La cuestión, tal vez, empezó con los Reyes Magos: tres personajes imaginarios, vestidos con trajes majestuosos que, una vez al año, bajaban a la tierra a traernos regalos a cambio de agua y un poco de pasto, repitiendo el ritual de oro, incienso y mirra.
O quizás con Santa Claus que, en mi infancia, pasaba las navidades en el hemisferio norte, tomando Coca Cola. Por acá teníamos al niñito Jesús, en su pesebre, pero no traía regalos.
Volvamos a los Reyes Magos. Durante el resto del año podíamos verlos –así nos decían- subidos a tres estrellas visibles en el cielo nocturno despejado de nubes. Nuestros mayores las señalaban y nos prometían recompensas si nos portábamos bien durante todo el año. Después, aprendimos que se trataba de Alnitak, Alnilam y Mintaka, estrellas que forman el cinturón de Orión, constelación bastante conocida por los especialistas en el tema, pero eso no viene a cuento.
Los Reyes Magos venían montando camellos y entraban a todas las casas para depositar regalos sobre los zapatos que dejábamos la noche anterior para que ellos pudieran identificar con rapidez al destinatario de cada paquete. A medida que los chicos íbamos preguntando sobre la factibilidad de que los Reyes recorrieran todas las casas de todas las ciudades y pueblos de todos los países de todo el mundo en una sola noche, las primeras respuestas eran de índole geográfica: en las regiones del este anochece antes que en América –casi todo ocurre antes en el este-, lo que seguía pareciendo forzado por lo exiguo del tiempo disponible. Cuando se agotaban todos los argumentos, la magia era la última explicación.
Mientras tanto, año tras año, la noche del cinco de enero, estirábamos la vigilia todo lo que podíamos ante la posibilidad de espiar la magia y terminábamos vencidos por el sueño.
A la mañana siguiente, el milagro ya había ocurrido: los paquetes descansaban sobre nuestros zapatos. Al abrirlos, con suerte, encontrábamos lo que esperábamos. En la duermevela, las imágenes de Melchor, Gaspar y Baltasar se adaptaban a la imaginación de cada uno.
Tal vez, siguió con el ratoncito Pérez, personaje que se llevaba nuestros dientes de leche -los que dejábamos cuidadosamente debajo de la almohada- a cambio de dinero.
En las dos situaciones, podemos identificar transacciones comerciales en las que una prestación –agua y pasto o dientes de leche- daba lugar a una contraprestación, en dinero o especie, magia de por medio. Quien resultaba más beneficiado con el intercambio, podía atribuirlo a su habilidad negociadora -confusa situación cuando la otra parte no es visible-, o al azar que, por definición, no se puede controlar.
Las mujeres, niñas entonces, nos sumergimos en historias en las que la magia, hada madrina mediante, permitía rescatar a la protagonista del cuento de un destino terrible. Sin embargo, si la magia venía de una bruja malvada, aparecía un príncipe azul en su caballo blanco para conjurar el hechizo y salvar a la frágil damisela de su funesto porvenir.
Consejos como: “Mejor estudiá, que con un título es más probable que consigas un trabajo estable e independencia económica”, vinieron años después.
Los pueblos antiguos también incursionaron en la magia para explicar lo desconocido. Los mitos y leyendas dieron tranquilidad a la gente describiendo el origen del mundo o del fuego, revelando qué ocurre con el alma de los muertos o descifrando de dónde surgen las tormentas o la primavera, siempre con la participación de algún personaje sobrenatural, dios o semidiós, daba igual.
La ciencia, después, despejó esas dudas pero los humanos, necesitados de creer en algo más, seguimos aferrados a las religiones en las que, con frecuencia, un mesías, iluminado o descendiente directo de algún ser superior e invisible, nos revela el camino y el modo de transitarlo.
El mesías, durante su breve paso por la tierra, también dejaba huellas de su poder milagroso, multiplicando la comida cuando escaseaba y hasta resucitando muertos.
Quienes no creen en deidad alguna quizás confíen en la suerte: evitan pasar debajo de las escaleras, no se casan ni se embarcan los martes o viernes 13 y esquivan los gatos negros, entre otras supersticiones.
Ahora que ya no creemos en Reyes Magos, ni en hadas, ni en profetas, ni en redentores; ahora, que ya no tenemos más dientes de leche para entregar, se multiplican las manifestaciones dirigidas al universo, confiando en que llegará, desde el cosmos, la materialización de nuestros deseos.
Y seguimos esperando que, milagrosamente, la versión contemporánea de la magia, encarnada en la mano invisible del mercado, intervenga en las transacciones comerciales para equilibrar la economía y redistribuir la riqueza cuando todo se está hundiendo.