Hace 30 años vivía en el séptimo piso, sin ascensor, en un complejo de tres torres. Quedaba al costado del ferrocarril de Ostia, un barrio satélite de Roma, a unos 27 kilómetros sobre la costa del mar Mediterráneo.

Ostia se hizo tristemente famoso porque fue allí, en una de sus villas, donde asesinaron en 1975 a Pier Paolo Pasolini, el poeta de la clase obrera.

En 1995, el barrio ya era tan grande que, si hubiera sido una ciudad independiente, habría sido la séptima de Italia en cantidad de habitantes. Era —y sigue siendo— un lugar con zonas controladas por mafias de distintas regiones del país. Una tierra de nadie, de donde sale mucha mano de obra desocupada para alimentar esas economías criminales. Algo de eso aparece contado en Suburra.

Con Tatiana, vivimos juntos desde aquel concierto de la Banda Bassotti en el muelle de Ostia, en 1992, en el que ella y yo, que había ido a armar el escenario, nos enamoramos. Tenía 17 años y me había ido hacía unos meses de mi casa materna. Ella, de 24, estaba recién divorciada. Con 4 años, Tatiana fue una de las 750 personas que, tras el golpe de Estado en Chile, buscaron refugio en la embajada italiana de Santiago. Para entrar, tuvieron que saltar el muro perimetral; la embajada estaba cerrada por el quiebre de las relaciones diplomáticas, y el único funcionario que los amparó fue Enrico Calamai. El mismo que ayudó a más de 500 argentinos a huir de la dictadura en 1976, entre ellos a mi vieja y a mí.

Ambos crecimos en el exilio, entre marchas, reuniones y la locura de nuestros padres por volver a un lugar que nosotros no conocíamos. Pertenecer a una identidad migrante fue no sentirse de ningún lado. Desde chiquitos, sin saberlo, habíamos sido compañeros y, desde chiquitos, como si fuera un legado familiar, fuimos militantes.

Militamos en los restos de Autonomía Operaia, luego de su disolución, en colectivos territoriales que construían espacios contrahegemónicos y contraculturales en la ciudad, ocupando edificios abandonados: los centri sociali.

En Ostia habíamos ocupado un viejo mercado y creado el Spaziokamino, donde, además de organizar actividades deportivas, recitales y talleres, funcionaban colectivos feministas y se atendían problemáticas del territorio. La organización era totalmente horizontal, todo se decidía en asamblea.

Con la caída del Muro de Berlín y el nuevo orden mundial, Italia empezó a recibir oleadas masivas de migrantes. Primero albaneses, luego rumanos, polacos, tunecinos, marroquíes, peruanos, ecuatorianos y también de África subsahariana. Muchos no tenían a dónde ir ni quién los ayudara. Empezaron a acercarse.

Con ellos ocupamos un viejo complejo hotelero abandonado frente a la playa. En la capilla armamos un centro social y en las habitaciones empezamos a alojar migrantes. Como la necesidad no dejaba de crecer, organizamos también la toma de tres torres de siete pisos, con la obra a medio terminar. Era 1993. Logramos organizar a 365 familias de todo el mundo y ocupamos las torres. A cada familia le tocaba una habitación con baño. A Tatiana y a mí, por ser jóvenes, nos tocó un cuarto en el séptimo piso.

La vista desde allí era maravillosa: el bosque inmenso de pinos por un lado y el mar al fondo, visible detrás de los monoblocks.


Fueron años intensos de militancia. La participación activa era obligatoria: cada familia debía aportar al menos una persona para las asambleas, los piquetes en la entrada del predio —contra la policía o las patotas fascistas— y las marchas de la organización. Fue duro. El narco intentaba infiltrarse, pero teníamos pocas reglas, claras y firmes: participación política sin excepciones; expulsión inmediata ante cualquier situación de violencia de género; y prohibición absoluta de la venta de drogas duras, especialmente heroína.

Tuvimos que dar peleas difíciles: echar a algunos, incorporar a otros. Gestionar conflictos culturales, especialmente entre la comunidad musulmana y los italianos. Todo se discutía en asamblea, fieles a la horizontalidad y a nuestra herencia del obrerismo italiano.

En los espacios comunes se armó una mezquita, un bar, una biblioteca popular y un gimnasio de boxeo.

Cuando me separé de Tatiana, llegó la depresión. Estaba desempleado. Quienes me tendieron una mano fueron una familia de uruguayos, peruanos y argentinos que vivían en la ocupación. Se dedicaban a robar y a vender marihuana y hachís. Al principio nos juntábamos los domingos a comer asado. Cuando me quedé solo, los empecé a frecuentar más. E inevitablemente terminé trabajando con ellos.

Un día me rescaté. Me fui de Ostia. Empecé a trabajar de día en una obra y de noche en un hotel. Fui ahorrando hasta que me pude comprar un pasaje para viajar a la Argentina. Era 1998.

