Horas de estudio. Prolongadas y concienzudas clases. Más cientos de exposiciones y conferencias académicas. Todo en vano. La perplejidad se transforma en pesar. Las certezas y el rigor “científico universal” se desvanecen como le pasa a un niño que pretende sujetar arena entre sus puños: aprieta fuerte, pero inexorablemente los granitos se van cayendo. Imaginemos una vela que al llegar a su extinción pide a gritos ayuda, presume que su luz se transformará en recuerdo efímero de una finitud que conmueve. Algunos recorren bibliotecas, páginas web, tratando de buscar similitudes. Algo que les permita trazar una guía. Por la contundencia descubren que en una oportunidad una lluvia de meteoritos, de luces brillantes, casi escandalosamente atractivas, iluminó el firmamento y tuvieron un impacto mundial similar al hoy. Se refieren a “El día de los trífidos”, la genial obra de ciencia ficción de John Wyndham. Relata que luego del espectáculo de luz, aparecen los “trífidos”, unas plantas carnívoras que, con el poder de caminar paradas sobre sus raíces, pretenden apoderarse del mundo.Pero es ciencia ficción.

Lo que acontece estas últimas semanas en el planeta no cayó del espacio, aunque sí tiene, como los “trífidos”, impacto mundial. El 2 de abril, Trump declaró el “Día de la Liberación de Estados Unidos” y con ello dio por finalizado, vaya a saberse por cuánto tiempo, el libre comercio.

La idea que ha dominado por muchísimos años el pensamiento económico está en terapia intensiva y el pronóstico es reservado. Por ello se entiende la desazón de quienes, como infantes, descubren ese secreto celosamente protegido sobre los reyes magos. Descubrirlo es perder lo inmaculado de la infancia. El libre comercio parece que era como un truco de magia cuando deja de causar admiración, o cuando el mago en una noche de amor despechado confiesa sus secretos frente a la copa de un bar. Donald Trump, por medio de una Orden Ejecutiva con el título de “Regular las importaciones con un arancel reciproco para rectificar las prácticas comerciales que contribuyen a los grandes y persistentes déficits anuales del comercio de bienes de los Estados Unidos”, le declaró la guerra comercial a todo el planeta.

Ocurre que los Estados Unidos desde finales de los 70 y principios de los 80 viene retrocediendo en la producción de mercancías. La llamada globalización deslocalizó su aparato industrial y simultáneamente comenzó a transformar su economía con eje en lo financiero, en lo que se dio en llamar la financiarización. Aunque no hay un significado consensuado sobre el término, Costas Lapavitsas en “El Estado del Capitalismo, Economía, Sociedad y Hegemonía”, se atreve a definirlo así: “Una transformación histórica del capitalismo maduro que refleja, en primer lugar, el extraordinario crecimiento del sector financiero en relación con el resto de la economía y en segundo lugar la difusión de las prácticas y preocupaciones financieras, entre ellas las empresas no financieras, y otros agentes de la acumulación capitalista”.

La pregunta es cómo se impuso lo financiero sobre la “economía real” y allí Costas Lapavitsas señala: “El secreto de esta acumulación de riqueza ha residido en las ganancias de capital y la extracción directa de beneficios a partir de los ingresos y las tenencias de dinero de otros. La riqueza se ha acumulado, en efecto, a partir de la propiedad del capital, adoptando la forma de activos financieros y permitiendo a los capitalistas apropiarse en primer lugar del plusvalor generado tanto en el país como en el extranjero y, en segundo lugar, de partes de las tenencias de dinero y los ingresos de los trabajadores y otras clases. La acumulación de riqueza se ha aprovechado de la proliferación de la expropiación financiera, un rasgo característico del capitalismo financiero depredador”.

Esta transformación capitalista, con eje en Estados Unidos, provocó un retroceso notable en sus niveles de productividad ocasionando que produzca menos de lo que consume. Así perdió paulatinamente su condición de país hegemónico indiscutido, “el hegemon”. Lleva años de déficit comercial, solo sostenibles por un impactante endeudamiento, que lo transforma en el principal deudor mundial.

Michael Pettis, profesor de finanzas de la Universidad de Pekín, dice “los estadounidenses consumen una proporción demasiado grande de lo que producen, por lo que deben importar la diferencia con el extranjero”. A fin de remediar tal situación agrega, poniendo el ejemplo de China: “Fueron los aranceles directos e indirectos los que en diez años transformaron la producción de vehículos eléctricos de China, que pasó de estar muy por detrás de las Estados Unidos y la Unión Europea a convertirse en la mayor y más eficiente del mundo”.

Trump tomó nota. Decidió aplicar aranceles a todos los países del mundo. Y aunque decretó una tregua, quedó una base del 10 por ciento salvo para China. En ese caso el arancel está por arriba del 130 por ciento, aunque debe actualizarse a cada segundo. Cuando los lectores se acerquen a esta nota la cifra podría ser el triple o lo que fuere, y cambiar diez minutos después.

Es interesante retomar una opinión de Friedrich Engels. Señaló que cuando una economía capitalista es hegemónica, adopta el libre comercio, y al perder tal sitial se inclina por políticas proteccionistas.

Hoy la hegemonía estadounidense está en debate. Emmanuel Tood en “La Derrota de Occidente”, señala que la incapacidad de abastecer de armamento en forma regular a Ucrania es una señal en ese aspecto. Dice Todd: “La globalización orquestada por los propios Estados Unidos ha socavado su hegemonía industrial. En 1928 la producción industrial estadounidense representaba el 44,8 por ciento de la mundial, en 2019 había caído al 16,8, China alcanzó en 2020 el 28,7...”.

Existe un rico debate, aunque aún incipiente, sobre las consecuencias de esta “guerra comercial”. Muy estilizadamente algunos, como Alberto Garzón Espinoza en “Cuando aranceles y cañones van de la mano”, señala que aunque parezca novedosa la política de Trump, es una vuelta a la política proteccionista iniciada por Alexander Hamilton, que en 1789 fue el primer secretario del Tesoro. También es una vuelta al presidente William McKinley, que asumió en 1897.

Dijo Trump sobre su antecesor: “El Presidente McKinley defendió los aranceles para proteger la industria manufacturera estadounidense, impulsar la producción nacional, impulsar la industrialización y el alcance global de Estados Unidos a nuevas alturas” .

El Wall Street Journal califica los aranceles de Trump como “la guerra comercial más tonta de la historia”. A nivel global, todo hace presumir una caída del comercio mundial, con “devaluaciones competitivas” que los países practicarán a los efectos de “abaratar” y hacer más competitivas sus mercancías.

¿Y la Argentina? Javier Milei, con su cantinela de transformarse en el “país más libre del mundo”, nos lleva a la muerte como un flautista de Hamelin. No hay forma de “negociar” condiciones dignas con Estados Unidos, si se acepta que la condición es que nuestra relación comercial sea en forma permanente deficitaria.

El arancel que impone Trump es una fórmula que combina el déficit comercial de Estados Unidos con cada país, más la variable importaciones que ese país recibe de Estados Unidos. Por ello no hay razones ideológicas de por medio. Brasil, Chile, Colombia y Argentina tienen el mismo arancel: diez por ciento.

En este contexto mundial, la Argentina debería construir una agenda de comercio autónoma. No es precisamente la obsesión de Milei.