I. Las generalizaciones suelen contener desaciertos teóricos y éticos y, de hecho, ante ciertas afirmaciones alcanza con decir “eso es una generalización” para señalar su yerro de manera inapelable. Bajo esa instrucción, efectivamente, advertimos prejuicios e inconsistencias cognitivas.

Siendo así, resulta difícil, si no imposible, arribar a conclusiones precisas sobre cualquier grupo, de modo que en cada ocasión que pretendamos decir “los argentinos somos...”, “los adolescentes son...”, “los rugbiers...”, “los varones...”, “los peronistas...”, “los liberales...”, etc., de inmediato recibiremos la siguiente sanción: “no todos...”.

Pese a ello, y aun adhiriendo a esa perspectiva, es posible indicar el riesgo opuesto, consistente en suprimir toda afinidad, todo elemento común. Desde luego, la tentativa de hallar este elemento exige ciertas precauciones, además del infaltable “no todos...”. Entre ellas, si acaso encontráramos un rasgo de unidad, nada impide destacar su transitoriedad y, al mismo tiempo, reconocer la inevitable variabilidad en sus expresiones, en sus manifestaciones singulares.

En el campo de la conflictiva política hay un capítulo específico en el cual cobran importancia estas consideraciones. Me refiero a la hipótesis del irreductible antagonismo, establecida primero por Freud y luego profundizada por Laclau.

Para este último, por ejemplo, la disputa política siempre distribuye un nosotros y un ellos de manera radical. Por ejemplo, muchos podemos decir que no tenemos nada en común con los negacionistas del terrorismo de Estado, y eso es absolutamente cierto.

Sin embargo, el concepto freudiano de antagonismo es algo diferente, ya que antes de escindir entre sectores sociales o políticos, primero describe una pugna intrasubjetiva, una pugna entre las exigencias pulsionales (los deseos) y las necesarias restricciones culturales (sin las que sería imposible la vida comunitaria). Como veremos luego, esta hipótesis se anuda a otra, que Freud denominó ambivalencia.

II. Avancemos por otro camino para continuar luego con lo expuesto. Si tuviera que decir qué rasgo observo que hoy nos unifica a “no todos” pero sí a muchísimos argentinos es la disociación. Tengo la impresión, y quizá no sea más que eso, de que estamos disociados; claro que, como ya anticipé, este rasgo se manifiesta de maneras diferentes, en sus contenidos, sus grados de rigidez, sus motivos y sus funciones.

La disociación, a la que también podemos llamar desconexión, puede desarrollarse, por ejemplo, entre un sujeto y otro, entre los pensamientos y la realidad, entre dos pensamientos, entre estos y el afecto o la acción.

Cuando Guillermo Francos cuestiona un tuit de Cristina Kirchner por utilizar un lenguaje “inapropiado”, es sencillo detectar su disociación, al menos si el ministro no recuerda la retórica del presidente al que representa. De modo similar, cuando Patricia Bullrich mira la foto del gendarme que dispara en forma recta a Pablo Grillo y, aun así, afirma que disparó hacia arriba, también pretende instalar una cierta disociación. Si las elites empresarias suponen que habiendo millones de argentinos bajo la línea de la pobreza, ello no conducirá a una revuelta social, se reitera la disociación. Sin embargo, cuando entonamos tantas veces que “si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”, y casi la matan y luego no pasó nada, también debemos admitir una cuota de disociación. Si supimos defender con uñas y dientes una ley jubilatoria, aunque con ella las jubilaciones también eran más que reducidas, tampoco podemos desconocer otra forma de la disociación. Posiblemente, si estamos tan convencidos de cómo es y cómo piensa Milei, y aun así esperamos que reaccione de ciertas maneras, o formulamos determinados pronósticos, es porque también padecemos de alguna disociación. Habría más ejemplos, pero no es necesario redundar.

III. Hace tiempo ya que advertí que de tanto que hemos analizado la subjetividad neoliberal, habíamos desestimado pensar la propia subjetividad. Su consecuencia, creo, no fue únicamente perder de vista la comprensión de lo propio, sino también desatender los efectos intrusivos del neoliberalismo, las consecuencias del ellos en el nosotros.

