“Dime, ¿qué piensas hacer/ con tu única, salvaje/ preciosa vida?”. El epígrafe de la poeta norteamericana Mary Oliver produce estallidos de baja intensidad en la vida de las protagonistas de No a mucha gente le gusta esta tranquilidad (Literatura Random House), notable libro de cuentos de la escritora cordobesa María Teresa Andruetto por el modo en que posa la mirada en gestos y pliegues, en lo mínimo y casi escamoteado que otras escritoras descartarían por insignificante. O porque no pueden ver en profundidad el abismo que hay en cada ser humano. Una mujer compleja, con una vida errada, es destruida por el alcoholismo. Gina, el personaje principal del primer relato llegó a Camilo Aldao, “chato y pequeño”, desde Italia, después de la Segunda Guerra Mundial. La narradora conjetura que esa enfermera que fumaba muchísimo y andaba con su motoneta Siam estaba secretamente enamorada de su padre. “Aunque nunca supe que tuviera amores con mujeres (en el pueblo y en aquel tiempo, hubiera sido un escándalo) tenía apariencia masculina para las costumbres de la época, muy delgada, la piel curtida, la cara con arrugas profundas (…), sin curvas, sin pechos, vestida siempre con pantalones y pulóveres color gris pleno o negro o gris jaspeado, el pelo a lo varón, oscuro y después, gris, virando hacia el plateado, luego pronto ya con canas hasta volverse totalmente blanco”. ¿Qué pasa con aquellas criaturas que no encajan en el tiempo y el lugar en el que viven?
El no encajar o amoldarse a las expectativas de los otros, la incomodidad con el origen o la pregunta filosa de dónde se viene y hacia dónde se va, los recuerdos que permanecen como un tatuaje en la piel, los encuentros y desencuentros en medio del terror de la dictadura cívico militar, son algunos de los aspectos que atraviesan los ocho cuentos de No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, título que tomó prestado de una frase del narrador irlandés John McGahern. El viejo de la “Lección de piano”, que nació en un pueblo de Polonia y tocaba el piano, a partir de la visita de un joven que se encargará de arreglarle la banda ancha, recordará a quien fue su gran amor. “Alguien le había dicho al viejo que el recuerdo es como un perro que se acuesta donde quiere, tal vez por eso regresaban a su memoria palabras y gestos vivos de su mujer, también asuntos de familia, dos hermanos del padre exterminados, dos entre seis millones; llevaba consigo a esos desconocidos y llevaba entera, completa, la vida de ella”.
Disimular la ausencia o hacer de cuenta que la vida continúa como si nada hubiera pasado. Eso es lo que hace Beatriz Estela, luego de la muerte de su hermana, en la casa de campo donde vive junto a su hermano. “Vivir no es fácil, ni siquiera en el campo, le había dicho Beatriz Estela a su prima, ni siquiera en la tranquilidad de la vida que llevamos, se sigue haciendo lo de siempre por comodidad, por costumbre, hasta que la luz cruda, directa, hace ver lo que ya no se puede negar, eso que nace de la desesperación”, se lee en el cuento que da título al libro. Esa desesperación –que podría estar en mayor o menor medida en todos los relatos– nunca llega al grito extremo y demencial; es apenas un “leve trueno”.
“La soledad, lo no dicho, algo del orden del fracaso o de no vivir de acuerdo a los deseos, algo de la vida que ya está, aparece en estos cuentos –reconoce la autora de memorables novelas como Lengua madre y La mujer en cuestión en la entrevista con PáginaI12–. Primero tuve la idea de hacer una serie de cuentos de mujeres atípicas. Cada cuento lo escribí bastante rápido, pero con tiempos entre uno y otro. Entré como en una zona de fracasos; una cosa así. Son cuentos que escribí en los últimos dos años. Tengo 63 y creo que en la crisis de los 60, que ya me acomodé, uno siente que pasa a otro estadio. En estos años fui abuela, acompañé a mi mamá en su demencia senil, ella murió hace dos meses. Todas estas cosas que han pasado en ese tiempo yo siento que tienen que ver con la curva de los sesenta; es el ingreso a la tercera edad. Algo de la perspectiva de la vida me parece que cambió”.
