La Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, el Bafici, comenzó su segunda mitad con la presencia de un nombre fundamental para el surgimiento del denominado Nuevo Cine Cordobés. Se trata de Rosendo Ruíz, quien participa por tercera vez de la sección, en este caso con su última película, La Zurda. De alguna manera, este trabajo recupera parte del espíritu de su recordado debut, De Caravana (2010), que hace 15 años recibió el premio del público en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
El ambiente nocturno, donde el goce y el peligro se cruzan con naturalidad; la atmósfera alegre y lúdicamente etílica del universo cuartetero; la amistad, el romance y la música como pulsiones vitales para plantarse frente a la realidad y el realismo; el cruce de clases como herramienta narrativa para poner en escena un verosímil retrato mestizo de la sociedad; los bajos fondos abordados con humanidad y cariño. Todos esos puentes tiende Ruíz entre esas dos películas que ocupan los extremos en la línea de tiempo de su filmografía.
La Zurda es un pibe carismático que canta en Manga de Negros, la banda de cuarteto que armó junto a sus amigos del barrio con el sueño de pegarla. De ese núcleo forma parte Sol, una chica “bien” que anda de novia con Yonatan, el tecladista y compositor del grupo. El asunto es que ella es hija de un empresario de la carne aspirante a político, quien le encarga a su matón de turno que le pegue a Yoni una buena paliza para que desaparezca de la vida de Sol. Por supuesto, esta versión de Romeo y Julieta, en la que Córdoba capital ocupa el lugar de Verona, tampoco termina bien.
Ruíz filma la noche cordobesa como nadie. Lo confirma la primera secuencia, una persecución a pie manejada con pulso firme, en la que el perfil nocturno de la ciudad se impone como una presencia esencial dentro del drama. Así se mantendrá hasta el final. La Zurda sostiene su vocación popular a partir de combinar elementos de géneros diversos, yendo del policial al musical y de la comedia al drama. En el camino, el guión a veces se pasa un poco de rosca, pero siempre consigue volver a traccionar, para hacer de la película una experiencia feliz.
La filmografía de Lorena Muñoz parece haber ido tomando forma a partir de dípticos espontáneos. Es que sus dos primeras películas abordaban desde el documental las figuras de dos artistas de renombre (la actriz Ada Falcón en Yo no sé qué me habrán hecho tus ojos, codirigido en 2003 con Sergio Wolf; y el muralista David Alfaro Siqueiros en Los próximos pasados, estrenado tres años después). Por su parte, con la tercera y la cuarta saltó a la ficción para recrear las vidas de dos músicos muy populares: la cantante tropical Gilda (2016) y el cuartetero Rodrigo (El potro, 2018).
Su quinto largo fue María Soledad: El fin del silencio (2024), donde regresó a un subgénero específico del documental, el true crime, para descender en el laberinto del femicidio que conmovió al país en los (no tan) felices ‘90. Su último trabajo es Suerte de pinos, una obra que viene a confirmar esa necesidad de Muñoz de hacer dialogar entre sí a sus películas. Acá regresa al true crime para abordar un doble femicidio ocurrido hace 70 años en Salduero, un pueblito rural en el corazón de Castilla, España. A diferencia de sus películas anteriores, en Suerte de pinos el vínculo de la directora con la historia que decidió contar es íntimo y personal. Es que las dos víctimas de aquel crimen no son otras que su bisabuela Antonia y su tíabuela Aurora, asesinadas a escopetazos en la plaza de Salduero por el marido de la última.
En una de las primeras escenas, Muñoz habla por teléfono con un viejo poblador de Salduero, para preguntarle si recuerda qué comentaba la gente de ese crimen, 70 años atrás. “¡Pero qué comentar, si todo el mundo se callaba la boca, hombre!”, dice la voz en el teléfono. “¿Tú no sabes lo que son los pueblos, verdad?” pregunta a continuación, y ante la negativa, se responde a sí mismo: “Pues ya te vas a enterar poco a poco”. Un presagio de lo que la directora vivirá en el intento de saber qué les ocurrió a las mujeres de su familia. Suerte de pinos es eso: el retrato kafkiano de un pueblo que parece una burbuja medieval en la España del siglo XXI, donde el pacto de silencio para preservar el “honor” del asesino y sus familiares vivos es más fuerte que la verdad. Una versión a la inversa y retorcida de Fuenteovejuna, cuatro siglos después.
Como si los programadores se hubieran esmerado en conseguir que las películas de la Competencia Argentina registraran una continuidad temática, La mujer del río, de Néstor Mazzini, también comienza con un femicidio. En su primera escena, una pareja feliz descarga un auto junto a una adolescente, metiendo dentro de un viejo caserón las cajas y bolsas que sacan del baúl. La cámara, inmóvil, registra todo desde la vereda de enfrente, mientras los autos pasan por delante, confirmando que todo transcurre en un sector muy transitado de la ciudad. En un momento en que la mujer de la pareja queda sola junto al auto, un hombre baja de un vehículo estacionado a unos 15 metros, al otro extremo del cuadro, y descarga dos disparos de escopeta sobre ella. Después sube de nuevo al auto y se va. Sin apuro.
Lo que sigue es un espiral dramático que recorre a la inversa el camino que lleva hasta esa escena inicial de violencia, que en realidad corresponde al final cronológico de la historia. Un recurso narrativo similar al elegido por Christopher Nolan en Memento (2000), pero que se acerca todavía más a la cuestionable Irreversible (Gaspar Noé, 2002). No porque la película de Mazzini incluya detalles abyectos, como los que ocupan el centro de aquella otra, realizada por el cineasta argentino radicado en Francia. Es que La mujer del río no apunta tanto a un giro sorpresivo del guión, a lo Nolan, sino a ir descubriendo de a poco los detalles de una trama de vínculos rotos que desemboca en la tragedia de ese descenlace convertido en prólogo.
Mazzini registra los detalles de un infierno doméstico, que se extiende en las oficinas de los juzgados, pero que inevitablemente provoca sus daños más profundos en la identidad sensible de sus protagonistas. La película toma el riesgo de humanizar al victimario, pero sin desligarlo de la terrible responsabilidad de sus actos. Para ello cuenta con la inestimable labor del uruguayo César Troncoso, que consigue navegar de manera verosímil entre esas dos aguas que definen el alma de su personaje.