Un día, para embromarlo, le pregunté:

--Che, Huguito, ¿vos dabas clase de Literatura española?

--No, boludo, estuve preso.

Y se reía con cara de Alberto Sordi, gastador y ganador.

Ése era un diálogo típico con Hugo Soriani, Huguito para mí, que acaba de morirse.

Hace millones de años, en el Pleistoceno, el diario empezó a publicar libros de grandes escritores. No recuerdo si fue idea suya, pero me acuerdo perfectamente de su descripción de cada obra y del entusiasmo que le daba enterarse de que eran cientos de miles los libros vendidos con Página, desparramados por todo el país.

La pregunta en cargada sobre sus clases de Literatura sirvió para redondear en mi cabeza quién era Hugo. O sea: de qué forma había tantos Hugos en uno.

Sus oficinas en los distintos lugares donde se asentó el diario eran siempre iguales. Prolijas, porque Huguito era un metódico obsesivo. Llenas de libros, de CDs, de fotos, de objetos ridículos y, en los últimos años, de una buena cafetera.

Ricardo Badía, viejo compañero de laburo nuestro en el diario y también compañero de secundaria de Hugo, no me va a dejar mentir. En esa oficina de gerente o de director, según las épocas, de golpe se paraba y saltaba como en la cancha, cantando bajito: “Somos del Vieytes/ la flor y nata/ plantamo fruta y enterramo la batata”. Se reía, porque el cantito mostraba a uno de los Hugos, y después te explicaba por qué sabía tanto del Siglo de Oro español, de Flaubert o de Maupassant.

--Lo único que nos dejaban entrar en la cárcel, cuando empezaron a permitirnos recibir libros, eran los clásicos --contaba.

Después de los libros vinieron los CDs:

--¿Viste? Te dije que con Pugliese íbamos a vender 73474, y mandé imprimir 73480. ¡Soy un capo! Me sobraron sólo seis y no perdimos un mango de costo.

Los CDs de Hugo fueron como los libros. No sé si el diario ganó guita, pero seguro fue una increíble herramienta de cultura popular. Si no pregúntenle a León Gieco, que volvió a llegar a todo el país con sus canciones viejas mientras seguía componiendo nuevas. De paso: qué relación la de León y Hugo… Siempre compinches. Debe ser por eso que León cantó en los 50 de Hugo, un fiestón por San Telmo. Antes había cantado Miguel Cantilo, que para nosotros, los veteranos, obviamente había sido uno de los de Pedro y Pablo.

Sordi Soriani buscaba darse todos los gustos. Ignoro si ya tenía ese carácter antes de ser uno de los presos políticos que pasó más tiempo en la cárcel de la historia argentina, pero todos los gustos incluían a Laura, a Joaquín, a Paula y a Jorge, a los amigos, al periodismo, a la música y al abrazo con las Madres y las Abuelas, que lo trataban como a un hijo. También entraban otras pasiones. Por River, por relatar y por la política.

En política no era un nostálgico. Tenía la dosis necesaria de realismo, lo cual no excluía otra dosis igual de voluntad, pero no era un tarado fuera de época. En todo caso podía ser nostálgico al encontrarse con los viejos compañeros de militancia, o con sus presitos, como les decía, pero, sobre todo en los últimos años, no confundía la construcción de poder con la melancolía.

Las conversaciones a solas eran tan enciclopédicas como íntimas. Los hombres somos medio tontos para eso. Las mujeres, creo, nos ganan por robo. Sin embargo con Hugo se daba otra cosa. Debía ser porque en el fondo ese turro full time tenía corazón. Seguramente, también, porque un conspirador bien formado como él nunca cruzaba información de otras personas ni ventilaba cuestiones de los demás cuando reconocía que el otro tampoco lo haría. Y entonces ese ejercicio, encima transitado durante años, creaba una confianza que no podía romper ningún chisporroteo ocasional.