–¿El personaje de Gina del cuento homónimo existió o existe?
–Todos me preguntan lo mismo (risas). Algunos datos de Gina son de una mujer que conocí, una amiga de casa. Pero la historia de que estaba enamorada de mi papá no es cierta. Lo que tiene es algo del aspecto físico y el hecho de que era alcohólica. El modo en que tomaba sí está alimentado por la realidad. Todos los cuentos tienen algún alimento en lo real, que es como escribo. Pero no es una ficcionalización de la propia vida ni de la vida de unas personas. No es una escritura del “yo”. Pero siempre hay un disparador en la realidad. Yo entiendo el imaginario como un vuelo bajo que parte de lo real y se eleva un poquito, pero no se aleja demasiado de la experiencia. Hay algo de la experiencia que atraviesa los cuentos. A veces algo del paisaje que conozco se mezcla con el recuerdo de alguien de otro contexto; se hace como una cocción de cosas diversas. Me gusta esa observación intensa de la experiencia, de lo real. Siempre lo real entrecomillas. Yo no me documento para escribir; es la propia vida, lo que uno ha visto, lo que va entrando como “documentación” a la que uno recurre. No es que voy a ver las casas de campo o cómo habla una mujer alcohólica. Me acuerdo de una alcohólica que conocí y de otras que vi.
–“Contar la historia de uno es contar la historia de todos”, se dice en el cuento “La parisina”. ¿Coincide?
–Sí, pero no en un sentido pleno. Tiene que ver con esa idea que me atraviesa, que en lo pequeño está lo macro; entonces algo de lo social y de la época está en cada uno de nosotros con infinitos matices que la vida pone.
–En ese contar la historia de uno que es contar la historia de todos, ¿se juega un sentido político de la literatura?
–Sí, en un sentido dialéctico: lo de uno es de todos y lo de todos de algún modo se refracta en cada uno. Lo verdaderamente político estaría dado en que algo del orden de lo particular nos haga pensar en lo de todos: algo de lo privado nos lleve a lo público y lo público atraviese lo privado. Cuando uno dice lo público, no está sólo hablando de cuestiones políticas, sino de las condiciones de la mujer en una época, las condiciones geográficas, los modos de la vida privada y todas las teorías sobre el amor o el desamor.
–¿Qué pasa con el silencio en los cuentos de No a mucha gente le gusta esta tranquilidad?
–Son cuentos muy atravesados por el silencio. Uno podría decir que hay silencios creativos y silencios oclusivos. Me parece que algunos cuentos transitan por un silencio oclusivo. En la poesía uno busca ese silencio creativo más abierto a lo que el otro pueda poner. Si uno genera en la escritura el suficiente silencio, permite el ingreso del otro. Hay un silencio oclusivo en algunos personajes, en el sentido de lo callado que no deja ser. He vuelto mucho a todo lo que no decíamos en el cuento “La parisina”; ellos se van en un crucero, se supone que se van de viaje, pero también se van huyendo y jugando a ser otra cosa y hacer otra cosa. Todas esas dobles cosas a la que un momento político adverso obliga.
–En la mayoría de sus narraciones, ya sean cuentos o novelas, siempre aparecen las secuelas de la dictadura en la atmósfera, ¿no?
–Sí, es cierto, pero aparece como al pasar. Tengo varios amigos que se fueron al exilio y que se están volviendo ahora viejos a terminar su vida acá. Tal vez el cuento “La parisina” entra un poco en este tema. Sí, son las marcas de la época en el después. No hay una cuestión programática. Ni siquiera lo hubo en las novelas donde esas marcas eran más fuertes. Pero las marcas del pasado aparecen en las vidas de las personas de mi generación. Mirando lo pequeño aparece lo macro. No es que yo digo: “voy a escribir sobre cómo marcó la dictadura a la gente de mi generación”. No es eso. La gente que tiene mi edad y un poco más a casi todos les ha pasado algo en relación con la dictadura. Hay secuelas.
–¿Cómo ve este último libro de cuentos respecto del anterior: Cacería?
