En el invierno de 1978, tras dos días de ayuno y trance místico, los miembros de la comunidad mapuche de Lonco Luan, un paraje aislado de la estepa neuquina, acabaron a hachazos tres niños e hirieron de gravedad a una mujer y un adolescente. Inficionados por la adopción de un culto pentecostal que menoscababa su identidad étnica, fueron arrebatados por un terror apocalíptico en el que veían a los niños como engendros demoníacos; solo un sacrificio los exorcisaría. En el juicio que siguió se determinó que en aquella encrucijada trágica habían actuado un ritual de purificación orientados por el ensamblaje de creencias que exculpaban sus actos, producidos en un estado de enajenación colectiva. Fueron absueltos.

Uno de los peritos había sido el Dr. Fernando Pagés Larraya, creador de la Psiquiatría Transcultural, cuya opinión fue central para matizar el discurso jurídico con consideraciones sobre la peculiaridad étnica que modificaban el sentido de la acción criminal. No era nada nuevo para él: desde hacía una década orientaba sus investigaciones sobre la locura desde una perspectiva antropológica.

Nacido en Mendoza en 1923, doctorado en el ‘50 bajo la orientación de Bernardo Houssay, había realizado especializaciones en EEUU, Italia, Alemania y Francia. Acicateado por interrogaciones filosóficas frecuentó en Friburgo, por la misma época que el joven Foucault, a Ludwig Binswanger, el discípulo de Freud, Husserl y Heidegger. Fue una epifanía. Que, ciertamente, lo impulsará el resto de su vida a realizar un recorrido de cuatro décadas en busca de una verdad ya no sobre el otro sino sobre sí mismo.

Tras aquella experiencia publicó La larga noche de la Araucanía, que, como todos sus libros, está armado con textos en palimpsesto en los que sus crónicas psiquiátricas aparecen intervenidas por infinitas citas eruditas que le aportan densidad teórica y cierta dificultad conceptual procedente de la mezcla de registros. Pues el lenguaje heideggeriano (“El manierismo en el que trato de ocultar una tenaz melancolía caracteriza toda mi obra”, confiesa), convive con el tono neutro de las taxonomías psiquiátricas a las que cuestiona mediante las voces de alienados, chamanes y profetas indígenas que recupera en los manicomios, a los que devuelve estatuto de sujetos portadores de verdad.

Tras largos años de convivencia con mapuches en Malargüe, sostiene, “su cultura se había erigido como un conjuro de lo extraño. Su pitagorismo exagerado y obsesivo, sus ceremonias de ruego y de retorno, la suma trágica de pasiones y su exilio final, fueron para mí una fuerza incontenible de revelación”. Para Pagés la concepción del mundo de los indígenas requiere una revisión de las categorías con que se piensa su existencia -y la nuestra. Su etnografía le muestra que faltan -o, más bien, fallan- los nombres provistos por lenguas alógenas para decir su singularidad. Las “vivencias delirantes primarias”, contrariamente a la psiquiatría usual, son para él fuente de revelaciones metafísicas. Por ende, el viaje etnográfico es “una escondida búsqueda de lo absoluto”.

En su revisión de las fuentes históricas puntúa “la épica dolorosa de la Araucanía tras siglos de resistencia a la occidentalización, a la sumersión en la cultura de la muerte de dios”. La “intersubjetividad trascendental” a la que accede el etnógrafo en el encuentro con ese doblemente otro -indio y loco-, rompe el solipsismo que lo blinda y le abre la opción de asomarse a un tipo de pensamiento mítico primordial. “La insondable perplejidad se conjura con la repetición cosmogónica, un rito que nos preserva de la nihilización total y presenta la realidad como ensueño”.

Según Pagés “existe en las culturas un momento en que se derrumban los mitos, en que las deidades en éxodo se vuelven lejanas, perversas, y advenedizas, se exilian o silencian, tornándose enigmáticas o despiadadas. El orden se quebranta y por sus resquicios penetra lo extraño, aquello que contradice el universo mítico”. Es este momento. A la antropología le cabe, entonces, el rol de despejar un saber perdido. “La antropología no es el encuentro con la alteridad radical sino un diálogo con lo arcaico”.

“Hace diez años en Lonco Luan escuché en la voz apagada y estremecida de la anciana mapuche Juana Oses la palabra perimontun”. Esa iluminación mística en sueños, locura iniciática que decide la unción de una machi, le indica el camino hacia una teología mapuche hilvanada en conversaciones con informantes psiquiatrizados. Los diversos estadios del alma y el cuerpo, el mesianismo político de figuras como Manuel Aburto Panguilef, la conciencia mítica del sueño, que es oracular y alienta milagros, alumbra para Pagés la existencia de un “inconsciente cultural guardado en el lenguaje”.

En su periplo entrevista a una decena de machis que le narran sus ficciones: “estoy muerta, soy la fotografía de un perro negro”; “no soy un indio mapuche de mierda; soy un indio mapuche de mirada paranoica”; “Yo le escribo muerte en la oreja y usted muere”; “yo imito a dios y soy dios, escribía banco y era banco”. La deshojada cultura araucana “nos ofrece un cortejo de ceremonias arcaicas a veces de apretados sincretismos para restaurar el tiempo y el espacio míticos frente a la agresión de lo insólito y desmundanizante”.