Hacía ocho años que no venía al país. No veía a mi familia desde entonces. Había aprendido a quererlos desde lejos, desde el exilio. Como siempre, el reencuentro fue lindo y raro a la vez. Una cotidianeidad que nunca había cultivado.

Fui a Valeria del Mar a visitar a unos tíos. Se cumplía un año del asesinato de José Luis Cabezas. Pinamar me quedaba cerca, fui a la marcha. Allí me acerqué a la columna de H.I.J.O.S., hablé con varios y, entre ellos, con Eduardo Nachman. Me dijo que me acercara a Familiares, tal día a tal hora. Tiempo después, lo encontré ahí y le conté que quería armar la regional en Roma. Me dijo que ya estaban en eso las hermanas Karakachoff y los Santucho.

Al volver a Roma los busqué. Me reuní con Camilo y decidimos convocar a todo hijo de desaparecido, preso político y exiliado que pudiéramos contactar. Le pedí a mi vieja que me diera los teléfonos de cada exiliado con hijos que conociera. Convocamos una reunión en el Corto Circuito, un centro sociale en el barrio de Cinecittà que había sufrido un atentado en el que había muerto quemado vivo Auro Bruni, un pibe de 19 años de origen eritreo.

Esa noche llegamos con más dudas que certezas. Pero cuando empezamos a hablar (hablábamos una mezcla de italiano y español), a compartir de dónde veníamos, a descubrir que habíamos jugado de chicos y que muchos habíamos compartido la pensione Claudia, donde la Cruz Roja nos había alojado al llegar a Italia, que habíamos jugado en las reuniones del CAFRA y en las calles cuando nuestros viejos vendían patitos, títeres (éramos manteros), quiénes eran nuestros viejos, cómo habíamos crecido, algo se encendió. Una hermandad que iba más allá de “lo político”.

Empezamos a juntarnos todas las semanas, estudiamos el rol de los italianos en la dictadura, las empresas italianas, el Vaticano. Tratamos en vano de organizar el escrache a Pío Laghi, nuncio apostólico que jugaba al tenis con Massera.

El 16 de octubre, el juez español Baltasar Garzón ordenó el arresto de Augusto Pinochet, que se encontraba en Londres. Nos movilizamos junto a colectivos de chilenos y grupos solidarios. Veíamos la posibilidad de encontrar una forma de justicia frente a tanta impunidad.

Luego viajaron algunos compañeros desde Buenos Aires: Gaby, Verito, Charly, el Tano, la Tuta. Nunca antes nos habíamos visto, pero era como si nos conociéramos de toda la vida. Organizamos una gira de charlas en espacios de la izquierda italiana. Coincidimos, además, en un congreso de organismos de derechos humanos de todo el mundo, en Berlín. Íbamos por tres días; yo me quedé tres años, pero esa es otra historia.

En 2003 volví a la Argentina por un tiempo. Milité en H.I.J.O.S. Capital y sentí que, de algún modo, la herida del exilio se cerraba.

Ese año se logró la nulidad de las leyes que garantizaban la impunidad. Cambió el paradigma: los milicos ya no solo tenían que enfrentar la condena social, ahora los juzgaría un tribunal. Cárcel común era lo que les esperaba.

Una noche, en la marcha de la resistencia, los organismos fuimos convocados por el presidente Néstor Kirchner a la Casa Rosada. Subimos con muchos reclamos. Alguien le pidió que la ESMA debía ser destinada a museo del terrorismo de Estado. Era diciembre de 2003. A los pocos meses, el 24 de marzo, la ESMA fue devuelta al pueblo y el presidente pidió perdón en nombre del Estado argentino.


Nos sentimos en una revolución. Tanta lucha de las Madres, de las Abuelas, de los HIJOS... en fin, en parte se cumplía el reclamo de juicio y castigo. Faltaba mucho para el país para todos, pero eran pasos gigantes.

H.I.J.O.S. era mi familia, mis hermanos y hermanas. Ese sentimiento, que nació en las calles, en las asambleas, en los abrazos después de una marcha, de un escrache, sigue vivo en mí.

El 14 de abril de 1995 surgió la agrupación H.I.J.O.S. Esa fecha me encontró lejos, en una periferia europea multicultural.

Ahora cumple 30 años. Luego de varias idas y venidas, en 2013 me establecí en Argentina. Milité en la agrupación hasta 2019, y el vínculo con esa familia política sigue siendo fuerte. Y aunque las diferencias, los choques, los silencios y las distancias puedan habernos marcado, lo que nos une sigue siendo más grande.

H.I.J.O.S. es, y seguirá siendo, una red que trasciende la organización y el tiempo, y que se nutre de cada historia compartida. Porque, al final, hay algo que permanece: la memoria colectiva, la reivindicación de la lucha por un país para todos. Y eso, en definitiva, nos hace más hermanos que nunca.