–Son cuentos de distintos momentos de la vida. Me parece que ahora hay una mirada más piadosa y comprensiva con las frustraciones de los otros. Los cuentos de Cacería son de una mujer joven más furiosa con la vida, si se quiere. En cambio en No a mucha gente… aparece algo de la piedad, de la comprensión y la resignación. Yo sentí que miraba como miro mi propia vida: la vida ya está hecha, puedo seguir más o menos tiempo en algunas direcciones, pero si uno mira hacia atrás las grandes decisiones ya han sido tomadas. La de los personajes y las mías también. Ahora tengo una mirada menos enjuiciadora de los personajes y me parece que los personajes son también más resignados. Más perdedores. Como si ya no hubiera tiempo de hacer otra cosa.
–¿Cuándo no funciona un cuento para usted?
–Cuando se extiende demasiado y no anuda la tensión en un núcleo. Todo lo demás se puede arreglar, pero si no está bien esa tensión el cuento no funciona. A veces me ha pasado que no encuentro el narrador adecuado. En “Gina” lo encontré enseguida porque sería muy distinto ese cuento contado por un narrador en tercera.
–¿Qué hay detrás de la aparente tranquilidad?
–Están los tormentos de la vida. Si uno mira en profundidad, cada vida tiene todo, viva donde viva. El tema es que hay que mirar en esa profundidad, porque a veces hay una visión idealizada de los lugares campestres o un poco prejuiciosa o estereotipada de la vida en provincia. Yo soy una intensa lectora de escritores de provincia, escritores de esa generación pos Borges como (Daniel) Moyano, (Antonio) Di Benedetto, (Haroldo) Conti, (Héctor) Tizón, (Libertad) Demitrópulos y (Juan José) Hernández. Que son los escritores que al final terminaron haciendo un corte de manga al costumbrismo provinciano porque hablan de las provincias, pero van a un lugar profundo. Mirado atentamente, nadie es tranquilo y ninguna vida es anodina.
–Mirado de cerca, nadie es normal...
–Exacto; es esa la idea. A la hora de escribir, siempre me interesó la fisura, ese lugar de lo pequeño y cómo lo macro marca lo pequeño, las vidas comunes. Nunca me interesó lo heroico ni lo épico en la construcción de los personajes. Incluso en La mujer en cuestión, que podía ser la novela donde más estaba ese riesgo, traté de que ella no fuera la heroína, sino que tuviera contradicciones. Una de las cosas que más me interesa es mirar desde distintos ángulos.
Hay que ver cómo sonríe la “Tere”, como le dicen en Córdoba amigos, lectores y periodistas, apócope que expresa una combinación de admiración y cariño que despierta la escritora. Tiene una sonrisa que abraza, pero un chispazo de tristeza se posa en la mirada cuando se refiere a su último libro de poemas, el bellísimo Cleofé, publicado por esa gran editorial independiente cordobesa que es Caballo Negro. “Cleofé es el nombre de mi madre, que es el nombre de una de las mujeres que envolvió el cuerpo de Cristo. Es rarísimo; yo no sé qué le dio a mi abuela, que era colchonera y pobre, por ponerle ese nombre a mamá”, explica Andruetto. “Una mitad del libro se llama ‘Mujer colgada al cuello’ –por el verso de Sharon Olds en el que dice que “cada/ madre/ lleva una mujer colgada al cuello”– porque tiene que ver con poemas vinculados con las distintas formas de la maternidad. La otra mitad se llama ‘Conversaciones con mi madre’ y son poemas hechos a partir de las conversaciones con mi mamá cuando ya tenía demencia senil”.
–¿Cómo fueron esas conversaciones?
–Ella estuvo como cinco años con demencia senil. Hay mucho de su palabra editada, corregida, en los poemas. Ella no se reconocía a sí misma y no me reconocía a mí como su hija. Le gustaba verme y me decía que era la más buena de todas las mujeres que la cuidaban. En algún momento empezó a olvidar que estuvo casada y que tuvo hijos… Ella me contó de una situación de maltrato que vivió con un hermano veinte años más grande que ella que me sorprendió. Mi madre me decía: “no quería casarme y no me casé”. Y decía que ser madre no es tan bueno; cosas así (risas).