Pero no era esta su primera experiencia etnográfico-psiquiátrica. En 1967 había publicado La esquizofrenia en tierras de aymaras y quechuas, en el que recogía la crónica de sus pesquisas en Bolivia y Perú, donde entre atmósferas entre mágicas y pesadillescas describe encuentros con locos notables. Su hipótesis de trabajo es el choque cultural. La alquimia de la aculturación arroja un residuo: el loco, cuyo estudio demarca el momento de quiebre en el que aflora el verdadero rostro de una cultura. En sus locos registra glosolalias provenientes de lenguas indígenas injuriadas por el español, alucinaciones matemáticas desquiciadas o relatos de daños -como el del cuidador de las ruinas de Tiahuanaco, víctima del “susto”-, amenizados por historias de sapos que leen, cabezas flotantes, o las ruinas mentales de un pastor evangélico. Continúan la saga de locos, posesos y herejes yacentes en los anales de la Inquisición, como Ángela Carranza -una monja que en la Córdoba del siglo XVII jugaba a las bolitas con el niño Jesús mientras el demonio le hacía parir perritos-, cuyos 543 cuadernos con sus revelaciones fueron quemados en la hoguera. O como el padre Castroví, cuya “locura era callar”, que volvió loco al cura que lo cuidaba y a quien la tortura no logró “curar”.

Pero su trabajo de mayor enjundia lo constituyen los cuatro gruesos volúmenes de Lo irracional en la Cultura, que testimonian una década de trabajo en el Gran Chaco con indígenas chulupíes, chorotes, matacos, mocovíes, pilagás, tobas, maka, maskoy, chamacocos y moro-ayoreos, en un recorrido que abarca misiones menonitas, evangélicas, anglicanas, ingenios, prisiones, y simples aldeas. Con una impresionante puesta a punto bibliográfica censa alienados no recluidos sino integrados en las comunidades. Uno de sus casos más notables es el de Felipe José, un chamán al que, tras una pelea, decidieron dar muerte. Quemado su rancho, al retirarse sus enemigos vieron que él, vivo, invulnerable, los miraba con una sonrisa sardónica. En su testimonio refiere su iniciación al consumir cebil, un alucinógeno de uso ritual que le dio “la mirada”: la potestad de curar con solo ver, ayudado por espíritus auxiliares. Pagés anota diversos rituales a los que asistió, como un enterramiento en el que se introducen piedras calientes en el cadáver y se sacrifica un perro al que se da de comer carne del muerto; ritos de pasaje a la pubertad, o juegos litúrgicos que enmascaran bajo nuevas identidades religiosas, sobre todo evangélicas, las antiguas divinidades arcaicas. Otro de sus personajes es “el chamán llamado Juanita”, una travesti que según un informante “al nacer se le apareció una anciana famosa por sus poderes y de ella obtuvo su nombre y destino”. Es que, según el mataco, “uno nace como cualquier cosa, animal, hombre o doncella”, y una revelación marca su identidad.

Su otro gran libro, Barroco Africano, concluido en su casa de Tigre en 1994, muestra no solo su asunción de la cuestión de la negritud sino, y sobre todo, del punto donde “ha terminado el tiempo del analista cristalizado en su propia objetividad; el autor es atrapado en la telaraña que él mismo teje y en la que es devorado. El narrador es el personaje de un Auto de Fe en el que empeña su vida”. La Esfinge Africana, postula, hace de la locura ontológica la marca de la caída mítica.

Demiurgo en el exilio, el ser humano es apenas un mensajero críptico. Esta vez, será en New Orleans, Haití, Salvador Bahía, Senegal, Congo y Nigeria donde el discurso psicótico arquetípico le será revelado como un “oficio de tinieblas”. Pero el “álgebra sagrada” que vislumbra en la visita a un anciano sacerdote de Ifé, que le instruye sobre los sistemas retóricos sagrados, “no alcanza a conjurar nuestra penumbrosa intuición de que sus dioses lo habían abandonado”. En Puerto Prìncipe visita a Louis Price Mars, el psiquiatra que inició los estudios sobre el vudú, que había visto a genios carcomidos por la duda, como Alfred Metraux, sucumbir ante el enigma sagrado sin descifrarlo. Su peregrinación mística es alucinatoria: cementerios, santuarios, deidades vernáculas como Erzulia y Pethro, historias de zombies y agentes del Tonton Macoute, lo someten a un vértigo incontrolable. Incluso es conducido contra su voluntad a un ritual horroroso que “hizo penar mi soberbia y me brindó la experiencia del pavor de lo Santo”. Y en Salvador fue asaltado, y, despojado de todo, vivió como vagabundo en Pelourinho, donde conoció a toda la fauna de locos, dioses caídos del candomblé en ruinas, en los que descubrió “la ironía palpitante que se burla de los sistemas del mundo de los sabios y demiurgos”. Poco antes del fin, Pagés Larraya había encontrado su destino.