En Caprice de Joanna Hogg, una Tilda Swinton muy joven interpreta a Lucky, quien –sospecho– ha pasado noches enteras compaginado su personalidad a partir de recortes de una revista de moda llamada, justamente, Caprice. Los retazos de sus páginas empapelan su cuarto; se ven fugazmente cuando una luz externa se cuela por la ventana. Es medianoche. Lucky sale corriendo de su casa para interceptar al diariero que, cada semana, recibe el último número de la revista. Corre para llegar antes que nadie. Corre porque es fan. En un estado de euforia, alcanza el puesto y atraviesa la delgada piel de lo real para entrar en un sueño surrealista, donde la revista se vuelve la maqueta y sus fantasías, fantasmas.

No ser fan de nada ha sido mi habilidad más inútil. Distraída y poco constante, no fui hecha para ese tipo de amor (ni para esa clase de obsesión). Lucky, por el contrario, no se modera y eso me parece admirable. Me gusta imaginar la unión entre el fan y la cosa de la cual el fan es fan como un campo gravitacional con sus propias leyes. Esa ley de atracción es tensionada por un haz de luz magnético que une las partes, les da una orientación, una órbita. Este haz de luz es escurridizo y caprichoso: dibuja un recorrido sinuoso sobre la oscuridad, visible solo para quien lo atraviesa, invisible para los demás. Otras veces, menos romántica, me basta con imaginar una polilla girando en círculos alrededor de una lamparita para dar cuenta de esta relación.

Lucky corre de noche en dirección a ese haz de luz pero la fuerza que la moviliza no es el capricho por Caprice, que colecciona obsesivamente, sino la promesa de, al menos por un rato, sustraer su vida y soñar con otras más. La revista es el escenario que le permite interpretar su papel, avanzar página por página como si fuesen los peldaños de una escalera que desemboca en la cima de su imagen proyectada.

Entiendo a Lucky. Es fácil sucumbir ante esa promesa ¡Qué objeto más sexy! Papel satinado, imágenes vibrantes, ángulos filosos, capaz de despertar la fantasía más ridícula de la manera más mundana. Mi Caprice, digámoslo, fueron las Cosmopolitan. Yo no las coleccionaba, pues para mí ese haz de luz era invisible, pero una amiga del colegio tenía la suscripción anual. Religiosamente, con cada nuevo número, mis amigas y yo nos juntábamos en su casa a pasar la noche estudiando sus páginas, tomando nota de lo in y de lo out, ensayando poses, puliendo la conducta, y develando los misterios de una anhelada vida sexual que aún no teníamos, pero que deseábamos a nuestra manera … ¿o deseábamos a la manera de la revista? No sé, tampoco me parece necesario reprochárselo ahora. Había algo más allá del sentido literal que nos animaba a escenificar estas fantasías entre nosotras mismas. Con la teatralidad de un juego tomábamos la revista como guion y nos apropiamos de ese imaginario. Entre el juego, la picardía y la vergüenza surgieron los primeros impulsos: el dolor de la vela derretida, la oscuridad de los antifaces en los ojos, la restricción de pañuelos como esposas anudando un extraño placer. Nuestras Cincuenta Sombras de Grey en formato revista. No duraron mucho tiempo esas exploraciones compartidas, pero fueron fundamentales para dar inicio a un coming-of-age.

Este deseo encarnado por las Cosmopolitan, o por las Caprice en Hogg, me ha llevado a pensar en la función más simbólica de los objetos de consumo como superficies pantanosas por las que navega el deseo. El objeto sugiere, promete y se funde con la fantasía, se establece una relación íntima donde el objeto le presta cuerpo a la fantasía y la fantasía lo reviste de lentejuelas, trayéndolo a la vida. Hogg lo demuestra de la manera más simpática y elocuente: la performatividad que nos trae la relación con la cosa no solo alimenta nuestro relato, sino que también lo pervierte y lo re-significa de maneras imprevistas. Pienso en mi primer perfume de diseñador elegido a mis 15 años, seleccionado con la frialdad de un detective. La chica que salía con el chico que me gustaba en aquel entonces, usaba Pure Poison de Dior, un perfume empalagoso, muy dosmilero, que debía estar de moda entre los duty free de los viajes de las madres de mis compañeras. Lo pedí para un cumpleaños, convencida de que ese frasco contenía el secreto de aquella chica, como si oler como ella pudiera volverme, de algún modo, más parecida y entonces poder colarme en el medio de ese deseo. Lo más paradójico –aunque también podría decir lo más lógico– fue entender, años más tarde, que no era él quien en verdad me había gustado, sino ella. Una confusión que me acompañó gran parte de la adolescencia. Igual que esa fragancia.

Víctima de sus fantasías, Lucky sigue la revista como Alicia el conejo. Atraviesa el segmento fashion dejando sorda a la estilista con su último grito de la moda, supera el acoso carnal de anuncios publicitarios ofreciéndole pieles, zapatos y perfumes para “ser hermosa y segura” (a un precio razonable), se ilusiona y se desilusiona de su ídolo musical, experimenta la soledad del mundo del espectáculo, hasta por fin llegar al punto central. Este es el punto de fuga, donde las líneas infinitas convergen en su deseo. Lucky tiene la posibilidad de quedarse en ese mundo, pero al haber visto de cerca las costuras de las que están hechas esas fantasías descubre la trampa de su deseo. Ahora ya ni siquiera está segura de querer aquello que buscaba. Lucky corre, otra vez, pero esta vez en sentido contrario. Intenta atravesar la piel brillante de la revista, como si pudiera romper su propia imagen. Corre más perdida que antes, pero, quizás, un poco más cerca de sí misma.

Ahora vuelvo a mí y pienso: quizás no haber sido atravesada por ese haz de luz –ese que orienta al fan y traza órbitas en la oscuridad y bla– haya sido, en el fondo, una forma de evitar el temido encandilamiento. Pero quién sabe... Tal vez no haya forma de salir ilesa del contraste entre luces y sombras que supone vida. Tal vez desear también sea perderse un poco. Al final, ¿quién puede resistirse del todo al brillo de una luz?


Sofía Finkel estudió Diseño en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de La Plata y actualmente participa del Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella. Su práctica transita la producción de objetos y videos, desde donde cuestiona y subvierte el sentido utilitario de las cosas. Realizó las muestras individuales Idealizhaditas (2019), Sofiestar (2021) y Finkelstein (2022).