“Quiero dejar atrás este pequeño mundo restringido y llegar adonde todo sea simplemente perfecto”. La frase, sin autoría, estaba pintada en mi cuartito. James Dean me hablaba en sueños y me ofrecía vivir a toda velocidad. No lo conocía bien pero ya detestaba al Principito porque yo estaba destinado a ser un Roberto Arlt. “Sufrirás, sufrirás y de ese sufrimiento te levantarás y serás aún más fuerte”.
Una noche estando con Lucho, mi amigo de siempre, en el techo de mi casa fumando y mirando las estrellas, él habló: "Tenemos que hacer una música de acá”. Y yo le contesté: “No queda otra”, y como en un film de espartanos nos juramentamos.
Esa noche no pude dormir. A los dos días se votaba. Mi ventanita de claustro daba a otra, pasillo aéreo de por medio. Era una casa barco con escaleras que dividían un grupo de departamentos de otro. En la oscuridad tramaba cosas indefinibles con mi gato blanco encima. Enfrente, tres chicas prendían la luz y se desnudaban para cambiarse en un dormitorio sin cortinas. Al lado, una casada joven se me insinuaba y hasta se había hecho amiga de mi madre para poder entrar a mi casa. Yo lo advertía: tenía aceptación con las damas, pero estaba en otra cosa, era un místico que casi no hablaba. Cualquier romance me hubiese distraído de la tarea que me había empeñado en construir: algo propio, algo diferente, y las mujeres me harían perder la concentración.
Así de tonto era, así de extraño. Se empezó a hablar de mi presunta misoginia o algo peor: el secreto gusto por los hombres. Porque era el que no tenía novia, el errático, el que leía en la plaza, el raro. Nunca pude compatibilizar la sexualidad con el pensar profundo. Tal vez porque no me había enamorado nunca. No lo sé. Lo que sí entendí es que si me quedaba en esa no iba nunca a tener aventuras.
Entonces un día empecé y no me detuve, no tuve piedad por el corazón ajeno. Entraba, me paseaba por esos cuerpos femeninos para después irme sin saludar. Así, sin parar. También me junté con gente que andaba en ambientes turbios y como no me importaba nada, tampoco me importaría morir. De haber existidos las drogas seguro hubiese entrado en ellas. Pero era un pibe de barrio orgulloso de mi fortaleza y sospechoso de mi depresión.
“Tengo que rajar de acá, irme a Suecia”, me hablaba a mí mismo. “¿Cuándo se me va pasar esto?” me preguntaba porque estaba como embrujado y entendía que debía morir antes de los veinte. Un siquiatra me diagnosticó: "Sos un maníaco depresivo". Aquello me enojó. Categorías estúpidas dadas por gente estúpida. Yo debía saltar hacia adelante, a algún lado que ignoraba. Una tarde en que estaba en la casa de mis viejos y mi abuela estaba de visita, tuve una epifanía escuchando a Zappa. “Esto, esto que suena diferente , es lo que tenemos que hacer”. Lo busqué al Lucho y armamos un grupo. A los días se votaba.
Él no entendía mis letras pero hacía algo mejor que todo: me entendía a mí. Mi depresión se fue calmando porque sobre la Tierra yo empezaba a ser alguien con un proyecto a realizar. Un horizonte. Me olvidé de Suecia. Debía quedarme para combatir en algo. Luder, con su media sonrisa de señora, diagnosticaba la vuelta de Perón. Y Alfonsín, amplia sonrisa de viejito ganador. Y Allende que insistía en que no se vendía. Y los otros rejuntes de izquierdas, atractivos como Zamora, o Abelardo Ramos o Gregorio Flores, el del Viborazo. Pero representaban perder el voto. Estaba loco, aún tenía esperanzas pero no creía en ninguno. Y así empezó la cuenta regresiva hacia el futuro. Me acosté. Era octubre y un aroma de tilos llegaba desde el aire.
“El gobierno constitucional que asuma el 10 de diciembre de 1983 y pondrá fin a la última dictadura argentina, que había virtualmente colapsado luego de la guerra de las Malvinas del año anterior. Los comicios se realizarán bajo el texto constitucional de 1957, impuesto durante la dictadura militar autodenominada Revolución Libertadora, que establecía el sufragio indirecto y un mandato presidencial de seis años sin posibilidad de reelección inmediata”.
Yo leía una página de diario de una semana atrás dejado por mi madre para que me informara. Era como si los hechos ocurrieran lejos, en la dimensión desconocida. Los grupos beligerantes habían sido derrotados. Millares de compatriotas sin armamento elegidos al azar o a sabiendas de que eran un peligro para los milicos habían regado con sangre el país. Yo lo sabía, sabía de eso. Me habían informado bien en la época en que salir a la calle era quizás no regresar. Mi temor se disfrazaba de sosiego. Habían estado asesinando y el voto detenía aquello. Debía hacerlo. Mágicamente elucubraba que con un sobre pararía una bala y la tortura. Me sentí pobremente alegre, consternado de caminar sobre las mismas calles donde se habían llevado inocentes.
-Sí, eso ya lo sabemos -me murmuraba Lucho-. Por eso tenés que quedarte, no irte a Suecia, tenemos que vengarnos haciendo música.
Pensé en el siquiatra… ¿Y si tuviera razón? ¿Y yo no era más que un Rufián Melancólico? ¿Un pobre jovencito entusiasta y depresivo que añoraba lo que nunca tuvo?
En la peatonal San Martín habían pintado el nombre de un amigo de la infancia acusado de torturar. Yo caminé sobre él con una pena profunda. En la esquina me esperaban Lucho con el baterista y un cantante.
-Eu ¿qué te pasa? -me preguntaron. Estaba tan serio como un finado.
-Éste es así –arremetió Lucho encendiendo un Pall Mall-. Es loco pero escribe bien. En cuantito empecemos a ensayar se le pasa.
Abajo resonó la sirena de una barcaza pidiendo entrada. La luna era una cimitarra de oro. James Dean y Arlt entrarían conmigo a votar. Morir joven pero dejar un legado escrito. La apuesta al Joker que sale del mazo para salvarnos.
-La venganza tiene muchas formas, pero se la amasa con sangre -declaré al grupo. Y fue el primer tema que compusimos. “La amenaza de vivir” lo bautizamos.
Justo un día antes de nuestro primer voto.