En Jerusalén, la ciudad sagrada para las tres religiones monoteístas más importantes, hay un club con ultras que destilan odio racial. Es el Beitar. El único que no admite árabes en sus filas. Cuando su ex dueño, el magnate ruso-israelí Arkady Gaydamak intentó modificar esa tradición, le fue mal. Contrató a dos jugadores chechenos seguidores del Islam que vivieron un calvario en 2013. Un documental llamado “Por siempre puros” y estrenado este año, documenta la historia de Dzahabrail Kadiyev y Zaur Sadayev. Cuando este último hizo un gol en un partido contra el Maccabi Netanya, la Familia –como se autoproclama la barra brava del equipo que viste colores amarillo y negro– se retiró en masa del estadio. Esa noche estaba en la platea el canciller Avigodor Lieberman –hoy ministro de Defensa– al que un fanático le gritó dónde había dejado sus principios. El político ultraderechista no es un hombre moderado. Pero ese día parecía serlo. Le había dicho al goleador: “Espero que no te molesten todas esas tonterías”.
El Beitar Jerusalén es el club más grande de la ahora capital de Israel. A ese status acaba de elevarla Donald Trump. La reconoció como tal y desató una tercera intifada. Para algarabía del primer ministro Benjamín Netanyahu e indignación del mundo islámico. Los ultras del equipo que juega en la Liga de Primera División (ha’A1) deben estar felices con semejante decisión de Estados Unidos.
Desde sus consignas como “muerte a los árabes” o “guerra, guerra”, no pasan inadvertidos en una tribuna. Netanyahu los saludó una vez desde un balcón en pleno festejo. “Vamos Beitar”, exclamó. Es uno de sus hinchas más reconocidos. Se lo ve en la película de Maya Zinshtein, que ya se proyectó en más de un centenar de festivales del mundo y fue comprada por Netflix.
El día en que los chechenos hicieron su primer entrenamiento, los ultras hostigaron a todos. A Gaydamak, un traficante de armas que tiene pedido de captura de Francia y había comprado al Beitar en 2005, le gritaron: “Trajiste dos musulmanes, no jugadores de fútbol”. A Sadayev lo invitaron a irse a “la mezquita Al-Aqsa”. Al manager del club le dedicaron un insulto: “(Itzik) Korenfine hijo de puta”.
El argentino Darío Fernández, ex Olimpo, Quilmes y Chacarita entre otros, integraba el plantel: “Nos causaba impotencia ver lo que pasaba: la hinchada venía a los entrenamientos a escupir, insultar y tirarles piedras a los chicos chechenos solo por su religión. Todo era un caos, un grupo de hinchas puso una bomba, hizo explotar una Molotov en el vestuario, provocando un incendio. Los dos jugadores tenían que estar las 24 horas con guardaespaldas. La hinchada dejó de ir a la cancha. Pasamos de jugar con 20 mil personas a tres mil…”, dijo en una entrevista que publicó el diario Olé el 6 de agosto pasado.
No era la primera vez que pasaba algo parecido. Ocho años antes el blanco de los ultras había sido Abbas Suan. El ex capitán del Bnei Sakhnin, emblemático equipo árabe-israelí que juega en la Primera División. Durante un partido en la cancha del Beitar, sus dirigentes decidieron homenajear al futbolista. Había sido una pieza clave en la Selección de Israel que estuvo muy cerca de clasificarse al Mundial 2006. Los fanáticos no pensaban igual. Lo recibieron con una pancarta donde se leía: “Suan, no nos representas”. “Odiamos a todos los árabes”, le gritaban. Y a su coche le prendieron fuego.
Corría 2005 y un jugador nigeriano que había integrado el plantel ese año, Ibrahim Nadallah, se fue dejando una frase: “No recomiendo a los musulmanes fichar por el Beitar”. Al año siguiente llegó como entrenador Osvaldo Ardiles. Duró muy poco pese a que el equipo iba primero. Tenía entre sus dirigidos a Cristian Fabbiani.
Esa temporada y la 2007-2008, el club con más convocatoria de Jerusalén ganó sus últimos dos torneos de Primera en forma consecutiva. Ahora lleva nueve años de sequía. Pero sus ultras siguen dando la nota y no por reaccionar con violencia ante los malos resultados. Gaydamak tampoco es el propietario. El presidente israelí Reouven Rivlin es del Beitar, igual que Netanyahu y otros referentes históricos del partido Likud que gobierna el país. En 2016 destacó los esfuerzos de los dirigentes en “su lucha contra el racismo”. Aunque los cantos xenófobos se siguen escuchando en el estadio Teddy, con una capacidad para casi 32 mil personas.
Después de aquel gol “musulmán” de Sadayev repudiado por La Familia y el incendio de la sala de trofeos del club en 2013, hasta el propio Netanyahu se quejó de los violentos: “Le hago un llamado a los aficionados de Beitar y a los que no lo son a que denuncien estas acciones”, declaró. Años después, los ultras todavía son un problema. No alientan a la selección israelí porque incluye a jugadores de origen árabe. Los amenazan.
En Jerusalén, la cara opuesta de esta intolerancia expresada a través del fútbol, es el club Hapoel Katamon. Juega en la Liga Leumit –la segunda división israelí– y se fundó como una escisión del Hapoel Jerusalén FC, vinculado al laborismo. Hace de local en el mismo estadio Teddy que utiliza el Beitar. Su camiseta es roja y negra a rayas verticales. Los hinchas están integrados, no importa cuál sea su raza, religión o condición social. A los partidos suelen llevar imágenes del Che, Marx y Mahatma Gandhi. También la bandera multicolor de la comunidad LGBT.
Su proceso de integración y que sea una institución controlada por los socios y no un potentado, hizo que su caso traspasara las fronteras de Israel. Fue la primera que incluyó en el país a una mujer, Daphne Goldschmidt, como integrante de su comisión directiva. Por contrato, sus jugadores deben dedicar cuatro horas mensuales a cooperar en actividades sociales con los más pequeños. Es un club de puertas abiertas. La antípoda de lo que representa la Familia del Beitar. Nunca tuvo un futbolista árabe y cuando contrató a dos musulmanes, los hizo irse por la puerta de atrás.