Le interesaban los chismes políticos. Preguntaba hasta el último detalle, incluso de lo impublicable, para estar siempre al tanto de todo. Quería calar a los personajes, los conociera personalmente o no. Tenía calle y, pobre, porque no hay derecho a robarle tantos años de libertad a un ser humano, sospecho que paradójicamente parte de esa calle venía de la cárcel.

Los demás se enganchaban rápido con ese costado calador y cachador. Viajaba mucho a España pero siempre pensé que su lugar en el mundo, además de Buenos Aires, tenía que ser Nápoles. Se lo dije una vez a Cristina (la mía), que siempre se acuerda de Hugo jodiendo a lo tano en nuestra fiesta de casamiento.

Podía mantener un diálogo como el que sigue con un comisario de San Telmo al que nunca había visto antes. Resulta que en la puerta del diario, cuando estaba en Belgrano al 600, habían puesto un explosivo. Se acercó el policía y él lo atendió.

--Quédense tranquilos. –escuchó Hugo--. ¿Quiénes trabajan acá?

--Bueno, están Tiffenberg, Bruschtein, Granovsky…

--Uh, jefe, qué blanco para el fundamentalismo --le salió al comisario.

Y durante muchos años, antes del abrazo fuerte, el saludo de Hugo fue ése:

--¿Qué hacés, blanco del fundamentalismo?

Debe ser por tantas historias vividas y narradas que Hugo amaba las crónicas. Amaba escribirlas, y amaba leerlas. Las detectaba al toque en cualquier medio. Se ponía orgulloso cuando salían en Página y puteaba cuando no había ninguna.

A él y a Pancho Meritello les debo una de las coberturas más interesantes de mi vida.

--Che, Martín, se murió Fidel. –me dijo el 25 de noviembre de 2016--. Escribí.

Y yo escribí.

Después me llamó al celu.

--Te vas a La Habana.

--Mirá que ahí el wifi recién empieza, ¿eh?

--Ya te las vas a arreglar.

Como todo fue tan veloz, de nuestros bolsillos salieron el pasaje y la plata para los gastos. Pero la embajada cubana no daba visa periodística al minuto, como hacía falta. Le dije a Hugo que me iba igual y que, si me metían preso en el aeropuerto, ya que él tenía mucha experiencia en ese rubro por favor me sacara.

--Ni en pedo. Te dejo ahí.

Fue una semana cruzando la isla desde La Habana hasta Oriente para ver cómo un pueblo entero lloraba, sin ron ni son, porque se habían autoprohibido el alcohol y la música, frente al cortejo del líder que sabiamente sólo había dejado dos instrucciones: no ser recordado ni por monumentos ni por su nombre colocado en calles o pueblos, y ser enterrado en Santiago, en la otra punta de Cuba.

Por esa idea de Huguito, Página/12 fue el único diario del mundo que tuvo una cobertura día por día de la cureña con el ataúd de Fidel parando en todos los pueblos y en todas las plazas.

Cuando presentó las crónicas de su viejo y de la cárcel reunidas en el libro Las cartas del capitán, rodeado en el escenario por Taty Almeida, Norita Veiras, Miguel Rep, Eduardo Aliverti y, por supuesto, León, la llevé a mi vieja. Era mayo de 2023. Ella, que hoy tiene 97, se sentó en primera fila y observó cada detalle con su atención de siempre.

--¿Y mami? ¿Qué te pareció? --le pregunté después, hablándole de frente porque está un poquito sorda.

--Muy lindo, aunque no entendí todo –contestó burlándose de sí misma--. Pero lo que más me gustó fue lo que pasó antes.

--¿Antes qué cosa?

--Cuando esperábamos todos parados, antes de entrar a la sala. Qué lindo ver cómo se abrazaban. Se quieren mucho, ¿no?

No pude contestarle por la emoción.

Y sí, te quiero mucho, Huguito.