El Estado de Derecha vive un momento de apogeo. No solo actúa. Quiere que le crean. En público el Gobierno sostiene que la Justicia es independiente. En privado sus funcionarios transmiten, bajo reserva de identidad, que están molestos con el momento y la forma de las últimas medidas judiciales. El momento: un procesamiento justo antes de que Cristina Fernández de Kirchner asumiera su banca en el Senado. La forma: ex secretarios de Estado detenidos de madrugada en su casa como si fueran prófugos.
Es de buena fe tener buena fe hacia la palabra del otro. Pero solo en principio, porque sería ingenuo no confrontar palabras con hechos.
El macrismo aprovechó con enorme astucia el acuerdo con Irán de 2013 y la muerte de Alberto Nisman en enero de 2015. Logró enlazar una cosa con otra y profundizar la fragilidad que ambos hechos le ocasionaron al gobierno anterior.
Aún hoy es difícil entender por qué apostó al acuerdo con Irán, quizás un daño autoinfligido, una política como CFK con sus antecedentes en el tema. Ella carecía de culpas que lavar. Desde la voladura de la AMIA en 1994 nunca se plegó a las causas armadas ni a las maniobras de inteligencia que arruinaron la investigación y esparcieron pistas falsas.
El acuerdo de 2013, además, atizó el fuego de los peores demonios. Facilitó la hostilidad de la ultraderecha israelí. Perjudicó las relaciones con Washington por un objetivo secundario, puesto que pelearse por el No al ALCA, por caso, había sido un objetivo primario. Enemistó de una vez y para siempre a la dirigencia conservadora de los judíos que reconocen pertenencia institucional. Y puso en pie de guerra a Jaime Stiuso, el jefe operativo de la Secretaría de Inteligencia que había comenzado su carrera en tiempos de Isabel Perón y conservó su puesto, contradictoriamente, desde 2003 hasta 2015.
Cuando Nisman murió los distintos aparatos estaban al acecho. Y actuaron. Solo debieron reforzar una articulación con sectores de la Justicia federal que venía desde el menemismo y una alianza con los grandes medios que les resultaba sencillo desplegar a fondo. Así capitalizaron el disgusto de franjas amplias de la población con el gobierno. Con lo bueno o con lo malo del gobierno, según el caso. La marcha de paraguas del 18-F, el 18 de febrero de 2015, fue una potente construcción opositora. Detrás de la consigna “Yo soy Nisman” el macrismo y el aparato de poder sintetizaron las distintas broncas y los diferentes miedos. Se sintieron fuertes en la calle y en la tele. Se probaron unos a otros.
El kirchnerismo subestimó esa potencia y giró solamente alrededor de su propia órbita, hasta perder las elecciones en la segunda vuelta del 22 de noviembre de 2015. Fue derrotado por poco. El porcentaje menor al 3 por ciento explica dos cosas. Una, que no había un rechazo masivo al intervencionismo estatal o la ampliación de derechos civiles. Tampoco un hastío del 80 por ciento de la sociedad contra un 20 por ciento minoritario. La otra cosa es clave: como ese rechazo no existía, el macrismo debía edificarlo una vez instalado en la Casa Rosada. En eso está hoy. Por eso en los dos años que se cumplen hoy judicializó la política, alentó la violación de la regla del debido proceso y buscó castigar con la excusa de su actuación frente al memorándum con Irán a Daniel Rafecas, un juez que investigó con eficacia desde la Ley Banelco hasta la represión del Cuerpo Uno de Ejército. Por ese proyecto refundacional es que el Gobierno impide ahora que ingresen al país economistas que jamás tiraron una piedra, criminaliza al ex canciller Héctor Timerman por una decisión política, transforma a la Prefectura en una patota que asesina chicos en la Patagonia y humilla a la Marina en el corazón de la defensa nacional: por vocación profesional y por el tipo de nave que tripula, un submarinista solo puede prevenir a la Nación de una agresión extranjera. Jamás atacará a un compatriota.
El Estado de Derecha está enamorado de sí mismo. Disfruta con el falso ejercicio de autoridad. Sobreactúa. Se ve hermoso y eterno. Confía demasiado en el espejo que él mismo diseñó.