como una práctica autorreferencial, como una cita perpetua de la consabida historia del arte, pero al mismo tiempo como escenario de la historia argentina, en especial de esa historia escolar que nos contaron como una fábula adaptada por el Reader’s Digest. Allí también se juega la historia personal, la autobiografía en clave, la historia social, la familiar. Esa superposición de historias simultáneas se condensa en la pintura de Masoch. Todo está evocado en un contexto que el pintor presenta como teatral, con escenarios y telones, decorados y escenografías. A veces porque estos elementos están directamente pintados en el cuadro, a veces porque coloca en la escena elementos del teatro clásico.
Esa teatralidad es también la del encierro. Muchos de los motivos de sus obras suceden entre paredes. Sus pinturas oscilan entre la claustrofobia y la agorafobia. Son asociaciones de pánicos varios que se combinan con secretos placeres. El placer/temor al encierro, a los lugares abiertos, a la sexualidad y a las multitudes. Los personajes, más que vestidos, están uniformados con prendas que mezclan la estética del piyama con el atuendo carcelario. Y viven su pánico en público: son escarnecidos porque padecen sus fobias ante la mirada de otros y eso a su vez provoca una resaca placentera.
Un personaje sostiene una pequeña fogata en sus manos, sentado sobre un cubo circense, mientras el humo le tapa la cara y de fondo se ve un bosque, aunque no un bosque “auténtico”, sino una tela pintada con motivos del bosque. Las forestas frondosas de las pinturas de Masoch son inaccesibles, bien porque son telones pintados, pinturas dentro de pinturas; o porque son tramas profundas y misteriosas que están a espaldas de los personajes. En cuanto a la recurrente edad escolar, remite a la regimentación, al mundo de la norma y la ley, del saber compendiado en un manual. En este sentido, la pintura de Masoch es también un manual de psicología básica sobre los temores adolescentes: personajes obsesionados por la culpa, la vergüenza, el oprobio, sufren teatralmente, solitarios, ante una audiencia.
Alternativa o simultáneamente hay un repertorio de elementos simbólicos que se repiten desde siempre en la obra de Masoch. Y ese repertorio de elementos, por su repetición y protagonismo, se vuelven determinantes.
Los cuadros de Masoch son también cuadros de situación: con personajes hieráticos, iconos y monumentos de la historia como el Cabildo, que reaparece como souvenir escolar y como representación paródica de una historia trunca. Pero el Cabildo es un monumento mutilado, así como la historia argentina sería para Masoch el relato de una mutilación o la evocación de una llama votiva y perpetua, de la que emana un humo enceguecedor que obtura e inmoviliza.
La pintura de Masoch homenajea a la de Delvaux, Magritte y Balthus: el Delvaux cuyos personajes en estado de ensoñación, eran pintados en escenarios incongruentes e intemporales; el Balthus de interiores claustrofóbicos donde el foco estaba puesto en la ambigüedad de la adolescencia; el Magritte de la obsesión por una cotidianidad extraña, enrarecida, y por el tema de la pintura dentro de la pintura. En los tres artistas, con distintas gradaciones, asoma también el peso del erotismo, que en el caso de Masoch está presente de un modo oblicuo: por sustitución, por ausencia, por negación.
Pero buscando referentes más acá, en estas pampas, la pintura de Masoch exhibe aires de familia con las acuarelas de Fermín Eguía, tanto con sus retorcidos interiores como con los paisajes del Tigre, tan serenos como perversos. Hay una genealogía argentina del tardosurrealismo, del anacronismo de ciertas traducciones y metamorfosis de la historia de la pintura europea. Desde un surrealismo metafísico hasta un realismo fantástico y perverso, la inmovilidad de las pinturas de Masoch remite a una vida interferida por el sueño, el recuerdo, la pesadilla y un presente ominoso. La parálisis de sus personajes es parsimoniosa hasta la exasperación: esos jóvenes vestidos en piyama o en uniforme carcelario expresan una quietud aterrorizada ante el presente y parecen reproducir el abúlico laconismo de Bartleby, porque preferirían no hacer lo que hay que hacer. Y mantenerse en esa quietud densa, de pura expectativa y completa suspensión.
* Este texto fue originalmente publicado en el suplemento Radar el 24 de marzo de 2002, en relación con una muestra de Masoch en el bar y galería Beckett.