Posiblemente, este sea el resultado de un vicio del antagonismo, al menos cuando por ese camino operamos de forma expulsiva, localizando todo lo malo en el otro y, a su vez, desmentimos las operaciones identificatorias.

A mediados del siglo pasado, Eva Perón dijo: “lo que a mí me preocupa es que pueda retornar en nosotros el espíritu oligarca”, y con esa frase no se refería solamente a la posibilidad de que aparezca un traidor, sino a que en cada quien pueden estar presentes esas incitaciones. De hecho, se comprende que dijo “en nosotros” y no “entre nosotros”. Su observación nos indica con acierto que el otro no es un otro absolutamente ajeno a uno, a lo propio. Esto es, que las distancias entre un nosotros y un ellos son relativas y parciales. De hecho, es para el votante libertario que aquellas distancias son insalvables y solo manteniendo esa grieta irreflexiva como invariante puede sostener su posición aniquilante.

Dicho de otro modo, si como planteaba Freud, el antagonismo está en todos nosotros, ello supone que si bien cada sector político puede representar a uno u otro de los términos, nadie está exento de librar la batalla dentro de sí mismo. Por eso, si el malestar en la cultura supone una pugna entre dos términos irreductibles, la derecha neoliberal nos coloca por fuera de ese malestar, porque se propone eliminar uno de los términos. Es tarea nuestra, entonces, reconocer la ambivalencia que nos humaniza.

IV. A esta altura, ya deberíamos haber aprendido estas premisas de la literatura. Podríamos hablar de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, más tiernamente del otro yo del Dr. Merengue, o de una inabarcable cantidad de obras. Pero podemos decirlo del siguiente modo: la disociación ocurre cuando desconocemos la ambivalencia que todos portamos y, en consecuencia, pensamos el antagonismo como una diferencia absoluta. Si el antagonismo no reconoce la ambivalencia puede, entonces, conducirse fácilmente hacia la disociación. La ambivalencia, pues, es la condición estructural y necesaria del antagonismo. Ambivalencia es el significante que describe la coexistencia, al interior de cada sujeto, de la vida y la muerte, del amor y del odio, de la búsqueda del placer y, simultáneamente, del displacer.

Asimismo, no debemos confundir la ambivalencia con la ambigüedad: mientras en la primera cada quien identifica sus zonas grises, sus fragilidades y su propia insuficiencia; en la ambigüedad prevalecen la confusión y la indiferenciación. En efecto, frases como “no soy de izquierda ni de derecha” o“yo soy apolítico”, son expresiones de dicha ambigüedad.

Que el antagonismo sea irreductible, entonces, no es lo mismo que calificarlo de radical. El primer rasgo es una cualidad estructural. En cambio, la radicalidad es una medida cuya variación dependerá de las circunstancias y necesidades contextuales.

V. No pretendo desconocer la violencia del ellos, de esos otros a quienes, transitoria o duraderamente, localizamos en la posición del rival. Tampoco me autocomplazco con la ilusión de una amigabilidad sin límites ni fisuras. No obstante, si la patria es el otro, si nuestra retórica jerarquiza el “todos y todas” y si la poesía nos enseñó que yo es otro, aunque no debamos aspirar a una ingenua afinidad sin diferencias, que no sería ni posible ni deseable, aquellas frases nos imponen, precisamente, una pregunta sobre el vínculo y lo que tenemos en común con aquel al que ubicamos en la categoría de otro.

En todo caso, el juicio de existencia --según decía Freud-- no solo exige reconocer la realidad, en lugar de negarla, desmentirla o desestimarla, sino que también exige identificar cuál es la propia posición. Si es cierto que yo es otro, también es cierto que otro es yo.

El respeto y reconocimiento de la ambivalencia, entonces, es la única operación posible si deseamos estar alertados y advertidos de los contenidos que tendemos a expulsar y de la tendencia misma a hacerlo.

Por último, en una reciente nota en Página/12, Irene Vallejo se refirió al“reverso oscuro de la civilización”, expresión que bien podría haberla escrito Freud, quien abonaba el impulso civilizatorio sin desmentir ese reverso oscuro siempre presente y acechante

Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.