Rosario es una de las pocas ciudades argentinas en las que no encabezan las encuestas de hinchas Boca y River. Ahí son canallas auriazules o leprosos rojinegros y nadie le pregunta a un pibe “¿De qué cuadro sos?”, sino “¿Sos de Central o de Newell’s?”. Los de Central tienen un poco más de hinchas y muestran orgullosos un cuadro de honor de famosos que integran el Negro Fontanarrosa, Alberto Olmedo y Fito Páez, entre otros. También se apropiaron del Che y por eso hay una camiseta auriazul a rayas en el Museo de la Revolución de La Habana que se supone que es la del club del que era hincha Ernesto Guevara. Pero aunque los de Arroyito sientan que son mayoría, la realidad es que la ciudad se divide prácticamente en dos en cuestiones de afecto futbolero. Se nota siempre y mucho más cuando quedan frente a frente en una cancha. La rivalidad es tan grande y la presión que reciben los futbolistas es tan intensa que algunos admiten que se refugian en sus casas y no salen por una semana si les toca perder un clásico.
El folklore siempre se renueva con muestras espectaculares, como lo que ocurrió ayer en el Gigante repleto cuando los hinchas desplegaron una bandera de 500 metros de largo. El miedo de que se crucen los límites para el lado de la violencia también es enorme y por eso más de 800 policías conformaron el operativo de seguridad en un partido en el que no había hinchas visitantes. El clásico rosarino se calienta solo, pero siempre alguno sobreactúa. En la previa, Brian Sarmiento dijo que si ganaba Newell’s se iba a festejar con un bombo y en calzoncillos al Monumento a la Bandera. Y en el reconocimiento del terreno entró con anteojos oscuros, mirando canchero a los hinchas locales que se lo querían comer. A la hora de la verdad, Sarmiento estuvo metido en muchos entreveros, se encargó de las jugadas de pelota detenida con poca eficiencia y aportó muy poco para el espectáculo. No fue el único, porque en el partido casi no hubo figuras destacadas, pocos alcanzaron un buen puntaje y los momentos interesantes fueron escasos, espaciados y pasaron casi inadvertidos.
Lo que predominó fue la fricción, el choque, la pierna levantada más allá de lo normal, la protesta, el exagerado reclamo al árbitro, el pase a cualquier parte, la pelota jugada de apuro o revoleada para sacársela de encima. Un atentado al buen gusto.
Ganó Central porque acertó en un cabezazo en el arranque del partido y se aprovechó de la ingenuidad defensiva de sus rivales en el primer centro que cayó en el área. Fue en un corner ejecutado por Gil desde la izquierda. Tobio empujó a su compañero Herrera y entre los dos sacaron de cuadro a Rivero, que era el encargado de la marca del delantero, quien, ya liberado, dio un paso atrás y metió un soberbio cabezazo esquinado, contra un palo. Lo pudo empatar Newell’s en una jugada muy parecida, pero en este caso el cabezazo de Bianchi se fue apenas desviado.
Lo mejor de los visitantes se dio en el arranque del segundo tiempo, con algunos llegadas asociadas y un par de desbordes del pibe Torres, que hicieron pensar que podrían mejorar la pálida imagen del período inicial, pero fue apenas un espejismo. Y pasados los primeros 10 minutos de la segunda etapa todo volvió a la normalidad. Si se quiere rescatar algo de fútbol de esos 90 minutos hay que buscar en ese ratito de Newell’s, en algunos toque contra el piso de Central, en la precisión en el pase, la inteligencia y la habilidad de Carrizo (metió dos deliciosos caños en una jugada por la izquierda), el mejor de la cancha.
Que el partido haya sido espantoso no alcanza para atenuar la alegría de unos ni el dolor de los otros. El clásico es así.